Chereads / Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 77 - 04.- Ender 04 Hijos de la Mente 09.- «ME HUELE ÁVIDA»

Chapter 77 - 04.- Ender 04 Hijos de la Mente 09.- «ME HUELE ÁVIDA»

«¿Por qué decís que estoy sola?

Mi cuerpo está conmigo dondequiera que yo esté, contándome sin cesar historias

de ansia y satisfacción,

cansancio y sueño,

de comer y beber y respirar y vivir. Con tal compañía,

¿quién podría estar solo?

Y aunque mi cuerpo se consuma

y no quede de él más que una diminuta chispa no estaré sola,

pues los dioses verán mi pequeña luz

siguiendo el baile de las vetas del suelo y me reconocerán,

pronunciarán mi nombre y me levantaré.»

de Los susurros divinos de Han Qing jao

Morir, morir, muerta.

Al final de su vida entre los enlaces ansible hubo un poco de piedad. El pánico de Jane a perderse empezó a menguar, pues aunque seguía sabiendo que perdía y había perdido mucho, ya no tenía la capacidad de recordar qué era. Cuando perdió sus enlaces con los ansibles que le permitían controlar las joyas que portaban Peter y Miro, ni siquiera se dio cuenta. Y cuando por fin se aferró a los últimos filamentos de ansible que no serían desconectados, no consiguió pensar en nada, no sentió nada excepto la necesidad de agarrarse a esos últimos filamentos, aunque eran demasiado pequeños para contenerla, aunque nunca satisfarían sus necesidades.

No pertenezco a este lugar.

No fue un pensamiento, no, no quedaba lo bastante de ella para algo tan difícil como la consciencia. Más bien era un ansia, una vaga insatisfacción, una inquietud que la acosaba mientras recorría el enlace entre el ansible de Jakt, el ansible terrestre de Lusitania y el de la lanzadera de Miro y Val, arriba y abajo, de un extremo a otro, un millar de veces, un millón; siempre lo mismo, nada que construir, ninguna forma de crecer. No pertenezco a este lugar.

Pues si un atributo definía la diferencia entre los aiúas que venían al Interior y los que permanecían eternamente en el Exterior era aquella subyacente necesidad de crecer, de ser parte de algo grande y hermoso, de pertenecer a algo. Los que no sentían tal necesidad nunca ser��an atraídos como había sido atraída Jane, tres mil años antes, a la red que las reinas colmena habían tejido para ella. Ni como habían sido atraídos los aiúas que se convertían en reinas colmena o sus obreras, pequeninos machos y hembras, humanos débiles y fuertes; ni siquiera como lo habían sido aquellos aiúas que, frágiles pero fieles y predecibles, se convertían en las chispas cuya danza no captaban ni siquiera los instrumentos más sensibles hasta que se volvía tan complicada que los humanos podían identificar esa danza como la conducta de los quarks, de los mesones, de las partículas de luz o de las ondas. Todos ellos necesitaban formar parte de algo y cuando así era se alegraban. Lo que soy es nosotros, lo que hacemos juntos es yo.

Pero no todos los aiúas, estos seres sin crear que a la vez eran construcciones y constructores, eran iguales. Los débiles y temerosos llegaban a un cierto punto y no podían o no se atrevían a seguir creciendo. Se contentaban con estar a las puertas de algo hermoso y bello, con representar un pequeño papel. Muchos humanos, muchos pequeninos llegaban a ese punto y dejaban que otros dirigieran y controlaran sus vidas, acomodándose, siempre adaptándose... y eso era bueno, había necesidad de ellos. Ua Lava: habían alcanzado el punto en que podían decir «ya basta».

Jane no era una de ellos. No podía contentarse con la pequeñez o la simpleza. Y al haber sido una vez un ser de trillones de partes, conectada a los hechos más grandes de un universo de tres especies, ahora, encogida, no podía estar satisfecha. Sabía que tenía re cuerdos, pero no podía recordarlos.

