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Chapter 277 - El fantasma de las cloacas (5)

La caza duró cuatro días y resultó ser tal como Red McCune esperaba que fuera. Las linternas centelleaban, los hombres gritaban y los sabuesos aullaban. La obscuridad volvía a caer en cuanto las luces habían pasado, los hombres enronquecían y los sabuesos no olían más que gas de la cloaca. Además, los perros no sabían lo que estaban buscando. Nadie tenía un guante del Fantasma para dárselo a oler o una cagarruta de un ser que era todo cagarrutas. El Asesino de la Cloaca, tal como lo llamaban los periódicos y la televisión, se había ido de vacaciones. Quienquiera que fuese, hombre o montón de mierda, no era idiota.

¿Lo ves? dijo Red a Ringo.

Tiene muchos lugares donde esconderse; salidas secretas, nichos, viejos túneles que han sido tapiados y otros recovecos repuso Ringo. Y de todos modos, ¿quién sabe si no se ha escondido bajo el agua? El Fantasma de la Opera caminaba bajo el agua y respiraba por un tubo.

Lo que sí encontraron fue un pequinés torturado hasta morir y tres fetos humanos que parecían marcianos después de un aterrizaje forzoso. Lo habitual.

También encontraron ratas, o tal vez habría que decirlo al revés, y entonces fue cuando los cazadores comenzaron a pasarlo bien. Tras haber deambulado durante kilómetros por aquellos húmedos y hediondos lugares, cansados, medio mareados, aburridos y de un humor como para matar, al menos tenían algo que matar.

Las ratas llevaban horas huyendo a medida que los hombres avanzaban y en ese momento las había a granel, unos cuatrocientos colonos de pelaje gris acorralados por los indios. En su mayoría, las ratas se habían echado al agua durante la huida y ahora parecían bayetas mojadas. Los haces de luz hacían brillar sus ojos, rojos como semáforos diminutos. ALTO, advertían, y efectivamente, los hombres se detuvieron durante un minuto para observar a aquella masa inquieta y chillona. El haz de una linterna iluminó por un instante una sombra que brincó desde un saliente, en el rincón más apartado de la gran cámara. Era tres veces mayor que las demás y su único ojo parecía brillar con luz propia. No era gris, sino blanca por arriba y negra por abajo.

Debe ser el jefe de la horda dijo uno de los polis. ¡Dios Santo, me alegro de que no todas sean tan grandes! Allí comenzaron los disparos y estacazos. Las detonaciones de los treinta y ocho, cuarenta y cinco y escopetas dejaron sordo a todo el mundo en pocos segundos. Las ratas saltaban por los aires como si fueran pequeñas minas. En lugar de escapar a través de la barrera de humanos, la mayoría corrían de un lado a otro. Habían oído decir que una rata acorralada siempre planta cara y lo creían, aunque las más escépticas trataban de huir escabulléndose entre sus enemigos y mordiendo manos y piernas. La mayoría de estas caían golpeadas por cachiporras o linternas, pero unas pocas lograron pasar.

Ringo se unió a los demás blandiendo uno de los sables de samurái de su colección.

¡Banzai! gritó, y cuando una rata se le vino encima de un salto y él logró cortarle la cabeza al vuelo, exclamó: ¡Ajá!

Más allá de donde se hallaba Ringo, el inspector Bleek, con una amplia sonrisa que daba a su rostro el aspecto de una máscara, disparaba su seis tiros contra la horda. Era una reliquia heredada de su abuelo, que había conquistado el Oeste con ella. Tenía un cañón lo bastante largo y ancho como para hacer feliz a un proctólogo de elefantes y disparaba balas de calibre 44 que abatían a las ratas como si fueran los indios del abuelo.

En la otra mano llevaba un gran cuchillo de caza. Red se preguntó si tendría intenciones de cortar alguna cabellera cuando la última rata hubiera caído. Red se había agachado junto a una de las paredes. Las ratas no le asustaban, pero tampoco disfrutaba matándolas. Se había quedado más atrás porque sabía que las balas comenzarían a rebotar. Efectivamente; uno de los hombres dio un grito, como en las películas del Oeste, y otro le imitó al poco rato, y entonces un poli gritó que las ratas habían comenzado a disparar. Más tarde se supo que una bala le había rozado la frente y ante el estupor que aquello le causó, creyó sin lugar a dudas que las ratas se habían apoderado de algunas armas.

Los hombres siguieron disparando, pero a partir de aquel momento lo hicieron agachados. De todos modos, cuando al poco rato uno de ellos recibió un balazo en la pierna, acabaron por entrar en razón. El fragor de las detonaciones se apagó como el de las palomitas de maíz al enfriarse, los ecos se perdieron en la lejanía, y no se oyó más que el rumor de las aguas que corrían a sus espaldas y los distantes ladridos de los sabuesos. Su dueño no estaba dispuesto a arriesgar tan valiosa propiedad con algo tan indigno como las ratas.

