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Chapter 268 - La voz del sonar en mi apéndice vermiforme

Este es uno de mis «paramitos politrópicos», un neologismo no demasiado serio de invención propia que en lenguaje corriente significaría «cuentos paralelos de múltiple significado». Esta altisonante denominación representa a aquellas historias cortas que se hallan más cerca de las películas de los Hermanos Marx y de los Three Stooges que de cualquier otra cosa. Es la clase de novela o ficción que me gusta leer y, a veces, escribir; plagada de absurdos pero también de significado.

La siguiente historia ilustra una de mis más antiguas creencias y pasiones, la de que uno puede encontrar La Verdad únicamente en uno mismo y sin embargo, paradójicamente, también puede encontrarla fuera de uno mismo. Hay códigos a nuestro alrededor y en nuestro interior, códigos que, si se lograsen descifrar, lo Revelarían todo. Tal vez haga falta un chiflado para descifrarlo. Es lo que corresponde.

La blancura parpadeaba en el interior de Barnes. La blancura era como un semáforo intermitente al que le hubiera caído la lente de plástico rojo.

De nuevo su resonancia. Había demasiada blancura a su alrededor. Las paredes y el techo del laboratorio eran de un color blanco vientre de pescado. El suelo era de un seudomármol pecho de pingüino. Los dos médicos vestían de blanco.

Pero la señorita Mbama, la ayudante, aunque también vestía de blanco, era negra. Por eso Barnes no dejaba de dar vueltas en su silla giratoria, para mantenerse de cara a ella. Porque entonces, las explosiones de blancura en el interior de su cerebro se reducían en brillantez y frecuencia.

La señorita Mbama (de soltera Kurtz) era una joven alta y muy bien hecha, con una sobresaliente mata de cabello au naturel y facciones negroafricanas modificadas por las de ciertos antepasados bávaros. Era guapa y debía estar acostumbrada a las miradas. Pero las dé él la turbaban. De su expresión se deducía que estaba pensando preguntarle por qué giraba de aquella manera, como si ella fuera el viento y él una veleta. Pero él había decidido no responder. Estaba cansado de explicar lo que no podía explicar.

Le aplicaron electrodos en el cráneo, sobre el corazón y sobre el apéndice (sólo llevaba puesto el pantalón del pijama). Los electrodos estaban unidos por cables a los instrumentos situados en el otro extremo de la habitación, Los tubos de rayos catódicos emitían rasgos ondulantes, puntos, ondas sinusoidales, ondas cuadradas y complejas curvas de Lissajous.

Uno de los instrumentos emitía un incesante ¡ping! ¡ping!, muy semejante a los sonidos que el supersubmarino de aquella vieja serie de televisión, Viaje al Fondo del Mar, emitía mientras navegaba a ochenta kilómetros de profundidad en busca de uno de aquellos colosales rábanos rugientes.

En su interior también había una especie de submarino ¡sombras de Viaje Fantástico y la lágrima redentora!, un navío diminuto que llevaba un transmisor de sonar.

De otro de los instrumentos surgió la voz de una mujer, hablando en una lengua que hubiera azorado a los más grandes lingüistas del mundo.

El doctor Neinstein se inclinó sobre Barnes. Su chaqueta blanca impedía que Barnes pudiera ver a Mbama y la blancura resonó de forma cegadora en el interior de este. No obstante, entre destellos, podía ver con bastante claridad.

Odio tener que extirparlo dijo el doctor Neinstein. Aborrezco la mera idea. Ya ve lo disgustado que estoy, y eso que siempre me siento de lo más feliz cuando tengo que extirpar. Pero estamos perdiendo una oportunidad única, una ocasión inestimable para estudiarlo. Sin embargo, el bienestar del paciente es lo primero, o al menos, eso es lo que nos enseñan en la facultad.

Un periodista, vestido también de blanco (quería ser el Mark Twain del siglo veintiuno), se acercó a Barnes y, con un brusco ademán, introdujo un micrófono entre médico y paciente.

Un último comentario, señor Barnes. ¿Qué se siente al saber que va a perder el apéndice, siendo el único hombre en el mundo que lo tiene?

No es ese mi único derecho a la fama, Scoop gruñó Barnes. Lárguese.

Gracias, señor Barnes. Para aquellos que acaben de conectar su aparato diremos que este es el laboratorio del doctor Neinstein, situado en el Anexo Medicofísico John Hopkins y donado por el filantrópico y solitario Heward Howes, tras ser operado por el doctor Neinstein. Todavía se desconoce la naturaleza de la operación, pero es bien sabido que ahora Heward Howes sólo come periódicos, que tiene una cámara acorazada por cuarto de baño, y que el gobierno está muy preocupado por la actual avalancha de billetes falsos de cien dólares, cuya fuente parece ser Las Vegas. Pero ya está bien de cháchara, amigos.