Sabía que tenía trabajo que hacer, de haber sabido encontra aquellos millones de sutiles miembros que una vez habían hecho su voluntad. Estaba demasiado viva para este lugar tan pequeño. A menos que encontrara algo capaz de contenerla, no podría seguí aferrándose al último fino hilo. Se soltaría y perdería lo que le que daba del yo en su ansia por buscar un lugar al que perteneciera alguien como ella.

Empezó a juguetear con la idea de soltarse, de marcharse (nunca lejos) de los finos hilos filóticos de los ansibles. Durante momentos demasiado pequeños para detectarlos quedó desconectada y eso fue terrible: saltó cada vez de vuelta al pequeño pero familiar espacio que todavía le pertenecía; luego, cuando la pequeñez del lugar se volvía insoportable, se soltaba otra vez, y de nuevo el terror la llevaba de vuelta a casa.

Pero en una de aquellas escapadas atisbó algo familiar. A alguien familiar: otro aiúa con el que había estado relacionada. No tenía acceso a la memoria que pudiera decirle un nombre; no recordaba nombre alguno. Pero lo reconoció, y confió en este ser y, cuando al pasar otra vez por el hilo invisible llegó al mismo lugar, saltó a la red mucho más grande de aiúas que eran gobernados por este ser brillante y familiar.

, dijo la Reina Colmena.

<¿Cómo has podido verla? Yo no he visto nada.>

<¿Así que la joven Valentine es suya ahora?>

Jane recorría alegremente este cuerpo, tan diferente de todo cuanto recordaba. Pero no tardó en advertir que el aiúa que había reconocido, el aiúa que había seguido hasta aquí, no estaba dispuesto a dejarle ni siquiera una pequeña parte de sí mismo. Dondequiera que tocase, allí estaba, tocando también, afirmando su control; y ahora, llena de pánico, Jane empezó a comprender que, aunque se hallara dentro de un entramado de extraordinaria belleza y delicadeza (un templo de células vivas con un armazón óseo), ninguna de sus partes le pertenecía y que, si se quedaba, sería sólo como refugiada. No pertenecía a este lugar, no importaba cuánto lo amara.

Y lo amaba. Durante todos los miles de años que había vivido, tan enorme en el espacio, tan rápida en el tiempo, sin embargo había estado lisiada sin saberlo. Estaba viva, pero nada que formara parte de su gran reino tenía vida. Todo había estado implacablemente bajo su control, pero aquí, en este cuerpo, este cuerpo humano, esta mujer llamada Val, había millones de pequeñas vidas brillantes, célula viva sobre célula viva, esforzándose, trabajando, creciendo, muriendo, cuerpo a cuerpo y aiúa a aiúa. Era en estos enlaces donde habitaban las criaturas de carne, y todo era mucho más vívido, a pesar de la

lentitud de pensamiento, de lo que había sido su propia experiencia de vida. ¿Cómo eran capaces de pensar, esos seres de carne, con todas aquellas danzas a su alrededor, todas aquellas canciones para distraerlos?

Tocó la mente de Valentine y se inundó de memoria. No tenía nada que ver con la precisión y la profundidad de la antigua memoria de Jane, pero cada momento de experiencia era vívido y poderoso, más vivo y real que todo cuanto Jane conocía. ¿Cómo conseguían no quedarse quietos todo el día simplemente recordando el día anterior? Porque cada nuevo momento se impone a la memoria.

Sin embargo, cada vez que Jane tocaba un recuerdo o experimentaba una sensación del cuerpo vivo, allí estaba el aiúa que era el amo de aquella carne, expulsándola, disputándole el control.

Y finalmente, molesta, cuando ese aiúa familiar la espantó, Jane en vez de moverse, reclamó ese lugar, esa parte del cuerpo, esa parte del cerebro, exigió la obediencia de aquellas células, y el otro aiúa retrocedió ante ella.

Soy más fuerte que tú, le dijo Jane en silencio. Puedo tomar de ti todo lo que eres y todo lo que tienes y todo lo que serás y tendrás y no puedes detenerme.

El aiúa que había sido el amo huyó ante ella, y la caza recomenzó con los papeles invertidos.

