Explicación
Hasta donde podía ver, el mundo entero desplegaba la misma exuberante riqueza que el valle del Támesis. Desde cada colina a la que yo subía, vi la misma profusión de edificios espléndidos, infinitamente variados de materiales y de estilos; los mismos amontonamientos de árboles de hoja perenne, los mismos árboles cargados de flores y los mismos altos helechos. Aquí y allá el agua brillaba como plata, y más lejos la tierra se elevaba en azules ondulaciones de colinas, y desaparecía así en la serenidad del cielo. Un rasgo peculiar que pronto atrajo mi atención fue la presencia de ciertos pozos circulares, varios de ellos, según me pareció, de una profundidad muy grande. Uno se hallaba situado cerca del sendero que subía a la colina, y que yo había seguido durante mi primera caminata. Como los otros, estaba bordeado de bronce, curiosamente forjado, y protegido de la lluvia por una pequeña cúpula. Sentado sobre el borde de aquellos pozos, y escrutando su oscuro fondo, no pude divisar ningún centelleo de agua, ni conseguir ningún reflejo con la llama de una cerilla. Pero en todos ellos oí cierto ruido: un toc-toc-toc, parecido a la pulsación de alguna enorme máquina; y descubrí, por la llama de mis cerillas, que una corriente continua de aire soplaba abajo, dentro del hueco de los pozos. Además, arrojé un pedazo de papel en el orificio de uno de ellos; y en vez de descender revoloteando lentamente, fue velozmente aspirado y se perdió de vista.
También, después de un rato, llegué a relacionar aquellos pozos con altas torres que se elevaban aquí y allá sobre las laderas; pues había con frecuencia por encima de ellas es, misma fluctuación que se percibe en un día caluroso sobre una playa abrasada por el sol. Enlazando estas cosas, llegué a la firme presunción de un amplio sistema de ventilación subterránea, cuya verdadera significación érame dificil imaginar. Me incliné al principio a asociarlo con la instalación sanitaria de aquellas gentes. Era una conclusión evidente, pero absolutamente equivocada.
Y aquí debo admitir que he aprendido muy poco de desagües, de campanas y de modos de transporte, y de comodidades parecidas, durante el tiempo de mi estancia en aquel futuro real. En algunas de aquellas visiones de Utopía[1] y de los tiempos por venir que he leído, hay una gran cantidad de detalles sobre la construcción, las ordenaciones sociales y demás cosas de ese género. Pero aunque tales detalles son bastante fáciles de obtener cuando el mundo entero se halla contenido en la sola imaginación, son por completo inaccesibles para un auténtico viajero mezclado con la realidad, como me encontré allí.
¡Imagínense ustedes lo que contaría de Londres un negro recién llegado del África central al regresar a su tribu! ¿Qué podría él saber de las compañías de ferrocarriles, de los movimientos sociales, del teléfono y el telégrafo, de la compañía de envío de paquetes a domicilio, de los giros postales y de otras cosas parecidas?
¡Sin embargo, nosotros accederíamos, cuando menos, a explicarle esas cosas! E incluso de lo que él supiese, ¿qué le haría comprender o creer a su amigo que no hubiese viajado? ¡Piensen, además, qué escasa
distancia hay entre un negro y un blanco de nuestro propio tiempo, y qué extenso espacio existía entre aquellos seres de la Edad de oro y yo! Me daba cuenta de muchas cosas invisibles que contribuían a mi bienestar; pero salvo por una impresión general de organización automática, temo no poder hacerles comprender a ustedes sino muy poco de esa diferencia.
En lo referente a la sepultura, por ejemplo, no podía yo ver signos de cremación, ni nada que sugiriese tumbas. Pero se me ocurrió que, posiblemente, habría cementerios (u hornos crematorios) en alguna parte, más allá de mi línea de exploración. Fue ésta, de nuevo, una pregunta que me planteé deliberadamente y mi curiosidad sufrió un completo fracaso al principio con respecto a ese punto. La cosa me desconcertaba, y acabé por hacer una observación ulterior que me desconcertó más aún: que no había entre aquella gente ningún ser anciano o achacoso.
