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Chapter 96 - LA SOMBRA DE ENDER .- Primera parte PILLUELO .- 1 POKE

Primera parte PILLUELO 1 POKE

-¿Creen haber hallado algo, y por eso le darán carpetazo a mi programa?

-No se trata de ese chico que encontró Graff, sino de la baja calidad de lo que han estado haciendo.

-Sabíamos que era difícil. Pero para los chicos con los que estoy trabajando el simple hecho de continuar con vida implica librar una auténtica guerra.

-Sus chicos están tan mal nutridos que sufren un grave deterioro mental antes de que empiece siquiera a ponerlos a prueba. La mayoría de ellos ni siquiera ha establecido ningún vínculo humano normal; están tan aturdidos que no pueden pasar un solo día sin buscar algo que puedan robar, romper o

estropear.

-También representan posibilidades, como todos los niños.

-Ese es el tipo de sentimentalismo que desacredita todo su proyecto ante la

F.I.

Poke siempre estaba alerta. Se suponía que los niños más pequeños también tenían que estar en guardia, y a veces eran bastante observadores, pero no advertían todos los detalles, y eso significaba que Poke sólo podía depender de sí misma para detectar el peligro.

Había peligros para dar y regalar. Los polis, por ejemplo. No aparecían con mucha frecuencia, pero cuando lo hacían, parecían especialmente decididos a limpiar las calles de niños. Hacían sacudir sus látigos magnéticos, lanzando crueles y agresivos golpes incluso a los niños más pequeños, y los trataban como si fueran alimañas, ladrones, ratas, una plaga en la hermosa ciudad de Rotterdam. La misión de Poke consistía en observar los cambios que se producían a lo lejos, que podían sugerir que los polis habían iniciado una redada. Entonces hacía sonar el silbato de alarma, y los pequeños corrían a sus escondites y no salían de ellos hasta que el peligro había pasado.

Pero los polis no venían tan a menudo. El verdadero peligro era mucho más inmediato: los chicos grandes. Poke, a los nueve años, era la líder de su pequeño grupo (aunque ninguno de ellos sabía con seguridad que era una chica), pero eso no impresionaba nada a los chavales y chavalas de once, doce y trece años que mandaban en las calles. Los mendigos, ladrones y prostitutas adultos no prestaban atención alguna a los niños pequeños, excepto para apartarlos a patadas de su camino. Pero los niños mayores, maltratados por otros, se volvían y acechaban a los más pequeños. Cada vez que la banda de Poke encontraba algo que comer (sobre todo si descubrían una fuente de basura segura o un blanco fácil para hallar una moneda o un poco de comida) tenían que vigilar celosamente y ocultar sus ganancias, pues a los matones nada les gustaba más que robarles las monedas de comida que pudieran obrar en poder de los pequeños. Robar a los niños más chicos era mu-

cho más seguro que asaltar las tiendas o a los transeúntes. Y Poke se daba cuenta de que disfrutaban con estas travesuras. Les gustaba ver cómo los críos pequeños se acobardaban y les obedecían, gemían y les daban todo lo que exigían.

En condiciones normales, ella no le habría prestado más que un poco de atención. Todavía miraba a su alrededor, con actitud inteligente. No tenía el estupor de los muertos ambulantes, ni buscaba comida ni se preocupaba por encontrar un lugar cómodo donde tenderse mientras aspiraba las últimas bocanadas del pestilente aire de Rotterdam. Después de todo, para ellos la muerte no supondría un cambio rotundo. Todo el mundo sabía que Rotterdam era, si no la capital, el principal puerto marítimo del infierno. La única diferencia entre Rotterdam y la muerte era que, con Rotterdam, la condena no era eterna.

El niño pequeño... ¿qué estaba haciendo? No buscaba comida. No observaba a los peatones. Lo cual tampoco importaba... No había ninguna posibilidad de que nadie dejara nada para un niño tan pequeño.

Si tenía la suerte de encontrar algo, se lo quitarían los otros niños, entonces, ¿por qué molestarse? Si quería sobrevivir, debería seguir a los carroñeros mayores para lamer los envoltorios de comida que éstos dejaran, para chupar los últimos restos de azúcar o harina en polvo de los paquetes, siempre y cuando no hubieran acabado con todo. La calle no tenía nada que ofrecer a este muchachito, no a menos que fuera recogido por una banda, y Poke no podía quedárselo. No sería más que una carga, y sus chicos ya las estaban pasando bastante canutas sin el añadido de otra boca inútil.