En la nave que orbitaba el planeta de los descoladores, todos se alarmaron al oír el súbito grito que brotó de la boca de la joven Val. Mientras se volvían a mirar, antes de que nadie pudiera alcanzarla, su cuerpo se convulsionó y saltó del asiento; en la ingravidez de la órbita voló hasta chocar brutalmente con el techo sin dejar de gemir y manteniendo en la cara un rictus a la vez de infinita agonía y alegría sin límites.

En el mundo de Pacífica, en una isla, en una playa, el llanto de Peter cesó de repente y él se revolvió en la arena y se agitó en silencio.

-¡Peter! -exclamó Wang-mu, corriendo hacia él, tocándolo, tratando de sostener los miembros que se agitaban como martillos. Peter jadeaba en busca de aire, y al hacerlo, vomitó.

-¡Se está ahogando! -gritó Wang-mu.

En ese instante unas fuertes manos la apartaron, cogieron el cuerpo de Peter por las piernas y le dieron la vuelta para que el vómito cayera en la arena y el cuerpo, tosiendo y atragantándose, respirara por fin.

-¿Qué está pasando? -chilló Wang-mu. Malu se echó a reír, y cuando habló su voz fue como una canción.

-¡La deidad ha venido aquí! ¡La deidad danzante ha tocado carne! ¡Oh, el cuerpo es demasiado débil para contenerla! ¡Oh, el cuerpo no puede bailar la danza de los dioses! ¡Pero oh, cuán bendito, brillante y hermoso es el cuerpo cuando la deidad está dentro de él!

Wang-mu no encontaba en absoluto hermoso lo que le estaba pasando a Peter.

-¡Sal de él! -gritó-. ¡Sal de él, Jane! ¡No tienes derecho sobre él! ¡No tienes derecho a matarlo!

En una habitación del monasterio de los Hijos de la Mente de Cristo, Ender se incorporó en la cama, los ojos abiertos pero sin ver, pues alguien los controlaba; pero por un momento habló con su propia voz, pues aquí como en ningún otro sitio su aiúa conocía la carne tan bien y era tan consciente de sí mismo que podía batallar con el intruso.

-¡Que Dios me ayude! -exclamó Ender-. ¡No tengo ningún otro sitio adonde ir! ¡Déjame algo!

¡Déjame algo!

Las mujeres congregadas a su alrededor (Valentine, Novinha, Plikt) olvidaron de inmediato sus discusiones y le pusieron las manos encima, tratando de volver a acostarlo, de calmarlo. Entonces puso los ojos en blanco, sacó la lengua, su espalda se arqueó, y se agitó tan violentamente que, a pesar de la fuerza que ejercían contra él, hubo momentos en que estuvo fuera de la cama, en el suelo, su cuerpo enredado con el de ellas, sacudiéndolas con sus manoteos convulsivos, con sus patadas, con sus cabezazos.

<¿Se apoderará entonces de mí? ¿O de algún árbol de nuestra red? No pretendíamos eso cuando nos unimos.>

<¿Ender? No, se ceñirá a su propio cuerpo, a uno de ellos, o morirá. Espera y verás.>

Jane sentía la angustia de los cuerpos que ahora gobernaba. Estaban doloridos; era algo que ella nunca había sentido. Los cuerpos se retorcían agónicos mientras la miríada de aiúas se rebelaba contra su mandato. Jane, al control ahora de tres cuerpos y tres cerebros, entre el caos y la locura de sus convulsiones reconoció que su presencia no significaba para ellos más que dolor y terror, y que ansiaban a su amado, el gobernador en quien tanto confiaban y a quien tan bien conocían que lo consideraban su propio yo. No tenían nombre para él, ya que eran demasiado pequeños y débiles para tener capacidades tales como el habla o la consciencia, pero lo conocían y sabían que Jane no era su amo. El terror y la agonía se convirtieron en el único motivo de ser y ella supo que no podía quedarse, lo supo.

Sí, podía más que ellos. Sí, tenía fuerza para seguir retorciendo, sometiendo músculos y restaurando un orden que se volvía una parodia de la vida. Pero le hizo falta todo su esfuerzo para sofocar un billón de rebeliones contra su dominio. Sin la obeciencia voluntaria de todas aquellas células, no era capaz de realizar actividades tan complejas como el pensamiento y el habla.