Debo confesar que la satisfacción que sentí por mi primera teoría de una civilización automática y de una Humanidad en decadencia, no duró mucho tiempo. Sin embargo, no podía yo imaginar otra. Los diversos enormes palacios que había yo explorado eran simples viviendas, grandes salones comedores y amplios dormitorios. No pude encontrar ni máquinas ni herramientas de ninguna clase. Sin embargo, aquella gente iba vestida con bellos tejidos, que deberían necesariamente renovar de vez en cuando, y sus sandalias, aunque sin adornos, eran muestras bastante complejas de labor metálica. De un modo o de otro tales cosas debían ser fabricadas. Y aquella gentecilla no revelaba indicio alguno de tendencia creadora. No había tiendas, ni talleres, ni señal ninguna de importaciones entre ellos. Gastaban todo su tiempo en retozar lindamente, en bañarse In el río, en hacerse el amor de una manera semijuguetona, en comer frutas y en dormir. No pude ver cómo se conseguía que las cosas siguieran marchando.
Volvamos, entonces, a la Máquina del Tiempo: alguien, no sabía yo quién, la había encerrado en el pedestal hueco de la Esfinge Blanca. ¿Por qué? A fe mía no pude imaginarlo. Había también aquellos pozos sin agua, aquellas columnas de aireación. Comprendí que me faltaba una pista. Comprendí..., ¿cómo les explicaría aquello? Supónganse que encuentran ustedes una inscripción, con frases aquí y allá en un excelente y claro inglés, e, interpoladas con esto, otras compuestas de palabras, incluso de letras, absolutamente desconocidas para ustedes. ¡Pues bien, al tercer día de mi visita, así era como se me presentaba el mundo del año 802.701 !
Ese día, también, me eché una amiga... en cierto modo. Sucedió que, cuando estaba yo contemplando a algunos de aquellos seres bañándose en un bajío, uno de ellos sufrió un calambre, y empezó a ser arrastrado por el agua. La corriente principal era más bien rápida, aunque no demasiado fuerte para un nadador regular. Les daré a ustedes una idea, por tanto, de la extraña imperfección de aquellas criaturas, cuando les diga que ninguna hizo el más leve gesto para interitar salvar al pequeño ser que gritando débilmente se estaba ahogando ante sus ojos. Cuando me di cuenta de ello, me despojé rápidamente de la ropa, y vadeando el agua por un sitio más abajo, agarré aquella cosa menuda y la puse a salvo en la orilla. Unas ligeras fricciones [1] sus miembros la reanimaron pronto, y tuve la satisfacción de verla completamente bien antes de separarme de ella. Tenía tan poca estimación por los de su raza que no esperé ninguna gratitud de la muchachita. Sin embargo, en esto me equivocaba.
Lo relatado ocurrió por la mañana. Por la tarde encontré a mi mujercilla -eso supuse que era- cuando regresaba yo hacia mi centro de una exploración. Me recibió con gritos de deleite, y me ofreció una gran guirnalda de flores, hecha evidentemente para mí. Aquello impresionó mi imagina
Es muy posible que me sintiese solo-Sea como fuere, hice cuanto pude para mostrar mi reconocimiento por si, regalo. Pronto estuvimos sentados juntos bajo un árbol sosteniendo una conversación compuesta principalmente de sonrisas. La amistad de aquella criatura me afectaba exactamente como puede afectar la de una niña. Nos dábamos flores uno a otro, y ella me besaba las manos. Le besé yo también las suyas. Luego intenté hablar y supe que se llamaba Weena, nombre que a pesar de no saber yo lo que significaba me pareció en cierto modo muy apropiado. Este fue el comienzo de una extraña amistad que duró una semana, ¡y que terminó como les diré!
Era ella exactamente parecida a una niña. Quería estar siempre conmigo. Intentaba seguirme por todas partes, y en mi viaje siguiente sentí el corazón oprimido, teniendo que dejarla, al final, exhausta y llamándome quejumbrosamente, Pues érame preciso conocer a fondo los problemas de aquel mundo. No había llegado, me dije a mí mismo, al futuro para mantener un flirteo en miniatura. Sin embargo, su angustia cuando la dejé era muy grande, sus reproches al separarnos eran a veces frenéticos, y creo
plenamente que sentí tanta inquietud como consuelo con su afecto. Sin embargo, significaba ella, de todos modos, un gran alivio para mí. Creí que era un simple cariño infantil el que la hacía apegarse a mí. Hasta que fue demasiado tarde, no supe claramente qué pena le había infligido al abandonarla. Hasta entonces no supe tampoco claramente lo que era ella para mí. Pues, por estar simplemente en apariencia enamorada de mí, por su manera fútil de mostrar que yo le preocupaba, aquella humana muñequita pronto dio a mi regreso a las proximidades de la Esfinge Blanca casi el sentimiento de la vuelta al hogar; y acechaba la aparición de su delicada figurita, blanca y oro, no bien llegaba yo a la colina.