Va a pedir, pensó. Va a gemir y suplicar. Pero eso sólo funciona con los ricos. Yo tengo que pensar en mi banda. Él no es uno de los míos, así que no me importa. Aunque sea pequeño. Para mí no es nadie.

Un par de putas de doce años, que normalmente no trabajaban en esa esquina, se dirigían hacia la base de Poke. Ella silbó. Los niños se dispersaron de inmediato; se quedaron en la calle, pero como si no formaran parte de una banda.

No sirvió de nada. Las putas ya sabían que Poke era la cabecilla, y naturalmente la agarraron por los brazos y la apretujaron contra la pared, exigiéndole que pagara su tarifa, su «permiso». Poke no podía decir que no tenía nada que compartir, y era plenamente consciente de ello: siempre trataba de guardar algo para aplacar a los matones hambrientos. Se dio cuenta de que estas putas estaban hambrientas. No tenían el aspecto que gustaba a los pedófilos cuando venían de caza. Eran demasiado delgadas, y mayores. Así pues, hasta que se les desarrollara el cuerpo y empezaran a atraer el comercio un poco menos pervertido, tenían que recurrir al carroñeo. A Poke le hervía la sangre, sólo de pensar que tuvieran que robarles a ella y a su banda, pero era más inteligente pagarles. Si le daban una paliza, no podría cuidar de ellos, ¿no? De modo que las llevó a uno de los escondrijos y les ofreció una bolsita que todavía tenía medio pastelito dentro.

Estaba rancio, ya que lo había guardado hacía un par de días para ocasiones como ésta. Aun así, las dos putas lo tomaron, rompieron la bolsa y una de ellas se comió la mitad antes de ofrecer a su amiga el resto. O más bien la que fuera su amiga, pues tales acciones son siempre inicio de pelea. Las dos se enzarzaron en una riña, gritando como locas, abofeteándose y arañándose sin piedad. Poke las observó con atención, esperando que se les cayera al suelo el resto del pastelito, pero no hubo suerte. El apetitoso dulce cayó en la boca de la misma niña que se había comido ya el primer bocado... y fue esa misma niña quien gano la pelea, por supuesto. La otra no tuvo más remedio que darse a la fuga, en busca de un lugar donde refugiarse.

Poke se dio la vuelta, y se encontró cara a cara con el niño pequeño. Casi tropezó con él. Furiosa como estaba por haber tenido que regalar la comida a las dos furcias callejeras, le propinó un rodillazo y lo tiró al suelo.

-No te pongas detrás de la gente si no quieres aterrizar de culo -amenazó. El niño se levantó sin más y la miró, expectante, exigente.

-No, pequeño hijo de puta, no vas a conseguir nada de mí-dijo Poke-. No voy a quitarle ni una sola habichuela a mi banda. Tú no mereces eso.

La banda empezaba a agruparse de nuevo, ahora que los matones habían pasado.

-¿Por qué les diste tu comida? -inquirió el niño-. La necesitas.

-¡Oh, discúlpame! -dijo Poke. Alzó la voz, de modo que su banda pudiera oírla-. Supongo que tú deberías ser el jefe aquí, ¿verdad? Como eres tan grande, no tienes problemas para encontrar comida.

-Yo no -repuso el niño-. No merezco ni una habichuela, ¿recuerdas?

-Sí, lo recuerdo. Tal vez eres tú quien debería recordarlo y cerrar el pico. La banda se echó a reír.

Pero el niño pequeño permaneció impertérrito.

-Os hace falta un matón -aseveró.

-Yo no mantengo matones, me deshago de ellos -respondió Poke. No le gustaba la forma en que el niño le hablaba, llevándole la contraria. Si seguía así, al final tendría que hacerle daño.

-Le das comida a los matones todos los días. Dásela a un solo matón y que él os acobarde a los demás.

-¿Crees que nunca he pensado en eso, estúpido? Pero una vez que lo haya comprado,

¿cómo lo conservo? No luchará por nosotros.

-Pues en ese caso mátalo -dijo el niño.

Esa idea tan absurda hizo enloquecer a Poke. Todo aquello no tenía ni píes ni cabeza, al fin y al cabo. Asestó otro rodillazo al niño, y en esta ocasión le dio una patada cuando caía al suelo.

-Tal vez deba empezar matándote a ti.