Y algo más: no era feliz en aquel lugar. No podía dejar de pensar en el aiúa que había expulsado. Fui atraída aquí porque lo conocía y lo amaba y le pertenecía, y ahora le he quitado todo lo que amaba y a todos los que le amaban a él. Supo, otra vez, que no pertenecía a aquel lugar.

Otros aiúas podían contentarse con gobernar contra la voluntad de aquellos a quienes gobernaban, pero ella no. No le parecía hermoso. No había alegría en ello. La vida entre los tenues hilos de los últimos ansibles había sido más feliz que esto.

Soltarse fue duro. Se rebelaba contra ella y, sin embargo, el tirón del cuerpo era extraordinariamente fuerte. Había saboreado una vida tan dulce, a pesar de su amargura y su dolor, que nunca volvería a ser la misma de antes. Le costó mucho localizar los enlaces ansible y, tras hacerlo, no pudo conectarse a ellos. Así que deambuló, se lanzó en busca de los cuerpos que temporal y dolorosamente había gobernado. Dondequiera que fuese encontraba pesar y agonía, ningún hogar.

¿Pero no saltó a alguna parte el amo de estos cuerpos? ¿Adónde fue cuando huyó de mí? Ahora había vuelto, ahora estaba restaurando la paz y la calma en los cuerpos que ella había dominado momentáneamente, ¿pero adónde había ido?

Lo encontró: un conjunto de enlaces muy distintos a las uniones mecánicas del ansible. Mientras que los ansibles parecían cables duros de metal, la red que encontró tenía un aspecto liviano, como de encaje; pero a pesar de las apariencias era fuerte y espesa. Podía saltar a ella, sí, y por eso saltó.

<¡Me ha encontrado! ¡Oh, mi amor, es demasiado fuerte para mí! ¡Es demasiado brillante y fuerte para mí!>

<¡Nos empujará, tendremos que dejarle sitio y huir, huir!>

<¡Tenía que tomar el cuerpo de la joven Val, o de Peter, o de Ender! ¡No uno de los nuestros, no uno de los nuestros!>

De repente, Valentine se quedó inmóvil como un cadáver.

-Ha muerto -susurró Ela.

-¡No! -gimió Miro, y trató de insuflarle vida por la boca hasta que la mujer tendida bajo sus manos, bajo sus labios, empezó a agitarse. Inspiró profundamente por su cuenta. Sus ojos se abrieron.

-Miro -dijo. Y entonces lloró y lloró y lloró y se abrazó a él.

Ender yacía quieto en el suelo. Las mujeres se zafaron de él, ayudándose unas a otras a ponerse de rodillas, a incorporarse, a inclinarse, a recogerlo, a llevar su magullado cuerpo de vuelta a la cama. Entonces se miraron: Valentine con un labio ensangrentado, Plikt con los arañazos de Ender en la cara, Novinha con un ojo morado.

-Una vez tuve un marido que me pegaba -dijo Novinha.

-No ha sido Ender quien luchaba con nosotras -repuso Plikt.

-Ahora es Ender-dijo Valentine.

En la cama, él abrió los ojos. ¿Las veía? ¿Cómo saberlo?

-Ender -dijo Novinha, y empezó a llorar-.

Ender, no tienes que seguir quedándote por mí. Pero si él la oyó, no dio muestras de ello.

Los samoanos lo soltaron, pues Peter ya no se agitaba. Cayó de bruces sobre la arena, donde hab��a vomitado. Wang-mu estaba a su lado; usó su propia ropa para limpiar suavemente la arena y el vómito de su rostro, de sus ojos sobre todo. En seguida un cuenco de agua limpia apareció junto a ella, puesto allí por manos desconocidas; pero no le importaba, pues sólo pensaba en Peter, en limpiarlo. Él respiraba entrecortadamente, con rapidez, pero poco a poco se calmó y acabó por abrir los ojos.

-He tenido un sueño extrañísimo -dijo.

-Calla -respondió ella.

-Un terrible dragón brillante me perseguía escupiendo fuego, y yo corría por pasillos, buscando un escondite, un escape, un protector.