»Hoy, el tema que nos ocupa es el caso del señor Barnes, el paciente más famoso del siglo veintiuno por el momento. En provecho de aquellos que, debido a una inconcebible mala suerte, no tengan aún conocimiento del mismo, hay que decir que el señor Barnes es la única persona en el mundo que aún conserva los genes responsables de la elaboración y desarrollo del apéndice. Como saben, el actual control genético ha eliminado tan inútil y enfermizo órgano de toda la población humana desde hace cincuenta años. Pero, debido a un descuido puramente mecánico

y a un ayudante de laboratorio borracho apuntó Barnes.

el señor Barnes nació con los genes

¡Atrás, condenado periodista! gruñó el doctor Neinstein.

¡Oiga, matasanos! ¡Está usted obstaculizando la libertad de la prensa!

El doctor Neinstein hizo un ademán con la cabeza a su distinguido colega, el doctor Grosstete, y este tiró de una palanca que salía del suelo y estaba disimulada por un biombo situado en la otra esquina de la habitación. El grito de Scoop se elevó desde la trampilla como el mercurio de un termómetro en la boca de un enfermo de malaria.

Hmmm. Sol en altissimo comentó el doctor Grosstete. Scoop se equivocó de profesión; imagino que en estos momentos ya se habrá dado cuenta.

Se oyó un lejano chapoteo y a continuación los bramidos de los hambrientos cocodrilos.

Una pérdida para la ópera. Pero la ecología es la ecología concluyó

Grosstete, agitando la cabeza.

Nada debe entorpecer la marcha de la ciencia dijo el doctor Neinstein.

Por una vez, las lúgubres arrugas de su rostro fueron alzadas hasta esbozar una sonrisa. Pero era un esfuerzo excesivo y las grietas volvieron a su posición habitual.

Se inclinó sobre Barnes y le aplicó el estetoscopio sobre la piel desnuda del cuadrante inferior derecho del abdomen.

Ya debe tener una teoría para explicar por qué llega una voz de mujer desde el sonar dijo Barnes.

Neinstein señaló con el pulgar de la mano que tenía libre la pantalla que mostraba una secuencia de algo que parecían jeroglíficos.

Observe la representación visual de esa voz. Yo diría que en el interior de ese mecanismo hay una minúscula mujer del antiguo Egipto. Pero no lo sabremos hasta que extirpemos. Se niega a obedecernos cuando le ordenamos volver. Sin duda, hay algún circuito que no ha funcionado bien.

¿Se niega? preguntó Barnes.

Perdone la patética falacia.

Barnes alzó las cejas. He aquí un médico que lee algo más que literatura médica. O tal vez, aquella frase no era más que un eco de un curso de humanidades que el buen doctor se había visto obligado a soportar.

De todos modos, dado que la lingüística no es mi profesión, no debería usted prestar atención a mi teoría.

He aquí un médico que admite no ser omnisciente.

¿Y qué me dice de esos destellos blancos? Eso queda dentro de su competencia. Yo diría que reflejan mis resonancias idiosincráticas, por así decirlo.

Tranquilo, señor Barnes. Usted es el profano. Nada de teorías, por favor.

¡Pero todos esos fenómenos están en mi interior! ¡Yo los origino! ¿Quién mejor que yo para teorizar sobre ellos?

Neinstein canturreó una discordante e irreconocible tonada, haciendo que Grosstete, el fanático de la ópera, se estremeciera. Dio unos golpecitos con el pie, esbozó un paso de claque sin soltar el estetoscopio, consultó su reloj, y atendió a los sonidos que llegaban desde el diminuto submarino.

Aunque nadie haya visto aún esos destellos que tengo en la cabeza dijo Barnes, todos ustedes oyen esa voz y la ven en el tubo de rayos catódicos. Por lo tanto, a menos que crea usted que se trata de una ilusión colectiva, tendrá que abandonar su primera teoría, esa según la cual yo estaba loco ¿O el término correcto sería alucinación?

¡Escuchen! exclamó el doctor Grosstete. ¡Hubiera jurado que estaba recitando un fragmento de Aida, Amor eterno que nunca se marchita! ¡Pero no! No está hablando italiano. No entiendo una sola palabra.

Mbama pasó por la izquierda de Barnes y él la siguió con la mirada hasta donde pudo. Los latidos de blancura decayeron a regañadientes como el ruido de las palomitas de maíz cuando comienzan a enfriarse.

