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Chapter 4 - Primera Parte (2)

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Tina registró toda la casa, excepto la antigua habitación de Danny, y no encontró al intruso. Casi hubiera preferido hallar a alguien al acecho en la cocina o agazapado en un armario, en vez de verse obligada a mirar en el cuarto de Danny. Pero ya no tenía elección.

El dormitorio de Danny se encontraba en el extremo opuesto de la casita, en relación al dormitorio principal, en lo que en un tiempo había sido el estudio. Poco después de su décimo cumpleaños, algo mas de un año antes de que muriese en aquel accidente, el niño había expresado su deseo de tener más espacio e intimidad de la que gozaba en su original y pequeño dormitorio. Michael y Tina le habían ayudado a trasladar sus cosas al estudio y luego se llevaron el sofá, el sillón, la mesita del café y el aparato de televisión desde el estudio al cuarto que el niño había ocupado en un principio.

En esa época Tina estaba segura de que Danny tenía conocimiento de las discursiones nocturnas que ella y Michael mantenían en el dormitorio contiguo al del niño, y que éste deseaba trasladarse para no oír como se peleaban. Ella y Michael no solían elevar el volumen de sus voces; sus desacuerdos se habían mantenido en un tono normal, incluso en susurros a veces; pero Danny había escuchado lo suficiente como para saber que tenían problemas. Tina se había entristecido por ello, lamentó que él tuviese que saberlo, pero no le había dicho ni una palabra; no le ofreció explicaciones ni lo tranquilizó al respecto. En realidad, no supo qué decirle. De hecho, no podía compartir con él su propia valoración de la situación: «Danny, cariño no te preocupes por nada de lo que puedas haber oído a través de la pared. Lo único que le pasa a tu padre es que está pasando por una crisis de identidad. De un tiempo a esta parte se porta como un asno, pero lo superará.» Y ésa era otra de las razones por las que no intentara explicarle a Danny los problemas entre ella y Michael: pensaba que se trataría de algo temporal. Había amado a su marido y estado segura de que su amor lo suavizaría todo. Seis meses después, ella y Michael se separaban, y, menos de cinco meses después de la separación, estaban divorciados.

Ahora, ansiosa ya por acabar la búsqueda del merodeador -que con gran rapidez se estaba convirtiendo en tan imaginario como todos los demás merodeadores que había buscado durante otras noches-, abrió la puerta del dormitorio de Danny. Encendió la luz y entró.

Nadie.

Con la pistola por delante, se dirigió al armario, titubeó y luego abrió la puerta. Tampoco allí se ocultaba alguien. A pesar de cuanto había oído, resultó que se encontraba sola en la casa.

Mientras contemplaba el contenido del mohoso armario -los zapatos del niño, sus téjanos, pantalones de vestir, camisas, suéteres, la gorra azul de béisbol de los «Dodgers», el pequeño traje gris que se había puesto en ocasiones especiales-, se le hizo un nudo en la garganta. Se apresuró a cerrar la puerta y apoyó la espalda contra ella.

Aunque el funeral se había celebrado hacía menos de un año, no se había sentido con fuerzas para librarse de las pertenencias de Danny. De alguna forma, el hecho de que se llevasen toda su ropa le parecía más triste y más definitivo que observar cómo metían su féretro en la tumba.

Y no sólo eran sus prendas lo que había conservado de él. Su cuarto se hallaba igual que lo dejó. La cama bien hecha; varios muñecos de la Guerra de las Galaxias se encontraban en el ancho cabezal de aquélla. Más de un centenar de libros en rústica se alineaban por orden alfabético en una librería de cinco estantes. Su pupitre ocupaba una esquina; tubos de pegamento, botellas en miniatura de esmalte de todos los colores y una gran variedad de herramientas para modelar se disponían en ordenadas filas en una de las mitades del escritorio, mientras que la otra mitad aparecía vacía, en espera de que comenzara a trabajar en ella. Nueve modelos de aviones llenaba una caja expositora, y otros tres colgaban de alambres sujetos del techo.

Las paredes aparecían decoradas con carteles debidamente separados entre sí (tres estrellas del béisbol y cinco monstruos de películas de terror), como Danny los había colocado con sumo cuidado. A diferencia de muchos niños de su edad, el orden y la limpieza lo habían preocupado y, respetando sus preferencias por la pulcritud, Tina había dado instrucciones a Mrs. Neddler, la mujer de la limpieza, que acudía dos veces por semana, para que pasase la aspiradora y quitase el polvo de su desocupado dormitorio, como si al niño no le hubiese ocurrido nada.

Echó una ojeada a lo que habían sido las aficiones del niño muerto, sus juguetes y patéticos tesoros, y (aunque no por primera vez) se percató de que no resultaba saludable para ella mantener ese lugar como si se tratara de un museo. O de un santuario. Mientras dejase todas aquellas cosas, sin tocar, podría seguir alentando la esperanza de que Danny no estaba muerto, de que sólo se encontraba fuera de casa durante una temporada, y que muy pronto reanudaría su vida en el instante en que la había dejado. Su incapacidad para desocupar aquella habitación la asustó de repente; por primera vez, le pareció algo más que una simple debilidad espiritual; como la señal de un serio trastorno mental. Debía permitir que los muertos descansaran en paz. Si tenía que acabar sus sueños acerca del niño, si necesitaba ejercer un control sobre su pena, en ese caso, su recuperación debía empezar ahí, en ese mismo cuarto, y acabar con su irracional necesidad de conservar tan ordenadamente las pequeñas posesiones del niño.