La voz de Malu rugió como el mar.

-No se puede huir de un dios.

Peter volvió a hablar como si no hubiera oído al hombre santo.

-Wang-mu, por fin encontré mi escondite -extendió la mano, le tocó la mejilla, y sus ojos se clavaron en los de ella con una especie de asombro.

-Yo no -dijo Wang-mu-. No soy lo bastante fuerte para enfrentarme a ella.

-Lo sé. ¿Pero eres lo bastante fuerte para quedarte conmigo?

Jane corrió por el entramado de enlaces entre los árboles. Algunos eran poderosos, otros más débiles, tanto que habría podido derribarlos de un soplo; pero al verlos retroceder atemorizados, reconoció ese temor y se retiró. No sacó a nadie de su sitio. A veces el entramado se espesaba y endurecía y conducía hacia algo ferozmente brillante, tan brillante como ella. Esos lugares le resultaban familiares; aunque el recuerdo era vago, los reconocía: fue en esa red donde por primera vez había saltado a la vida, y como el recuerdo primigenio del nacimiento todo volvió a ella, toda la memoria largamente perdida y olvidada: Conozco a las reinas que gobiernan los nudos de estas fuertes cuerdas. De todos los aiúas que había tocado en los pocos minutos transcurridos desde su muerte, éstos eran con diferencia los más fuertes, cada uno de ellos tanto con ella al menos. Cuando las reinas colmena tejen su tela para llamar y capturar a una reina, sólo las más poderosas y ambiciosas pueden ocupar el lugar que preparan. Sólo unos cuantos aiúas tienen la capacidad de gobernar sobre miles de consciencias, de dominar otros organismos tan concienzudamente como humanos y pequeninos dominan las células de sus propios cuerpos. O quizás estas reinas colmena no eran tan capaces como ella, quizá no estaban tan ansiosas de crecer como el aiúa de Jane, pero eran más fuertes que ningún humano o pequenino, y al contrario que ellos si veían claramente y sabían lo que era y todo lo que

podía hacer y estaban preparadas. La amaban y querían que viviera; eran hermanas y madres suyas, verdaderamente; pero el lugar que ocupaban estaba lleno y no quedaba espacio para ella. Así que de las cuerdas y nudos regresó a los enlaces más frágiles de los pequeninos, a los fuertes árboles que sin embargo retrocedían ante ella porque sabían que era la más fuerte.

Y entonces advirtió que el cordón no era más fino allí donde nada había, sino donde era más delicado. Había muchos hilos delicados, quizá más, pero formaban una tela diáfana, tan sutil que el burdo contacto de Jane podría romperla; sin embargo los tocó y no se rompieron, y siguió los hilos hasta un lugar rebosante de vida, lleno de cientos de vidas pequeñas que gravitaban al borde de la consciencia aunque no listas todavía para dar el salto. Y bajo todas ellas, cálido y amoroso, un aiúa fuerte a su modo, pero no tanto como Jane. No, el aiúa de la madre-árbol era fuerte pero no ambicioso. Era parte de cada vida que habitaba en su piel, en la oscuridad del corazón del árbol o en el exterior, arrastrándose a la luz y atendiéndose para despertar y vivir y liberarse y cobrar consciencia. Y era fácil liberarse de él, pues el aiúa de la madre-árbol no esperaba nada de sus hijos, amaba su independencia tanto como había amado su dependencia.

Era fecunda, con venas repletas de savia, un esqueleto de madera, hojas titilantes bañadas de luz, raíces que se hundían en mares e agua cargados de nutrientes. Se alzaba quieta en el centro de su delicada tela, fuerte y proveedora, y cuando Jane se acercó la miró como miraba a cualquier hijo perdido. Retrocedió y le hizo sitio, dejó que Jane saboreara su vida, dejó que Jane compartiera el misterio de la clorofila y la celulosa. Había espacio para más de uno.