Excepto por el color de su piel, naturalmente observó Barnes, la señorita Mbama se parece considerablemente a la reina Nefertiti.

Aida era etíope, no egipcia señaló el doctor Grosstete. Haga el favor de recordarlo si no quiere pasar un mal rato cuando asista a una velada musical. A propósito, tanto los egipcios como los etíopes son caucásicos. O lo son en gran medida, al menos.

Consígase un programa dijo Barnes. No se puede determinar una raza sin un programa.

Sólo estaba tratando de ayudar dijo Grosstete, alejándose con aspecto de

Doctor Cíclope aquejado de dolor de barriga.

Dos hombres entraron en el laboratorio. Ambos vestían de blanco. Uno era rojo;

el otro, amarillo. Los doctores Gran Oso y Shew.

¡Hugh! saludó el lingüista rojo.

Se acercó a Barnes y le aplicó sobre el abdomen una pequeña grabadora, mientras el lingüista amarillo le pedía mil perdones a Neinstein, pero ¿tendría la bondad de hacerse a un lado?

El rostro grande y moreno de Gran Oso se inclinó sobre Barnes y este lo vio durante unos instantes como si fuese una imagen que le hubiera quedado grabada en la retina. Transcurridos esos instantes, Barnes se hallaba al borde de una gran llanura cubierta de hierba alta y de color amarillento. En la distancia se veían unos hombres semidesnudos que llevaban plumas y montaban caballos pintos, y más cerca, un rebaño de corpulentos bisontes de ojos y piel obscura. La voz que resonaba en sus oídos se había convertido en la de un hombre, que salmodiaba en un lenguaje constituido por una mezcla de fricativas y tristeza.

La escena se desvaneció y de nuevo le llegó la voz de la mujer.

Gran Oso se había alejado para hablar con el doctor Neinstein, que parecía estar muy indignado. Chew estaba de pie ante Barnes, que ahora veía un paisaje como el que podría contemplarse desde la ventanilla de un avión despegando. Pagodas, campos de arroz, cometas que volaban sobre verdes colinas, y un poeta borracho que caminaba siguiendo la orilla de un arroyo.

¿A qué se debía que rojo y amarillo le hicieran ver escenas, pero no así blanco y negro? Negro era la ausencia de color y blanco era la mezcla de todos los colores. Esto significaba que, en realidad, eran los blancos (de la variedad más clara) y no los negros los que debían ser considerados como gente de color. Sólo que los blancos no eran blancos; eran rosas o marrones. Y los negros no eran negros, eran marrones.

No es que aquello tuviera algo que ver con los latidos de blanco que producía su resonancia, aquel diapasón interno que ahora se comportaba de forma aberrante. Y ahora que pensaba en ello, entre los latidos de blanco deberían producirse también latidos de negro, al mirar a la señorita Mbama. Pero estos no los veía. El negro era una señal, como si en un circuito electrónico el latido significara sí o uno y el no latido, no o cero. O viceversa, según el código que se utilice.

Barnes le explicó a Chew lo que había estado pensando y este le dijo que levantara los pies y los pusiera sobre el asiento. Entonces, comenzó a darle vueltas a la silla hasta que Barnes quedó envuelto por los cables y luego la hizo girar al revés, hasta que los cables volvieron a quedar sueltos. Los latidos de colores diferentes y los destellos de las diversas escenas abrumaron a Barnes. Le parecía haber volado desde el laboratorio hasta un extraño mundo caleidoscópico.

Y mientras la silla giraba, la voz sonaba como una cháchara aguda y atropellada.

Tal vez haya algo de cierto en su teoría de las resonadas dijo Chew, después de que Barnes le explicara sus sensaciones. Es casi mística, pero eso no significa que no pueda describir ciertos fenómenos, o que no pueda utilizarse para describirlos. Si un hombre encontrara la forma de determinar, bajo todas las inhibiciones y heridas, qué es lo que realmente le hace vibrar, a qué longitudes de onda está sintonizado, no debería tener problema alguno para ser feliz. De todos modos, usted no percibió esta superresonancia hasta que se puso enfermo. Entonces ¿de qué le sirve, a usted o a cualquiera?

Soy como una antena de televisión. Si me orientan en una dirección concreta, capto una frecuencia concreta. Puede que sólo obtenga una imagen borrosa o una señal auditiva confusa, pero si se me cambia de orientación, entonces recibo una señal fuerte y definida. Fuerte para mí; débil para usted.

Barnes hizo girar la silla para quedar de cara a Mbama.