Se hizo el propósito de despejar el lugar el jueves, el día de Año Nuevo. Tanto el preestreno de los VIP como la noche del estreno de Magyck! habrían quedado atrás para entonces. Podría relajarse un poco y tomarse algo de tiempo libre. Empezaría por pasar unas cuantas horas en esa habitación el jueves por la tarde, metiendo en cajas las ropas, los juguetes y los carteles.

En cuanto hubo tomado aquella decisión, la mayor parte de su energía nerviosa desapareció. Se quedó hundida, flácida, cansada, preparada para regresr a la cama.

Echó a andar hacia la puerta, pero su mirada captó el caballete, se detuvo y se volvió. A Danny le había gustado dibujar, y el caballete, junto con una caja de lápices, pinturas y rotuladores habían sido un regalo de su noveno cumpleaños. Había un caballete a un lado y una pizarra al otro. Danny lo había colocado en el extremo más alejado de la habitación más allá de la cama, contra la pared, y había permanecido en pie la última vez que Tina estuvo en el cuarto. Pero ahora se encontraba en una esquina, con la base contra la pared, el caballete ladeado y la pizarra caída, al otro lado de unmesa de juegos. En ese mesa había montada una batalla naval electrónica, tal y como Danny tenía preparada para jugar con ella, pero el caballete se había caído encima y había tirado las piezas al suelo.

Al parecer, aquél era el ruido que había escuchado. Pero ¿qué había derribado el caballete? ¿Cómo pudo caerse solo?

Rodeó los pies de la cama y colocó el caballete en su correspondiente lugar. Se agachó y reunió las piezas del juego, que dejó encima de la mesa.

Cuando recogía las esparcidas tizas y el borrador de fieltro y se volvía hacia la pizarra, se percató de que en ella había tres palabras, escritas con torpeza, en la negra superficie:

NO ESTOY MUERTO

Se quedó mirando el mensaje, con el ceño fruncido. Estaba prácticamente segura de que no había nada en la pizarra cuando Danny se fue a aquella excursión de los exploradores. Tenía la completa seguridad de que no había nada escrito en la pizarra la última vez que ella había entrado allí.

Con bastante retraso, el significado de aquellas palabras la asaltó, y se quedó helada. No estoy muerto. Aquello era una negación de la muerte de Danny. Una enfurecida negativa a aceptar la espantosa verdad. Un desafio a la realidad.

¿Habría escrito ella misma aquellas palabras?

No recordaba haberlo hecho.

En uno de sus terribles ataques de dolor, en un momento de loca y negra desesperación, ¿habría acudido a la habitación y, escrito, sin darse cuenta, aquellas palabras en la pizarra de Danny?

Si ella había dejado ese mensaje, significaba que sufría momentos de inconsciencia, de amnesia temporal, algo de lo que hasta ese momento ni sospechaba. Aquello era inaceptable. ¡Dios mío...! Impensable.

Por lo tanto, aquellas palabras debían haber estado allí durante todo el tiempo. Y Danny era quien las habría escrito. Sus letras eran limpias, claras, como todo lo suyo, y no torcidas como ésas. Pero, de todos modos, él era quien debía haberlas escrito. Debía ser él.

¿Y la obvia referencia que las palabras hacían con respecto al accidente de autocar?

Coincidencia. Mera coincidencia. Eso era todo. Sólo podía ser eso.

Rehusó considerar cualquier otra posibilidad porque las alternativas resultaban demasiado aterradoras.

Se encogió de hombros. Sintió las manos heladas; le enfriaban los costados incluso a través del camisón.

Temblando, borró las palabras de la pizarra y salió del cuarto.

Se hallaba despierta en ese momento por completo.

Necesitaba dormir un poco más. Por la mañana tenía muchas cosas que hacer. Sería un gran día.

En la cocina cogió una botella de «Wild Turkey» del armario que estaba al lado del fregadero. Era el bourbon favorito de Michael. Se sirvió una generosa cantidad en un vaso de agua. No era una gran bebedora, todo lo más de vino, y no habría aguantado una cantidad tan grande de whisky; pero se tomó el bourbon de dos tragos, e hizo una mueca ante su amargor mientras se preguntaba por qué Michael había alabado siempre lo suave de aquella bebida. Titubeó, y luego se sirvió otro buen chorro, que acabó con rapidez, como un niño que se toma una medicina. A continuación, dejó la botella en su sitio.

Ya en la cama, de nuevo, arregló la ropa, cerró los ojos y trató de no pensar en la pizarra. Pero su imagen apareció detrás de sus párpados cerrados. Cuando se percató de que no podía dejar de lado esa imagen, trató de modificarla, de eliminar las palabras. Pero regresaban de nuevo. Una y otra vez. Siguió borrándolas, pero aparecían mientras se quedaba atontada a causa del bourbon, hasta que, por fin, se deslizó en el bien recibido olvido.