-No merezco ni una habichuela, ¿recuerdas? -insistió el niño-. Matas a un matón y luego haces que otro luche por ti: quiere tu comida, y te tiene miedo también.

Ella no supo qué decir ante un comentario tan ridículo.

-Os están comiendo -dijo el niño-. Os devoran. Así que tienes que matar a uno. Adelante, todos son tan pequeños como yo. Las piedras rompen las cabezas de cualquier tamaño.

-Me das asco -espetó ella.

-Porque no se te ha ocurrido antes.

El niño estaba arriesgando su propio pellejo al hablarle de esa forma. Si ella le hacía el más mínimo daño, se moriría; él debía de ser consciente de eso.

Pero no había duda de que la muerte vivía en el interior de su frágil camisa. En este caso, ¿qué importancia tenía si la muerte se le acercaba un poco más?

Poke se volvió y echó un vistazo a su grupo. No leyó nada en sus rostros.

-No necesito que ningún mequetrefe como tú me diga que mate lo que no podemos matar.

-Un niño pequeño se pone tras él, lo empujas y se cae -dijo el niño-. Tienes piedras grandes, ladrillos. Golpéalo en la cabeza. Cuando veas los sesos, se acabó.

-No me sirve de nada muerto -respondió ella-. Quiero a mi propio matón, para que

nos mantenga a salvo. No quiero a nadie muerto.

El niño sonrió.

-Así que ahora te gusta mí idea.

-No puedo fiarme de ningún matón.

-Os vigila en el comedor de caridad -prosiguió el niño-. Os mete en el comedor - seguía mirándola a los ojos, pero ahora había subido el tono de voz para que los demás lo oyeran-. Os mete a todos en el comedor.

-Si un niño pequeño entra en el comedor, los niños mayores le dan una paliza - intervino Sargento. Tenía ocho años, y actuaba como si pensara que era el segundo de Poke, aunque la verdad era que ella no tenía ningún segundo.

-Si tenéis un matón, los ahuyentará.

-¿Cómo espantará a dos matones? ¿A tres matones? -preguntó Sargento.

-Como yo decía -respondió el niño-. Lo empujáis, no es tan grande. Agarráis vuestras piedras. Estáis preparados. ¿No eres un soldado? ¿No te llaman Sargento?

-Deja de hablar con él, Sarge -sugirió Poke-. No sé por qué ninguno de nosotros está hablando con un niño de dos años.

-Tengo cuatro.

-¿Cómo te llamas?

-Nadie me ha dado nunca un nombre.

-¿Quieres decir que eres tan estúpido que no puedes acordarte de tu propio nombre?

-Nadie me ha dado nunca ningún nombre -repitió él. Seguía mirándola a los ojos, tumbado en el suelo, rodeado por el grupo.

-No vales ni una habichuela-dijo ella.

-Exacto.

-Sí-asintió Sargento-. ¡Una maldita habichuela*!

-Así que ahora tienes un nombre -repuso Poke-. Vuelve y siéntate en ese cubo de basura, pensaré en lo que has dicho.

-Necesito comer algo -dijo Bean.

-Si consigo un matón, si lo que dices funciona, entonces tal vez te dé algo.

-Necesito comer ahora. Ella sabía que era verdad.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó seis cacahuetes que había reservado. El niño se sentó en el suelo y tomó uno, se lo metió en la boca y masticó lentamente.

-Quédatelos todos -dijo ella, impaciente.

El extendió su manita. Era débil. Fue incapaz de cerrar el puño.

-No puedo sostenerlos todos -manifestó-. No cierro bien la mano.

Maldición. Poke se dio cuenta de que estaba desperdiciando unos sabrosos cacahuetes, al dárselos a un niño que iba a morirse de un momento a otro.

De todas formas iba a probar su idea. Era audaz, pero ese plan abría una pequeña puerta a la esperanza, algo totalmente insólito: igual su situación mejoraría, igual no tendrían que ponerse ropa de niña nunca más, ni dedicarse al negocio de la prostitución.

* En inglés, Bean, a partir de ahora el nombre del niño. Se ha respetado la traducción de El juego de

Ender en vez de traducir el término o adaptarlo. (N. del T.)

Y como esta idea se le había ocurrido al niño, la banda tenía que ver que lo trataba con justicia. De este modo te ganas el respeto de la banda, y seguirás siendo la cabecilla, porque saben que siempre serás justa.