Por ella supe también que el temor no había desaparecido aún de la tierra. Mostrábase ella bastante intrépida durante el día y tenía una extraña confianza en mi; pues una vez, en un momento estúpido, le hice muecas amenazadoras y, ella se echó a reír simplemente. Pero le amedrentaban la oscuridad, las sombras, las cosas negras. Las tinieblas eran para ella la única cosa aterradora. Era una emoción singularmente viva, y esto me hizo meditar y observarla. Descubrí, entonces, entre otras cosas, que aquellos seres se congregaban dentro de las grandes casas, al anochecer, y dormían en grupos. Entrar donde ellos estaban sin una luz les llenaba de una inquietud tumultuosa. Nunca encontré a nadie de puertas afuera, o durmiendo solo de puertas adentro, después de ponerse el sol. Sin embargo, fui tan estúpido que no comprendí la lección de ese temor, y, pese a la angustia de Weena, me obstiné en acostarme apartado de aquellas multitudes adormecidas.
Esto le inquietó a ella mucho, pero al final su extraño afecto por mí triunfó, y durante las cinco noches de nuestro conocimiento, incluyendo la última de todas, durmió ella con la cabeza recostada sobre mi brazo. Pero mi relato se me escapa mientras les hablo a ustedes de ella. La noche anterior a su salvación debía despertarme al amanecer. Había estado inquieto, soñando muy desagradablemente que me ahogaba, y que unas anémonas de mar me palpaban la cara con Sus blandos apéndices. Me desperté sobresaltado, con la extraña sensación de que un animal gris acababa de huir de la habitación. Intenté dormirme de nuevo, pero me sentía desasosegado y a disgusto. Era esa hora incierta y gris en que las cosas acaban de surgir de las tinieblas, cuando todo el incoloro y se recorta con fuerza, aun pareciendo irreal. Me levanté, fui al gran vestíbulo y llegué así hasta las losas de Piedra delante del palacio. Tenía intención, haciendo virtud de la necesidad, de contemplar la salida del sol.
La luna se ponía, y su luz moribunda y las primeras Palideces del alba se mezclaban en una semiclaridad fantasmal. Los arbustos eran de un negro tinta, la tierra de un gris oscuro, el cielo descolorido y triste. Y sobre la colina creía ver unos espectros. En tres ocasiones distintas, mientras escudriñaba la ladera, vi unas figuras blancas. Por dos veces me pareció divisar una criatura solitaria, blanca, con el aspecto de un mono, subiendo más bien rápidamente Por la colina, y una vez cerca de las ruinas vi tres de aquellas figuras arrastrando un cuerpo oscuro. Se movían velozmente. Y no pude ver qué fue de ellas. Parecieron desvanecerse entre los arbustos. El alba era todavía incierta, como ustedes comprenderán. Y tenía yo esa sensación helada, confusa, del despuntar del alba que ustedes conocen tal vez. Dudaba de mis ojos.
Cuando el cielo se tornó brillante al este, y la luz del sol subió y esparció una vez más sus vivos colores sobre el mundo, escruté profundamente el paisaje, pero no percibí ningún vestigio de mis figuras blancas. Eran simplemente seres de la media luz. «Deben de haber sido fantasmas -me dije. Me pregunto qué edad tendrán.» Pues una singular teoría de Grant Allen[2] vino a mi mente, y me divirtió. Si cada generación fenece y deja fantasmas, argumenta él, el mundo al final estará atestado de ellos. Según esa teoría habrían crecido de modo innumerable dentro de unos ochocientos mil años a contar de esta fecha, y no sería muy sorprendente ver cuatro a la vez. Pero la broma no era convincente y me pasé toda la mañana pensando en aquellas figuras, hasta que gracias a Weena logré desechar ese pensamiento. Las asocié de una manera vaga con el animal blanco que había yo asustado en mi primera y ardorosa busca de la Máquina del Tiempo.
Pero Weena era una grata sustituta. Sin embargo, todas ellas estaban destinadas pronto a tomar una mayor y más implacable posesión de mi espíritu.
