Era hora de actuar.
Se levantó del suelo lentamente, aún seguía un poco somnoliento por la espera; tomó la máscara que tenía a su lado, se la puso, respiró hondo y, extendiendo la mano, hizo aparecer un pequeño punto de luz que al rato se convirtió en la llama que alimentaría la hoguera de esa noche. Dio un paso frente a la hoguera y comenzó a saltar de lado a lado, girando de repente, y tarareó una canción que cuya letra había quedado olvidada en el pasado.
Oyó pasos acercándose. No pudo evitar sonreír debajo de la máscara.
-¡Acercaos! -invitó a los dueños de los pasos.
Desde la lejanía pudo ver a docenas de niños acercándose, muchos parecían agotados, otros un poco asustados, pero todos rebozaban de vida. No podía estar más orgulloso, sentía que el pecho se le henchía de tan solo ver las pequeñas sombras acercándose a la hoguera. Extendió su mano a modo de invitación.
-¡Acercaos, pequeños! ¡No temáis de este viejo hombre!
Siguió tarareando esa vieja canción en lo que los niños se acercaban para verlo, y no calló hasta que vio que todos habían tomado asiento y estaban absortos en sus movimientos. No podía ser una elección más perfecta de asistentes. Con un salto hizo tintinear las cuentas de sus collares, todos plagados de huesos que no tenía la menor idea de a quiénes podían pertenecer; dio otro salto, esta vez con mayor impulso, haciendo que las trenzas que colgaban de la máscara lo acompañaran en el salto. Tomó aire y siguió con su acto, ya nadie podía escapar de él.
-La historia que os voy a contar os sorprenderá.
Se movió ágil frente a la hoguera dando la impresión de haberse deslizado entre las llamas.
-Y quizás os arrebate el aliento.
Cuentan historias de antaño, más viejas que el mismo Ankhor, la existencia de cuatro magos más poderosos que ejércitos completos, más inteligentes que los estrategas de los reyes, más grandes que cualquier otro ser; y junto a ellos sus aprendices, uno junto a cada mago.
Los magos amaban al mundo. Les fascinaba todo lo existente, los misterios que ocultaba, los descubrimientos que podían enseñar aún más… lo amaban por completo. Anhelaban tenerlo todo de este mundo, y por eso nunca pudieron ser amados de vuelta. Fueron tratados de monstruos, enemigos de la vida, jinetes del caos, el mal en persona.
Con estas palabras acabaron diciendo: "Para qué esperar que nos quiera este mundo, si podemos crear un mundo que nos ame". Y así acabaron creando Ankhor, bosque y hogar de todo aquello que se cree un mito para el mundo que nunca amó a los magos, residencia de criaturas milenarias aburridas de ser usadas por capricho de los demás.
Bello Ankhor. Árboles sangrientos crecen en ti. Lágrimas calladas te regaron. Sueños nacen y mueren cada día bajo tu sombra.
Hizo una pausa para ver cómo iba su acto.
Tres de los niños yacían recostados en el suelo, sus ojos ya no tenían ese bello brillo de cuando llegaron. Los demás tenían la boca entreabierta, aún quedaba un poco de vitalidad en esas cuencas que esperaba ver vacías.
Dio un giro y continuó.
Pero los magos sabían que no eran seres inmortales, y por eso decidieron encomendar Ankhor a sus queridos aprendices. Para cuando se tomó esa decisión los aprendices tenían aprendices, por lo que el deber desde ese momento sería heredado de padre a hijo, madre a hija, padre a hija, madre a hijo. Se volverían los guardianes eternos de Ankhor, de ese bello mundo que tanto amaban esos magos.
El aprendiz más viejo fue encomendado con la vida y muerte de todo aquello que perteneciese a Ankhor.
Al que le precedía se le encargó el tiempo, sus leyes y las paradojas a controlar para mantener el equilibrio de Ankhor.
La menor fue encomendada con las relaciones entre los habitantes de Ankhor; debía vigilar el amor y el odio, controlar los celos y aumentar los acuerdos.
Paró de hablar.
Necesitaba un momento antes de continuar.
Aún le dolía recordar.
Al último aprendiz, a sorpresa de todos, incluso de él, se le encomendó un deber único: vigilar a los tres aprendices. Era el único aprendiz del mago mayor, el más poderoso y sabio; en él estaba depositada toda la confianza de su maestro, y con él la confianza de los demás.
-Si alguno quebranta nuestras leyes, detenlo -le ordenó su maestro en su lecho de muerte-. Sé que lo lograrás. Desde hoy ese es tu deber.
Los demás magos eventualmente murieron, todos sabían que ese día llegaría. Todos sabían lo que sucedería. Todos…
Su voz se volvió más ronca, cargada de odio contenido a lo largo de los años. No, aún no los perdonaba por lo que hicieron.
El día que murió el último mago el aprendiz fue cazado y asesinado.
Los tres aprendices fueron libres de las ataduras de sus maestros, y con Ankhor en sus manos decidieron declarar la guerra contra el mundo que no los amó. Harían de ambos mundos Ankhor, y cualquiera que no estuviese de acuerdo sería fulminado.
Sus anhelos convirtieron la tierra en ceniza, la vida se marchitó y por poco ambos mundos dejaron de existir. Lo único que salvo a Ankhor y al mundo junto a él del fin fueron los aprendices de esos aprendices, quienes desafiaron a sus maestros y decidieron reestablecer las reglas de los magos. Devolvieron todo a como era antes: las flores volvieron a florecer, los árboles a crecer, la vida a nacer, el tiempo a fluir como río…
Pero… ¿y el aprendiz asesinado?
Apretó los dientes hasta hacerlos sonar.
-La vida una vez muerta no puede volver. La muerte una vez hecha no se puede deshacer -declaró el hombre, había parado en seco sus saltos y giros, miraba absorto el fuego-. La vida del aprendiz nunca volvería aunque lloraran a los dioses. La muerte que había caído sobre él nunca podría ser deshecha.
»Pero a nadie le importaba eso. ¡A nadie! ¿A quién podría importarle la vida de un hombre del que nadie sabía nada?
»Los aprendices de los magos no sabían que ese hombre tenía una familia. Ese hombre tenía una esposa que enfermaba con facilidad. Ese hombre tenía un hijo que vivía cuidando a su madre, esperando a su padre. Ese hombre tenía una vida, ¡pero a nadie le importó! ¡A nadie le importaba!
»¡Y aún sin saber nada sobre él! ¡Aún cuando él no había cometido ningún error en toda su vida, ni uno solo, aún así…!
Quería gritar, llorar, desgarrarse la voz con esas palabras. Quería que los que quedasen con vida supiesen sobre ese hombre.
-¡Aún sin saber nada sobre él decidieron que debían matarlo! ¡De los cuatro, sólo a él!
»¡De todos los que pudieron haber asesinado, mi hermanito era el único que debía morir, ¿verdad?!
La llama de la hoguera estaba a punto de rozar con las ramas de los árboles cercanos; parecía relamerse de placer ante el festín que su maestro le había servido. Tantas dulces almas rebosantes de vida, tan jóvenes, tan prometedoras... todas calcinadas dentro de ella. Quería arder como la ira de su maestro, ¡quería quemarlo todo por él!
De todos los espectadores del hombre uno solo permanecía vivo. Cuando vio el fuego alzarse por sobre la cabeza del hombre se levantó de su asiento, se acercó a él y lo agarró de la mano.
-Tío Hork -le dijo al hombre-. Ya nadie te puede oír.