Y Jane, por su parte, tras haber sido invitada, no abusó del privilegio. No se quedó mucho tiempo en ninguna madre-árbol, pero visitó y bebió la vida y compartió la obra de cada madre-árbol, y luego siguió adelante, de una a otra, danzando a lo largo de la diáfana y ahora los padres-árbol ya no retrocedían ante ella, pues era mensajera de las madres, era su voz, compartía su vida y sin embargo era distinta porque podía hablar, podía ser su consciencia.

Un millar de madres-árbol de todo el mundo y las madres-árbol que crecían en lejanos planetas encontraron su voz en Jane, y todas ellas se regocijaron de la nueva vida, más intensa, que disfrutaban porque Jane estaba allí.

<¡No, no, no la apartes de nosotros! ¡Por primera vez podemos oír a las madres-árbol y son hermosas!>

<¿Entonces qué pasará ahora?>

Un hombre llamado Olhado a causa de sus ojos mecánicos se encontraba en el bosque con sus hijos. Habían ido de excursión con los pequeninos que eran amigos de sus hijos; pero entonces comenzaron a sonar tambores, sonó la voz rítmica de los padres-árbol y los pequeninos se levantaron atemorizados.

El primer pensamiento de Olhado fue: «Fuego.» Pues no hacía mucho que los humanos, llenos de odio y de miedo, habían quemado los grandes árboles antiguos que allí se alzaban. El incendio provocado por los humanos había matado a todos los padres-árbol excepto a Humano y Raíz, que se encontraban a cierta distancia del resto; había matado a la vieja madre-árbol. Pero ahora crecían nuevos brotes de los cadáveres de los muertos. Los pequeninos asesinados pasaban a la Tercera Vida. Y Olhado sabía que en algún lugar de este nuevo bosque crecía una nueva madre-árbol, sin duda todavía frágil, pero con un tronco lo bastante grueso para su apasionada y desesperada primera camada de bebés que se arrastraban en el oscuro hueco de su vientre de madera. El bosque había sido asesinado, pero estaba vivo otra vez. Y entre los incendiarios se hallaba el propio hijo de Olhado, Nimbo; demasiado joven para comprender lo que hacía, creyó a ciegas en los demagógicos discursos de su tío Grego hasta que estuvo a punto de morir. Cuando Olhado se enteró de lo que había hecho se avergonzó, consciente de no haber educado bien a aquel hijo. Fue entonces cuando empezaron sus visitas al bosque. No era demasiado tarde. Sus hijos crecerían conociendo tan bien a los pequeninos que hacerles daño les resultaría impensable.

Sin embargo volvía a haber miedo en este bosque, y el propio Olhado se sintió repentinamente atemorizado. ¿Qué podía ser? ¿Cuál era la advertencia de los padres-árbol? ¿Qué invasor los había atacado?

El pánico sólo duró unos instantes. Luego los pequeninos oyeron a los padres-árbol decir algo que les hizo empezar a adentrarse en el corazón del bosque. Los hijos de Olhado se dispusieron a seguirlos, pero él se lo impidió con un gesto. Sabía que la madre-árbol estaba en el lugar al cual se dirigían los pequeninos, en el centro del bosque, y que no era adecuado que los humanos fueran allí.

-Mira, padre -dijo su hija más pequeña-. Sembrador nos llama.

Así era. Olhado asintió entonces, y siguieron a Sembrador por el joven bosque hasta el mismo lugar donde Nimbo había tomado parte en la quema de la vieja madre-árbol. Su cadáver calcinado todavía se alzaba al cielo, pero a su lado crecía la nueva madre, delgada en comparación, pero más gruesa ya que los hermanos-árbol recién brotados. Sin embargo, Olhado no se asombró de su grosor, ni de la gran altura que había alcanzado en tan poco tiempo, ni del tupido dosel de hojas que ya se extendía proyectando sombras sobre el claro. No, le asombró la extraña luz danzante que recorría el tronco arriba y abajo, allí donde la corteza era fina: una luz tan blanca y deslumbrante que apenas podía mirarla. A veces le parecía que no era más que una pequeña luz que se movía tan rápido que hacía brillar todo el árbol antes de regresar para empezar de nuevo su recorrido; a veces parecía que todo el árbol estuviera iluminado, latiendo como si contuviera un volcán de vida a punto de entrar en erupción. El brillo se extendía por las ramas de árbol hasta las más delgadas; las hojas titilaban con ella; y las sombras velludas de los bebés pequeninos se arrastraban más rápidamente por el tronco de lo que Olhado hubiese creído posible. Era como si una pequeña estrella se hubiera asentado dentro del árbol.