Así que mantuvo la mano extendida mientras el niño se comía los seis cacahuetes, uno a uno.

Cuando engulló el último, la miró a los ojos durante otro largo instante, y entonces

dijo:

-Será mejor que estés dispuesta a matarlo.

-Lo quiero vivo.

-Tienes que matarlo si no es el que más te conviene.

Con esas palabras, Bean volvió gateando hasta su cubo de basura y con esfuerzo se

subió en lo alto para seguir vigilando.

-¡No tienes cuatro años! -le gritó Sargento.

-Tengo cuatro, pero soy pequeño -respondió el niño, también a gritos.

Poke mandó callar a Sargento y se pusieron a buscar piedras, ladrillos y trozos de carbón. Si iban a librar una guerra, sería mejor que estuvieran armados.

A Bean no le gustaba su nuevo nombre, pero era un nombre, y tener un nombre significaba que alguien más sabía quién era y necesitaba algo para llamarlo. Sí, eso le gustaba, y también le gustaban los seis cacahuetes. Su boca apenas sabía qué hacer con ellos. Casi le dolían las mandíbulas, de tanto masticar.

Y también le dolía ver cómo Poke se cargaba el plan que le había sugerido. Bean no la había elegido porque fuera la jefa de banda más lista de Rotterdam. Todo lo contrario. Su grupo apenas sobrevivía porque no sabía desenvolverse con entereza. Además, era demasiado compasiva. No era capaz de procurarse suficiente comida para parecer bien alimentada; así pues, aunque su propia banda sabía que era amable y la apreciaba, a los desconocidos no les parecía demasiado competente. No la juzgaban buena en su trabajo.

Pero si realmente lo fuera, nunca lo habría escuchado. Él nunca se habría acercado tanto. O si lo hubiera escuchado y le hubiera dado la razón, se habría deshecho de él. Así era como funcionaba la calle. Los niños amables morían. Poke era demasiado amable para permanecer con vida. Con eso contaba Bean. Pero ahora se sentía atemorizado.

Todo el tiempo que había invertido en observar a la gente mientras su cuerpo se consumía habría sido inútil si ella no podía conseguirlo. No es que Bean no hubiera desperdiciado un montón de tiempo él mismo. Al principio, cuando observaba cómo se las arreglaban los niños de la calle, cómo se robaban unos a otros, abalanzándose a sus gargan- tas, a sus bolsillos, vendiendo todas las partes de sí mismos que estaban en venta, era consciente de que la situación podría mejorar con dos dedos de frente, pero no se fiaba de su propia reflexión. Sin duda tenía que haber algo más que no entendía. Se esforzó por aprender más... más de todo. Aprender a leer para saber qué decían los carteles de los camiones, de las tiendas, de los carros y las papeleras. Familiarizarse lo suficiente con el holandés y la F.I. Común para comprender todo lo que se decía a su alrededor. El hecho de que el hambre lo distrajera en todo momento no le era de una gran ayuda, precisamente. No le habría costado tanto hallar comida si no se hubiera pasado todo el tiempo estudiando a la gente. Pero por fin se dio cuenta: ya lo comprendía. Lo había comprendido desde el principio. No había ningún secreto que Bean no hubiera desvelado todavía porque era pequeño. Si todos aquellos niños lo manejaban todo con unas artimañas tan estúpidas se

debía a que eran estúpidos. Así de sencillo.

Ellos eran estúpidos y él era listo. Entonces, ¿por qué él se moría de hambre y esos mocosos seguían vivos? Fue entonces cuando decidió pasar a la acción. Fue entonces cuando eligió a Poke como cabecilla de su banda. Y ahora estaba sentado en un cubo de basura, viendo cómo la cagaba.

Eligió al matón equivocado, eso fue lo primero que hizo. Necesitaba a un tipo grande, imponente, que intimidara a la gente. Necesitaba a alguien corpulento y torpe a la vez, agresivo pero fácil de controlar. En cambio, ella piensa que necesita a alguien pequeño.

¡No, cabeza hueca! ¡Cabeza hueca! Quiso gritarle cuando vio que se acercaba a su objetivo un matón que se llamaba a sí mismo Aquiles, como el héroe de los cómics. Era pequeño y avispado y listo y rápido, pero tenía una pierna lastimada. Por eso pensaba que no le supondría ningún problema acabar con él. ¡Menuda cabeza hueca! La idea no era tumbarlo... Se puede tumbar a cualquiera la primera vez, porque no se lo esperan. Necesitas a alguien que lo acepte.