¿Qué le parece si salimos juntos esta noche, Mbama? preguntó.

Aquel nombre era como el murmullo de olmos inmemoriales, como el zumbido adormecedor de las abejas o como algo de Tennyson. Al mismo tiempo, la voz de la mujer se hizo aún más melosa debido a la miel y a la idea de la seda deslizándose sobre la seda, y los jeroglíficos del tubo de rayos catódicos se curvaron y comenzaron a dispararse flechas unos a otros.

Gracias por la invitación respondió ella. Es usted muy amable, pero no creo que a mi novio le gustara. Además, no va a poder ir a ningún sitio durante una semana o más. Tendrá que quedarse en cama, ¿recuerda?

Si alguna vez usted y su amigo dejan de

No creo en la pareja abierta.

Vuelva a poner los pies sobre el asiento dijo el doctor Neinstein. Cierre los ojos. Si cualquier lingüista puede hacerle dar vueltas, entonces yo también puedo. Pero llevaré el experimento más lejos de lo que él lo hizo.

Barnes encogió las piernas y cerró los ojos. Al cabo de un minuto los abrió porque sintió que la silla rodaba. Sin embargo, no había nadie lo bastante cerca como para haberla hecho rodar.

La señorita Mbama, obedeciendo las indicaciones de Neinstein, caminaba en círculo a su alrededor, y él y la silla giraban conforme ella se movía.

Neinstein emitió una exclamación sofocada.

Telequinesia dijo Chew.

Camine en sentido contrario dijo Barnes a Mbama. Cerró los ojos y la silla volvió a girar.

Ni siquiera tengo que verla señaló Barnes, abriendo de nuevo los ojos. Mbama se detuvo. La silla giró un poco más de la cuenta y luego volvió atrás,

hasta que la nariz de Barnes apuntó a la línea que dividía en dos a la ayudante.

Tengo que ir a comer anunció Mbama.

Al tiempo que cruzaba el umbral, Barnes se levantó, se desprendió de los electrodos y la siguió, cogiendo al salir la camisa del pijama.

¿A dónde cree que va? gritó Neinstein. Su operación está prevista para después de comer de que comamos nosotros, no usted. No se le ocurra comer nada.

¿Quiere otra lavativa? ¿Qué le parece colónica esta vez? Su apéndice puede estallar en cualquier momento. No crea que porque no le duele ¡Pero ¿a dónde va?!

Barnes no respondió. Ahora, el ping y la voz de la mujer no le llegaban de las máquinas, que habían sido desconectadas, sino de su interior. Y luchaban en sus oídos. Pero los latidos blancos habían desaparecido.

Al cabo de una hora, la señorita Mbama regresó. Parecía asustada. Barnes entró tras ella tambaleándose y se dejó caer en la silla. El doctor Neinstein le ordenó que fuera inmediatamente a la sala de urgencias.

No hace falta; présteme aquí mismo los primeros auxilios dijo Barnes. Me duele casi todo el cuerpo, pero sobre todo el apéndice. Y eso que ni siquiera me tocó

ahí.

¿Quién? preguntó Neinstein, mientras aplicaba alcohol sobre el corte que

Barnes tenía en la sien.

El novio de la señorita Mbama, que es un tipo de tamaño considerable. ¡Ay! No sirvió de nada explicarle que no podía evitar seguirla, que mis pies, literalmente, me llevaban; que soy un radar humano que envía pulsaciones y capta extrañas imágenes. Y cuando empecé a hablar de resonancias psicofísicas, me golpeó en la boca. Creo que me ha dejado algunos dientes un tanto flojos.

Neinstein le tocó el abdomen y Barnes hizo una mueca de dolor.

Ah, por cierto, he conseguido muchas referencias para ustedes, lingüistas anunció. Ahora sé de qué está hablando esa voz, si realmente es una voz. Los zarandeos del novio de la señorita Mbama, además de soltarme los dientes, han hecho que se estableciera en mi interior una nueva conexión nerviosa.

Como los televisores dijo Grosstete. A veces, con una patada se arreglan. Chew y Gran Oso volvieron a aplicar los electrodos sobre el cuerpo de Barnes y

ajustaron los diales de los diversos instrumentos. Cumbres, valles, zanjas, flechas y cohetes cruzaron rápidamente los tubos y volvieron a disponerse según los contornos de unos jeroglíficos de aspecto egipcio.

Barnes describió las palabras que coincidían con las imágenes.