No obstante, pasada la novedad de la luz cegadora, Olhado advirtió algo más; advirtió, de hecho, aquello que más asombraba a los pequeninos: había capullos en el árbol; algunos ya habían florecido y ya crecía la fruta, de un modo visible.

-Creía que los árboles no podían dar frutos -dijo Olhado en voz baja.

-No podían -respondió Sembrador-. La descolada los privó de eso.

-¿Pero qué es esto? ¿Por qué hay luz dentro del árbol? ¿Por qué crece la fruta?

-El padre-árbol Humano dice que Ender ha traído a su amiga hasta nosotros, la que se llama Jane. Está visitando a las madres-árbol de todos los bosques. Pero ni siquiera él nos habló de estos frutos.

-¡Huelen tan fuerte! -dijo Olhado-. ¿Cómo pueden madurar tan rápido? Su aroma es tan fuerte, dulce y apetecible que casi puedo saborearlos sólo oliendo el perfume de los capullos, de la fruta madura.

-Recuerdo este olor -dijo Sembrador-. Nunca en mi vida lo había olido porque ningún árbol había florecido antes y ninguna fruta había crecido; pero reconozco este olor. Es el olor de la vida, de la alegría.

-Entonces cómete uno -le respondió Olhado-. Mira... uno ya está maduro, aquí, a tu alcance. - Olhado levantó la mano, pero entonces vaciló-. ¿Puedo? -preguntó-. ¿Puedo coger un fruto de la madre-árbol? No para comérmelo yo... para ti.

Sembrador asintió con todo el cuerpo.

-Por favor -susurró.

Olhado cogió la brillante fruta. ¿Temblaba en su mano? ¿O era él mismo quien temblaba? Olhado agarró la fruta, firmemente pero con suavidad, y la arrancó con cuidado del árbol.

Se desprendió fácilmente. Se agachó y se la dio a Sembrador, quien inclinó la cabeza y la cogió reverentemente, se la llevó a los labios, la lamió y luego abrió la boca.

Abrió la boca y mordió. El jugo de la fruta brilló en sus labios; se los lamió. Masticó. Tragó.

Los otros pequeninos lo observaron. Les tendió la fruta. Uno a uno se acercaron a él, hermanos y esposas, se acercaron y probaron.

Y cuando esa fruta se acabó, empezaron a escalar el árbol resplandeciente, a coger la fruta y compartirla y comerla hasta que ya no pudieron comer más. Y entonces cantaron. Olhado y sus hijos se quedaron toda la noche para escucharlos cantar. Los habitantes de Milagro oyeron el sonido, y muchos de ellos acudieron, a la débil luz del anochecer, siguiendo el brillo del árbol para encontrar el lugar donde los pequeninos, llenos de la fruta que sabía a alegría, cantaban la canción de su felicidad. Y el árbol, en el centro, era parte de la canción. El aiúa cuya fuerza y fuego hacía que el árbol se sintiera ahora mucho más vivo que nunca, bailaba dentro de él, por todas sus sendas internas un millar de veces por segundo.

Un millar de veces por segundo ella bailaba en este árbol y en todos los árboles de todos los mundos donde crecían bosques pequeninos, y cada madre-árbol que visitó reventó de capullos y frutos, y los pequeninos los comían y olían el aroma de la fruta, y cantaban. Era una canción antigua cuyo significado habían olvidado hacía mucho pero que ahora reconocían y no podían cantar otra cosa: era la canción de la estación de la cosecha y el festín. Habían pasado tanto tiempo sin una cosecha que se habían olvidado de lo que era. Pero ahora reconocieron lo que la descolada les había robado. Lo que se había perdido había vuelto a ser encontrado. Y aquellos que tenían hambre sin conocer el nombre de su hambre, fueron alimentados.