Pero no dijo nada. No debía hacerla enfadar. A ver qué ocurría. A ver cómo era Aquiles cuando lo zurraban. Seguro que tendría que matarlo y esconder el cadáver. Luego debería intentarlo de nuevo con otro matón antes de que corriera la voz de que una banda de niños pequeños merodeaba por allí cargándose matones.

Ahí estaba Aquiles, muy chulo él (o tal vez ése era el paso forzado al que le obligaba su pierna coja), y Poke se acobardó con grandes aspavientos y trató de escapar. Mal trabajo, pensó Bean. Aquiles se coscaría enseguida. Algo iba mal. ¡Tendrías que actuar como de costumbre! ¡Cabeza hueca! Y Aquiles miró a su alrededor una vez más. Cauto. Ella le dijo que tenía algo guardado, lo cual era normal, y lo condujo al callejón de la trampa. Pero él titubeó. Se mostró receloso. No iba a funcionar.

Pero sí funcionó, por la pierna coja. Aquiles vio cómo se cerraba la trampa pero no pudo escapar, luego un par de niños pequeños se situaron tras sus piernas mientras Poke y Sargento lo empujaban. Entonces un par de ladrillos golpearon su cuerpo y su pierna mala, con fuerza, y los mocosos se pusieron manos a la obra, hicieron su trabajo, aunque Poke fuera estúpida. Y sí, perfecto, Aquiles se asustó, pensó que iba a morir.

Bean se había bajado de su atalaya. Recorrió el callejón, con actitud vigilante. Era difícil ver más allá de la multitud. Se abrió paso, y los niños pequeños (que eran todos más grandes que él), lo reconocían, sabían que se había ganado el derecho a ver esto, y le dejaron pasar. Se situó junto a la cabeza de Aquiles. Poke se alzó sobre él, sujetando una piedra enorme, y le habló.

-Cuélanos en la fila de comida del refugio.

-Claro, desde luego, lo haré, te lo prometo.

No debía fiarse de él. Debía mirarlo a los ojos, buscando una debilidad.

-De este modo conseguirás más comida, Aquiles. Tienes a mi banda. SÍ comemos suficiente, tenemos más fuerza, te traemos más comida a ti. Necesitas una banda. Los otros matones te apartan de su camino... ¡Lo hemos comprobado! Pero con nosotros, se acabó.

¿Ves cómo lo hacemos? Un ejército, eso es lo que somos.

Muy bien, ahora lo estaba pillando. Era una buena idea, y él no era estúpido, así que le gustó la propuesta.

-Si este plan te parece tan inteligente, Poke, ¿cómo es que no lo has hecho antes? Ella no tenía nada que decir al respecto. En cambio, miró a Bean.

Sólo fueron unos segundos, pero Aquiles se percató de esa mirada. Y Bean supo qué estaba pensando. No había duda alguna...

-Mátalo -dijo Bean.

-No seas estúpido -replicó Poke-. Está con nosotros.

-Eso es -dijo Aquiles-. Estoy con vosotros. Es una buena idea.

-Mátalo -dijo Bean-. Si no lo matas ahora, él te matará a ti.

-¿Dejas que un mojón ambulante como éste te dé órdenes? -dijo Aquiles.

-Es tu vida o la suya -dijo Bean-. Mátalo y ve a por otro tipo.

-Apuesto a que el otro tipo no tendrá una pierna mala -dijo Aquiles-. Otro tipo pasará de vosotros. Yo no. Soy el que queréis. Todo encaja.

Ante la advertencia de Bean, ella se mostró más cautelosa. No lo había pillado todavía.

-¿Y si más tarde resulta que te da vergüenza tener a un puñado de niños chicos en tu banda?

-Es tu banda, no la mía -corrigió Aquiles,

Mentiroso, pensó Bean. ¿No ves que te está mintiendo?

-Tal como yo lo veo, esto es mi familia -manifestó Aquiles-. Son mis hermanos y hermanas. Tengo que cuidar de mí familia, ¿verdad?

Bean vio de inmediato que Aquiles había ganado. Era un matón poderoso, y había dicho que eran sus hermanos. Bean podía adivinar el hambre en sus rostros. No era hambre de comida a la que ya estaban acostumbrados, sino el hambre real, el ansia profunda de una familia, de amor, de un sitio en el que encajar. Todos los miembros de la banda de Poke tenían un poco de todo eso. Pero Aquiles les prometía más. Acababa de superar la mejor oferta de Poke. Ahora era demasiado tarde para matarlo.