Creo haberles dicho cuánto más calurosa que la nuestra era la temperatura de esa Edad de Oro. No puedo explicarme por qué. Quizá el sol era más fuerte, o la tierra estaba más cerca del sol. Se admite, por lo general, que el sol se irá enfriando constantemente en el futuro. Pero la gente, poco familiarizada con teorías tales como las de Darwin[3], olvida que los planetas¡ deben finalmente volver a caer uno por uno dentro de la masa que los engendró. Cuando esas catástrofes ocurran, el sol llameará con renovada energía; y puede que algún planeta interior haya sufrido esa suerte. Sea cual fuere la razón, persiste el hecho de que el sol era mucho más fuerte que el que nosotros conocemos.
Bien, pues una mañana muy calurosa -la cuarta, creo, de mi estancia-, cuando intentaba resguardarme del calor y de la reverberación entre algunas ruinas colosales cerca del gran edificio donde dormía y comía, ocurrió una cosa extraña. Encaramándome sobre aquel montón de mampostería, encontré una estrecha galería, cuyo final y respiradero laterales estaban obstruidos por masas de piedras caídas. En contraste con la luz deslumbrante del exterior, me pareció al principio de una oscuridad impenetrable. Entré a tientas, pues el cambio de la luz a las tinieblas hacía surgir manchas flotantes de color ante mí. De repente me detuve como hechizado. Un par de ojos, luminosos por el reflejo de la luz de afuera, me miraba fijamente en las tinieblas.
El viejo e instintivo terror a las fieras se apoderó nuevamente de mí. Apreté los puños y miré con decisión aquellos brillantes ojos. Luego, el pensamiento de la absolu_ ta seguridad en que la Humanidad parecía vivir se apareció a mi mente. Y después recordé aquel extraño terror a las tinieblas. Dominando mi pavor hasta cierto punto, avancé un paso y hablé. Confesaré que mi voz era bronca e insegura. Extendí la mano y toqué algo suave. Inmediatamente los ojos se apartaron y algo blanco huyó rozándome. Me volví con el corazón en la garganta, y vi una extraña figurilla de aspecto simiesco, sujetándose la cabeza de una manera especial, cruzar corriendo el espacio iluminado por el sol, a mi espalda. Chocó contra un bloque de granito, se tambaleó, y en un instante se ocultó en la negra sombra bajo otro montón de escombros de las -ruinas.
La impresión que recogí de aquel ser. fue, naturalmente, imperfecta; pero sé que era de un blanco desvaído, y, que tenía unos ojos grandes y extraños de un rojo grisáceo, y también unos cabellos muy rubios que le caían por la espalda. Pero, como digo, se movió con demasiada rapidez para que pudiese verle con claridad. No puedo siquiera decir si corría a cuatro pies, o tan sólo manteniendo sus antebrazos muy bajos. Después de unos instantes de detención le seguí hasta el segundo montón de ruinas. No pude encontrarle al principio; pero después de un rato entre la profunda oscuridad, llegué a una de aquellas aberturas redondas y parecidas a un pozo de que ya les he hablado a ustedes, semiobstruida por una columna derribada. Un pensamiento repentino vino a mi mente. ¿Podría aquella Cosa haber desaparecido por dicha abertura abajo? Encend�� una cerilla y, mirando hasta el fondo, vi agitarse una pequeña y blanca criatura con unos ojos brillantes que me miraban fijamente. Esto me hizo estremecer. ¡Aquel ser se asemejaba a una araña humana! Descendía por la pared y divisé ahora por primera vez una serie de soportes y de asas de metal formando una especie de escala, que se hundía en la abertura. Entonces la llama me quemó los dedos y la solté, apagándose al caer; y cuando encendí otra, el pequeño monstruo había desaparecido.
No sé cuánto tiempo permanecí mirando el interior de aquel pozo. Necesité un rato para conseguir convencerme a mí mismo de que aquella cosa entrevista era un ser humano. Pero, poco a poco, la verdad se abrió paso en mí: el Hombre no había seguido siendo una especie única, sino que se había diferenciado en dos animales distintos; las graciosas criaturas del Mundo Superior no eran los solos descendientes de nuestra generación, sino que aquel ser, pálido, repugnante, nocturno, que había pasado fugazmente ante mí, era también el heredero de todas las edades.