Durante un minuto, la sangre corrió por el pavimento inclinado que descendía hacia el canal y luego se detuvo, como un pozo de petróleo que se hubiera secado. A casa, muchachos, se acabaron los dinosaurios.

La única superviviente era una rata vieja y grande, el Custer del 7.º de Caballería Subterránea, que encaramándose y resbalando entre los montones de cuerpos muertos, se dirigía hacia el canal arrastrando lo que quedaba de sus patas traseras.

Seguro que tiene los ojos achinados dijo Ringo, saltando hacia adelante y cortándole la cabeza al tiempo que gritaba: ¡Banzai!

¡Maldita sea! exclamó Bleek. ¡Podías habérmela dejado a mí!

No he podido evitarlo dijo Ringo. Siempre he admirado a los que los tienen bien puestos. Se merecía una muerte honorable.

Estás loco dijo Bleek. Miró a su alrededor blandiendo el cuchillo como si fuera una batuta y la orquesta se hubiera declarado en huelga.

¡Eh! exclamó uno de los polis. ¡Miren eso!

En el rincón había una masa de cuerpos y trozos de cuerpos que habían sido arrastrados hasta la pared y amontonados allí por un torrente de balas. Cada uno parecía haber sido rematado tres veces por lo menos. Pero la superficie del montón comenzó a agitarse y, de pronto, la rata gigante que apenas había vislumbrado al principio de la matanza surgió de su interior. Sólo que no era una rata; era un gato cuyo único ojo llameaba como un tubo de escape de un coche de carreras y que, bufando, arqueó el lomo como si estuviera a punto de echárseles encima. A pesar de las manchas de sangre que le listaban el cuerpo de rojo, aún se apreciaba su color original: blanco por arriba y negro por abajo.

¡Pero si es el viejo Media Luna! exclamó Red.

¿Quién diablos es Media Luna? preguntó Bleek.

Red omitió que el gato fuera una auténtica leyenda viviente de las cloacas.

Lleva rondando por aquí por lo menos un par de años. La primera vez que lo vi no era más que un viejo gato callejero, pero las ratas son un buen alimento y a base de comérselas se ha hecho cada vez más grande. ¡Mírenlo! ¡Ha sobrevivido a cien peleas allá arriba y a unas doscientas aquí abajo! Le falta un ojo y tiene las orejas cosidas a mordiscos, pero es el terror de las ratas. Le he visto enfrentarse a diez al mismo tiempo y acabar con todas ellas.

¿Sí? dijo Bleek. Dio unos cuantos pasos en dirección a Media Luna, y el animal se agazapó como para saltar sobre él. Bleek levantó el cuchillo, pero contuvo el gesto.

Yo creo que se ha hecho amigo de las ratas y se ha convertido en su jefe observó. Al fin y al cabo, somos lo que comemos, y él no come más que ratas, por lo tanto debe ser medio rata.

También somos lo que respiramos señaló Red. Esto nos convierte a los trabajadores de las cloacas en mitad hombre y mitad excrementos.

Este tipo está loco murmuró Ringo.

Se habrá visto venir encima a toda esa horda de ratas dijo Red, y habrá echado a correr delante de ellas. Ni siquiera él sería capaz de hacer retroceder a tantas.

Yo no quiero que ande por aquí declaró Bleek. Cualquier día me toparé con él y me saltará a la cara.

Caminando de medio lado, se acercó lentamente al gato, que otra vez parecía estar a punto de hacer erupción. Un Vesubio del que Bleek era la Pompeya.

Se muestra totalmente indiferente hacia nosotros dijo Red. Nos hemos cruzado una docena de veces y nos limitamos a saludarnos con un gesto de la cabeza y a seguir cada uno nuestro camino. Es un animal muy útil; mata más ratas él sólo que una docena de desratizadores, y además no reclama las horas extra.

También podemos arrestarle opinó uno de los polis.

Red creyó ver que echaba mano a las esposas, pero decidió que había sido producto de su imaginación.

Déjenlo en paz dijo Red.

¡Soy tu jefe!

Si lo matas, me despido.

Bleek frunció el ceño y, tras unos instantes de indecisión, enfundó el cuchillo. Entonces, como si en su interior hubiera un hombrecillo dando vueltas a una manivela que alzara las comisuras de los labios, su rostro fue iluminándose lentamente con una sonrisa. Finalmente encastada en plástico su expresión, Bleek rodeó los hombros de Red con el brazo.

Tienes debilidad por ese gato ¿verdad?

Somos iguales; es tan feo como yo y también se siente mejor aquí abajo, en la obscuridad.

Bleek rió y estrechó un poco más a su subordinado.

¿Quién dice que eres feo? ¡Eres hermoso!

Tengo espejo.

Bleek volvió a reír y, soltándole los hombros a Red, le palmeó en el trasero. El gato pasó como una flecha junto a ellos y se alejó con un trotecillo alegre, como si le hubieran dicho que no volvería a verlos. Ya tenía bastante de ratas por algún tiempo.