Demasiado tarde, pero por un momento pareció que Poke era tan estúpida que iba a dar el paso y matarlo después de todo. Alzó la piedra, para golpearlo.

-No -protestó Bean-. No puedes. Ahora es de la familia.

Ella bajó la piedra hasta su cintura. Lentamente, se volvió para mirar a Bean.

-Largo -ordenó-. Tú no eres de los nuestros. No pintas nada aquí.

-No -dijo Aquiles-. Será mejor que continúes y me mates, si piensas tratarlo así.

Oh, que valiente de su parte. Pero Bean sabía que Aquiles no era valiente. Sólo listo. Ya había ganado. No significaba nada que estuviera allí tirado en el suelo y Poke todavía tuviera la piedra. Ahora era su banda. Poke estaba acabada. Pasaría algún tiempo antes de que alguien más, aparte de Bean y Aquiles, lo comprendieran, pero la prueba en que la autoridad estaba en juego era aquí y ahora, y Aquiles iba a derrotarla.

-Este niño -dijo Aquiles-, puede que no sea parte de tu banda, pero es parte de mi familia. A mi hermano no se le dice que se pierda.

Poke vaciló. Tan sólo un momento. Lo suficiente.

Aquiles se sentó en el suelo. Se frotó las magulladuras, comprobó sus contusiones. Miró admirado a los niños pequeños que lo habían derribado.

-¡Maldita sea! ¡Qué malos sois!

Ellos soltaron una risilla nerviosa. ¿Les haría daño porque ellos le habían hecho daño

a él?

-No os preocupéis. Ya me habéis demostrado lo que podéis hacer. Tendremos que

hacérselo a más de un par de matones, ya veréis. Pero antes yo debía saber que podíais hacerlo bien. Buen trabajo. ¿Cómo os llamáis?

Uno a uno, se aprendió sus nombres. Se los aprendió y los memorizó, y cuando se equivocaba le sabía tan mal que pedía disculpas y procuraba que no volviera a suceder.

Quince minutos más tarde, lo amaban.

Si podía hacer esto, pensó Bean. Si es tan bueno haciendo que la gente lo quiera, ¿por qué no lo hizo antes?

Porque estos idiotas siempre buscan poder. La gente que está por encima de ti nunca quiere compartir el poder contigo. ¿Por qué te vuelves hacia ellos? No te dan nada. A la gente que está por debajo les das esperanza, les infundes respeto, y ellos te dan poder, porque piensan que no tienen ninguno, así que no les importa entregarlo.

Aquiles se puso en pie, un poco tembloroso, la pierna mala más magullada que de costumbre. Todos retrocedieron, dejándole espacio. Podía marcharse ahora, si quería. Marcharse para nunca más regresar. O ir a buscar a otros matones, volver y dar a la banda su merecido. Pero se quedó allí, y sonrió, se meti�� las manos en los bolsillos y sacó algo increíble. Un puñado de pasas. Un puñado grande. Todos miraron su mano como sí tuviera en la palma la marca de un clavo.

-Los hermanos pequeños primero -dijo-. Los más pequeños primero -añadió, mirando a Bean-. Tú.

-¡El no! -exclamó el siguiente-. Ni siquiera lo conocemos.

-Bean fue quien quiso que te matáramos -dijo otro.

-Bean-dijo Aquiles-. Bean, sólo cuidabas de mi familia, ¿verdad?

-Sí -asintió Bean.

-¿Quieres una pasa?

Bean asintió, -Tú primero. Eres el que nos ha unido, ¿de acuerdo?

Aquiles tenía la opción de matarlo o no. En ese momento, lo único que importaba era la pasa. Bean la tomó. Se la metió en la boca. Ni siquiera la mordió. Dejó que su saliva la empapara, arrancándole el sabor.

-¿Sabes? -dijo Aquiles-. No importa cuánto tiempo la tengas en la lengua, nunca se convierte en una uva.

-¿Qué es una uva?

Aquiles se rió de él, que seguía sin masticar. Entonces repartió las pasas entre los otros niños. Poke nunca había compartido tantas pasas, porque nunca había tenido tantas para repartir. Pero los niños pequeños no lo comprendían. Pensaban: Poke nos daba basura, y Aquiles nos da pasas. Y todo porque eran estúpidos.