Pensé en las columnas de aireación y en mi teoría de una ventilación subterránea. Empecé a sospechar su verdadera importancia. ¿Y qué viene a hacer, me pregunté, este Lémur en mi esquema de una organización perfectamente equilibrada? ¿Qué relación podía tener con la indolente serenidad de los habitantes del Mundo Superior? ¿Y qué se ocultaba debajo de aquello en el fondo de aquel pozo? Me senté sobre el borde diciéndome que, en cualquier caso, no había nada que temer, y que debía yo bajar allí para solucionar mis apuros. ¡Y al mismo tiempo me aterraba en absoluto bajar! Mientras vacilaba, dos de los bellos seres del Mundo Superior llegaron corriendo en su amoroso juego desde la luz del sol hasta la sombra. El varón perseguía a la hembra, arrojándole flores en su huida.
Parecieron angustiados de encontrarme, con mi brazo apoyado contra la columna caída, y escrutando el pozo. Al parecer, estaba mal considerado el fijarse en aquellas aberturas; pues cuando señalé ésta junto a la cual estaba yo e intenté dirigirles una pregunta sobre ello en su lengua, se mostraron más angustiados aún y se dieron la vuelta. Pero les interesaban mis cerillas, y encendí unas cuantas para divertirlos. Intenté de nuevo preguntarles sobre el pozo, Y fracasé otra vez. Por eso los dejé en seguida, a fin de ir en busca de Weena, y ver qué podía sonsacarle. Pero Mi mente estaba ya trastornada; mis conjeturas e impresiones se deslizaban y enfocaban hacia una nueva interpretación. Tenía ahora una pista para averiguar la importancia de aquellos pozos, de aquellas torres de ventilación, de aquel misterio de los fantasmas; ¡y esto sin mencionar la indicación relativa al significado de las puertas de bronce y de la suerte de la Máquina del
Tiempo! Y muy vagamente hallé una sugerencia acerca de la solución del problema económico que me había desconcertado.
He aquí mi nuevo punto de vista. Evidentemente, aquella segunda especie humana era subterránea. Había en especial tres detalles que me hacían creer que sus raras apariciones sobre el suelo eran la consecuencia de una larga y continuada costumbre de vivir bajo tierra. En primer lugar, estaba el aspecto lívido común a la mayoría de los animales que viven prolongadamente en la oscuridad; el pez blanco de las grutas del Kentucky, por ejemplo. Luego, aquellos grandes ojos con su facultad de reflejar la luz son rasgos comunes en los seres nocturnos, según lo demuestran el búho y el gato. Y por último, aquel patente desconcierto a la luz del sol, y aquella apresurada y, sin embargo, torpe huida hacia la oscura sombra, y aquella postura tan particular de la cabeza mientras estaba a la luz, todo esto reforzaba la teoría de una extremada sensibilidad de la retina.
Bajo mis pies, por tanto, la tierra debía estar inmensamente socavada y aquellos socavones eran la vivienda de a Nueva Raza. La presencia de tubos de ventilación y de los pozos a lo largo de las laderas de las colinas, por todas partes en realidad, excepto a lo largo del valle por donde corría el río, revelaba cuán universales eran sus ramificaciones. ¿No era muy natural, entonces, suponer que era en aquel Mundo Subterráneo donde se hacía el trabajo necesario para la comodidad de la raza que vivía a la luz del sol? La explicación era tan plausible que la acepté inmediatamente y llegué hasta imaginar el porqué de aquella diferenciación de la especie humana. Me atrevo a creer que prevén ustedes la hechura de mi teoría, aunque pronto comprendí por mí mismo cuán alejada estaba de la verdad.
Al principio, procediendo conforme a los problemas de nuestra propia época, parecíame claro como la luz del día que la extensión gradual de las actuales diferencias meramente temporales y sociales entre el Capitalista y el Trabajador era la clave de la situación entera. Sin duda les parecerá a ustedes un tanto grotesco -¡y disparatadamente increíble!-, y, sin embargo, aun ahora existen circunstancias que señalan ese camino. Hay una tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los fines menos decorativos de la civilización; hay, por ejemplo, en Londres el Metro, hay los nuevos tranvías eléctricos, hay pasos subterráneos, talleres y restaurantes subterráneos, que aumentan y se multiplican. «Evidentemente -pensé- esta tendencia ha crecido hasta el Punto que la industria ha perdido gradualmente su derecho de existencia al aire libre.» Quiero decir que se había extendido cada vez más profundamente y cada vez en más y más amplias fábricas subterráneas ¡consumiendo una cantidad de tiempo sin cesar creciente, hasta que al final ...
