Todo estaba listo. Miraba atento al reloj de arena de madera oscura, perfecto contraste con el resto de cosas que decoraban la mesa de trabajo; unas pequeñas figuras muy bien parecidas creaban la ilusión de estar manteniendo el reloj en su lugar sujetándolo por cada lado del mismo, ambas de la misma madera del reloj. Esperaba expectante, sólo podía esperar. El reloj marcaba el inicio de su faena, debía esperar. En el momento en que cayese el último grano de arena acabaría su labor, y sólo en ese momento podría descansar, ni un grano antes ni uno después.
El reloj dio vuelta, vio caer los primeros granos de arena y supo que su trabajo había comenzado. Sujetaba un libro de cuero en ambas manos que en cuanto supo era el momento no tardó en abrir; no eran letras comunes y corrientes, él sabía que nadie podría leerlos, nadie excepto él. Ese libro era lo único que le podría decir qué hacer y cómo hacerlo, y nadie más que él debería hacerlo.
Primero, decía el libro, debía hacer la cabeza, tal y como se mostraba en la primera página. Se acercó a la estantería y sacó un cubo de arcilla, y tal y como decía el libro la comenzó a moldear para hacer una máscara, dos pestañas que hacían alusión a dos ojos cerrados sumidos en un sueño del que no parecía fuese a despertar nunca; dientes horripilantes sacados de un jarrón fueron puestos donde debía ir la boca. Eran como los suyos, solo que no expresaban nada; su boca demostraba su concentración y la alegría de hacer todo bien, esos dientes en esa boca no expresaban nada, absolutamente nada. Cuando acabó sabía que debía poner la máscara en el horno para que comenzara a cocerse.
Debía seguir, pero sentía que le faltaba algo a la máscara. ¿Qué era? Sin verse sabía qué era, cómo lucía, el libro se lo había mostrado: orejas largas, traje azul para tocarle la sinfonía más hermosa a la reina, piernas largas, más que sus orejas incluso, ojos marrones que lo veían todo con la misma velocidad con que parecían caer los granos de arena. Se tocó la frente y supo qué era lo que le faltaba a la máscara; él tenía una marca, un símbolo que lo explicaba todo, con la forma de dos efes, una al derecho y otra al revés. Tomó un troquel con el símbolo incrustado y lo hundió en la arcilla. No perdió más tiempo y lo metió en el horno.
Volvió a abrir el libro. Era turno del cuerpo. Tomó de una estantería a su derecha una tela rosada con estampado de flores; cortó primero las orejas, eran más pequeñas que las suyas, y siguió con el cuerpo. Cortó, cosió y revisó cada puntada como el experto en botánica que mira cada pétalo y hoja de sus plantas bajo microscopio, en este caso bajo lupa; todo debía ser perfecto, no podía darse el lujo de cometer algún tipo de error. No tardó en rellenar el cuerpo con la cantidad justa de relleno, y aseguro de que así fuera midiendo de tanto en tanto cuánto relleno iba tomando. Dejó un momento su creación sobre el mesón y se dirigió al horno, la máscara ya debería estar lista. Al sacarla la introdujo inmediatamente en una cubeta con agua, no podía esperar a que se enfriara por su cuenta, el reloj corría, cada grano caía y no podía darse el lujo de perder tiempo. Una vez fría llevó la máscara al mesón donde estaba el cuerpo, abrió un cajón lleno de ojos de vidrio, redondos, algunos oscuros y otros poco más claros del que se a su lado se encontraba: rojos, azules y unos pocos marrones; tomó un par de color azul y los puso por debajo de la máscara y los encajó en las cuencas que había dejado para los ojos. Las pestañas seguían cerradas, el eterno letargo aún no cesaba. Su trabajo aún no había acabado.
Con delicadeza puso la máscara en lo que se suponía era la cabeza de su creación. Estaba listo. Lo revisó todo para asegurarse que nada faltase: orejas, brazos, piernas, todo cosido con la delicadeza y exactitud de un experto, la máscara perfectamente hecha, los ojos preparados para ver todo a su alrededor en cuanto las pestañas le abrieran las puertas al mundo. Ya no faltaba nada, debía funcionar.
Esperó un momento, no sucedió nada. Vio el reloj, seguían cayendo los granos de arena sin tregua. ¿Qué faltaba? ¿Pasó algo por alto? No, no podía ser. Levantó uno de los brazos de su creación con la esperanza de que reaccionara, pero al soltarlo cayó sobre la mesa. Movió suavemente el cuerpo pero el resultado fue el mismo: en cuanto lo dejó de mover se quedó en la posición donde lo había dejado, estático, sin vida. La alzó de tal manera que se sentara sobre el mesón, pero seguía sin reaccionar. La bajó del mesón y la sujetó por debajo los brazos para poder verla bien; era exactamente igual a él, con la única diferencia de ser un poco más pequeña que él, ¿pero por qué no despertaba? ¿Por qué?
Con cuidado la cargó hasta sentarla sobre una caja. Detrás de ella había otro mesón con una máquina, quizás enseñándole las cosas que él sabía lograría despertar. Sí, quizás fuese eso. Trató de enseñarle cómo funcionaba la máquina, pero no obtuvo más respuesta que el completo silencio de la habitación. La volvió a mover, debía funcionar, el tiempo seguía corriendo.
En el fondo del lugar habían cientos de estanterías de suelo a techo, todas del mismo tamaño pintadas con un patrón constante de colores: rojo, amarillo, anaranjado, marrón y de vuelta rojo. Quizás había pasado algo por alto, algo que no estuviese en el libro y sí en la habitación que la hiciese despertar. Quizás enseñándole todo lo que lo rodeaba hallaría ese algo que faltaba.
Le enseñó todo, desde el contenido de las estanterías como los libros de la librería, inclusive le trató de enseñar a leer el vocablo en el que estaba escrito el libro de cuero, ese idioma que solamente él era capaz de leer y entender para poder llevar al cabo su labor. Era divertido, casi reconfortante tener a alguien con quien hablar aunque no respondiese a tus preguntas. Había estado muy solo antes de que el los granos en el reloj comenzasen a caer y tan ensimismado estuvo en su trabajo que no se percató de su soledad hasta que parecía haber acabado su trabajo; ahora tenía a alguien que lo acompañase, alguien a quien contarle todos sus descubrimientos desde que tenía uso de razón. Desvió la mirada de la pizarra donde había escrito los símbolos del libro para enseñarle a su creación y pudo comprobar que seguía sin reaccionar. ¿Por qué? ¿Qué era lo que faltaba? No pudo evitar deprimirse, debía haber algo que había omitido pero no lograba saber qué era ese algo.
Vio el reloj. Los granos de arena seguían cayendo, se le acababa el tiempo y aún no había acabado su trabajo.
Cargó a su creación y la sentó en una silla y volvió a leer el libro, debía haber algo en él que le dijese qué era ese algo que faltaba para que su creación despertara. Hojeó el libro desde el comienzo y vio cada página lo más rápido que pudo, todo era tal cual lo recordaba como cuando lo había leído la primera vez. Siguió hojeando hasta que llegó a un par de páginas en las que no había reparado antes. Una partitura. Quizás era eso. Sí, debía ser eso. Al fondo notó algo que había estado ignorando durante todo ese tiempo: un violín cómodamente reposado contra una estantería, tenía los mismos símbolos que tenía en su frente y que había impreso en la máscara de su creación.
Esa debía ser la respuesta.
Rápidamente buscó un atril, tenía el mismo símbolo de su frente y del violín en la parte trasera, y puso el libro de tal forma que pudiese ver la partitura, de fondo veía a su creación aún sentada en la silla donde la había dejado antes. Tomó el violín y se lo acomodó en el hombro, arco en mano izquierda. Vio un momento a su creación, permanecía inmóvil, impasible. Su trabajo aún no había terminado. Alzó el arco y comenzó a tocar de acuerdo a lo que decía la partitura en el libro. Era un ritmo fuerte capaz de captar la atención del más dormido y despertar el interés del más ignorante; estaba preocupado de no haber hallado la respuesta al problema, pero tras un bis comenzó a ignorar su miedo y se centró únicamente en una cosa, un deseo: "Despierta y acompáñame al compás de esta melodía". Subió una octava y sintió que algo se alzaba frente al atril, sabía que eso era lo correcto, esa era la respuesta y se permitió cerrar los ojos para disfrutar de la música del despertar.
Al acabar la melodía abrió los ojos y la vio ahí frente a él. Era hermosa, absolutamente hermosa. Ahora podía ver sus ojos azules que había escogido con tanto esmero y podía comprobar lo resistente de las costuras que con tanto cuidado y precisión había hecho al ver que seguía en una sola pieza. Y lo más importante: pudo ver que había despertado. Estaba viva. Su trabajo había acabado.
Le extendió la mano a su creación quien la tomó con gusto. Era más pequeña que él, pero sus brazos eran igual de angostos que los suyos. Era perfecta, realmente lo era. La contempló un momento, sabía que el tiempo seguía corriendo, los granos de arena no tardarían en dejar de caer. La abrazó sin decir palabra, quería disfrutar de ese momento de compañía, sentir lo que había sentido el que le había precedido, de alguna forma agradecerle esos efímeros instantes de amor. Cuando se alejó no perdió ni un segundo en cerrar el libro de cuero y entregárselo.
No comprendía por qué se lo daba, lo sabía, él tampoco había entendido al comienzo, pero lo debía recibir. Cuando lo hizo se permitió ver de lleno el reloj de arena y ella siguió su mirada para poder ver lo mismo que él. Vio los últimos granos de arena caer y volvió a ver a su creación. Su trabajo había acabado, en verdad lo había hecho.
Se sintió desvanecer con la imagen de su creación, su orgullo, su gran amor y compañía en la mente.
Vio a su creador desvanecerse frente a ella. ¿Adónde iba? No habían pasado ni cinco minutos desde que lo había conocido. Se volvió polvo frente a ella y vio como volvía todo a su lugar, suponiendo que alguna vez algo se había movido mientras ella no era ella.
Seguía con el libro en las manos. No sabía qué debía hacer con él, su creador no le había dicho qué debía hacer, cuál era su misión allí. Alzó la vista y vio un reloj de arena, la parte superior vacía y la inferior llena, ¿por qué su creador se había ido cuando el último grano acabó por caer? ¿Por qué la había dejado sola?
Sin previo aviso vio el reloj de arena girar, y sin saber cómo supo lo que debía hacer aunque no estuviese del todo segura de por qué lo sabía.
Tenía trabajo que hacer.