! Aun hoy día, ¿es que un obrero del East End[4] no vive en condiciones de tal modo artificiales que, prácticamente, está separado de la superficie natural de la tierra?
Además, la tendencia exclusiva de la gente rica -debida, sin duda, al creciente refinamiento de su educación y al amplio abismo en aumento entre ella y la ruda violencia de la gente pobre- la lleva ya a acotar, en su interés, considerables partes de la superficie del país. En lo, alrededores de Londres, por ejemplo, tal vez la mitad de los lugares más hermosos están cerrados a la intrusión. Y ese mismo abismo creciente que se debe a los procedimientos más largos s, costosos de la educación superior y a las crecientes facilidades y tentaciones por parte de los ricos, hará que cada vez sea menos frecuente el intercambio entre las clases y el ascenso en la posición social por matrimonios entre ellas, que retrasa actualmente la división de nuestra especie a lo largo de líneas de estratificación social. De modo que, al final, sobre el suelo habremos de tener a los Poseedores, buscando el placer, el bienestar y la belleza, y debajo del suelo a los No Poseedores; los obreros se adaptan continuamente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí, tuvieron, sin duda, que pagar un canon nada reducido por la ventilación de sus cavernas; y si se negaban, los mataban de hambre o los asfixiaban para hacerles pagar los atrasos. Los que habían nacido para ser desdichados o rebeldes, murieron; y finalmente, al ser permanente el equilibrio, los supervivientes acabaron por estar adaptados a las condiciones de la vida subterránea y tan satisfechos en su medio como la gente del Mundo Superior en el suyo. Por lo que, me parecía, la refinada belleza y la palidez marchita seguíanse con bastante naturalidad.
El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y sobre el prójimo. Esto, debo advertirlo a ustedes, era mi teoría de aquel momento. No tenla ningún guía adecuado como ocurre en los libros utópicos. Mi explicación puede ser errónea por completo. Aunque creo que es la más plausible. Pero, aun suponiendo esto, la civilización
equilibrada que había sido finalmente alcanzada debía haber sobrepasado hacía largo tiempo su cenit, y haber caído en una profunda decadencia. La seguridad demasiado perfecta de los habitantes del Mundo Superior los había llevado, en un pausado movimiento de degeneración, a un aminoramiento general de estatura, de fuerza e inteligencia. Eso podía yo verlo ya con bastante claridad. Sin embargo, no sospechaba aún lo que había ocurrido a los habitantes del Mundo Subterráneo, pero por lo que había visto de los Morlocks -que era el nombre que daban a aquellos seres podía imaginar que la modificación del tipo humano era aún más profunda que entre los Eloi, la raza que ya conocía.
Entonces surgieron los Morlocks, unas dudas fastidiosas. ¿Por qué habían cogido mi Máquina del Tiempo? Pues estaba seguro de que eran ellos quienes la habían cogido. ¿Y por qué, también, si los Eloi eran los amos, no podían devolvérmela? ¿Y por qué sentían un miedo tan terrible de la oscuridad? Empecé, como ya he dicho, por interrogar a Weena acerca de aquel Mundo Subterráneo, pero de nuevo quedé defraudado. Al principio no comprendió mis pregunta, y luego se negó a contestarlas. Se estremecía como si el tema le fuese insoportable. Y cuando la presioné, quizá un poco bruscamente, se deshizo en llanto. Fueron las únicas lágrimas, exceptuando las mías, que vi jamás en la Edad de Oro. Viéndolas cesé de molestarla sobre los Morlocks, y me dediqué a borrar de los ojos de Weena aquellas muestras de su herencia humana. Pronto sonrió, aplaudiendo con sus manitas, mientras yo encendía solemnemente una cerilla.
[11 Utopía, obra escrita en 1516 por el inglés Thomas More (1478-1535), que presenta un sistema ideal de gobierno y considera la propiedad privada como fuente de todos los males
[21 Charles Grant Blairfindie, llamado Grant Allen (1848-1899), naturalista y novelista inglés. Discípulo de Spencer y autor de varias novelas.
[3] No se refiere al célebre naturalista inglés Charles Darwin y a sus teorías sobre la evolución de las especies, sino a su hijo sir George Howard Darwin (1845-1912), profesor de física y astronomía en Cambridge y autor de varias obras científicas sobre astronomía.
[4] Barrios industriales y populares de la parte oriental de Londres, o bajo nivel de vida contrasta con los opulentos barrios residenciales del West End.