Es como un arqueólogo equipado con escafandra que nada a través de las salas de un palacio, o de una tumba de la Atlántida. El rayo de luz que hace incidir sobre los murales revela los jeroglíficos uno por uno; surgen de la obscuridad y vuelven después a ella. Son figuras; pájaros, abejas u hombres-animales, abstractos o estilizados, y mezclados con extraños signos de aspecto puramente alfabético.

Gran Oso y Chew coincidieron en que la supuesta voz era en realidad una serie de señales de sonar muy moduladas, que reflejaban los diversos abismos y protuberancias de las paredes de su apéndice vermiforme a medida que el diminuto submarino se movía por su interior.

Las horas pasaron. Los lingüistas, enfrascados en el cúmulo de referencias visuales y sonoras, se esforzaban en descifrarlas. Había café y bocadillos para todo el mundo excepto Barnes, para el que no había nada, y el doctor Grosstete, que bebía alcohol de grano. Neinstein habló tres veces por teléfono; dos para posponer la operación y otra para decirle a un enfurecido director que no sabía dónde estaba su periodista.

¡Eureka! exclamó de pronto Gran Oso. Y al instante

¡Champollion! Y después

¡Ventris!

Levantó una gran hoja de papel cubierta de signos fonéticos, códigos para los jeroglíficos y algunos signos de exclamación.

Hay un jeroglífico que corresponde a este, otro a una cópula y otro al artículo determinado; y este otro que significa secreto, por lo que he podido ver hasta ahora. Vamos a ver. ESTE ES EL GRAN SECRETO DEL ¿UNIVERSO? ¿COSMOS?

¿EL GRAN ENGENDRADOR? ESTA ES LA PALABRA QUE LO EXPLICA TODO. LEE ¡OH LECTOR! HOMBRECILLO, ESTA ES LA PALABRA

¡No tenga miedo, hombre! ¡Diga la palabra!

¡No hay más! exclamó Barnes, y añadió después con voz quejumbrosa: Luego viene un vacío, una grieta una corrupción. La palabra ha desaparecido. ¡La infección la ha devorado!

Se dobló sobre sí mismo, sujetándose el abdomen.

¡Hay que operar! dijo Neinstein.

¿Incisión de Mc Burney o sobre el músculo recto? preguntó el doctor

Grosstete.

¡Las dos! ¡Esta es la última Apendicectomía! ¡Haremos programa doble!

¿Están ya en el anfiteatro todos los invitados? ¿Preparados todos los equipos de televisión? ¡Vamos a extirpar, doctor Grosstete!

Dos horas después, Barnes se despertó. Se hallaba en una cama instalada en el laboratorio y junto a él estaban Mbama y dos enfermeras.

La voz y el ping habían desaparecido, igual que los latidos y las visiones. Mbama pasó caminando frente a él, y ya no era más que una joven negra y guapa.

El sonar no es más que un aparato dijo Neinstein levantando la vista del microscopio. No hay ninguna reina en su interior.

Las paredes interiores del apéndice muestran muchas hendiduras y protuberancias, pero nada que parezca un jeroglífico. Claro que están tan deterioradas

Llevaba en mi interior el secreto, la clave del universo refunfuñó Barnes. Todo el conocimiento ha estado dentro de mí durante toda mi vida, Si nos hubiéramos adelantado un sólo día, lo habríamos sabido Todo.

¡No deberíamos haber eliminado el apéndice de la especie humana! exclamó

Grosstete. ¡Dios intentaba decirnos algo!

¡Vaya, vaya, doctor! ¡Se está usted poniendo muy emotivo! dijo el doctor Neinstein, para luego beberse un vaso de orina de los especímenes que había sobre la mesa de la señorita Mbama. ¡Bah! ¡Demasiado azúcar en ese café, Mbama! Si, doctor, ningún profesional de la medicina debe alterarse por nada que tenga relación con su antigua y honorable profesión exceptuando, tal vez, las facturas sin pagar. Utilicemos la navaja de Occam.

¿Qué? exclamó Grosstete palpándose la mejilla.

Se da la coincidencia de que las irregularidades del apéndice de Barnes reflejaban los impulsos del sonar de tal forma que estos parecían reproducir jeroglíficos y una voz de mujer. Una muy improbable, pero no absolutamente imposible, coincidencia.

¿No le parece sugirió Barnes que, en el pasado, los apéndices enfermaban para indicar que los mensajes se habían completado? ¿Y que si los médicos hubieran sabido lo suficiente como paira mirar, habrían visto?

Calma, calma, mi querido señor, no lo diga. ¿Ve la palabra? Aún está usted bajo los efectos de la anestesia. Al fin y al cabo, la vida no es una historia de ciencia ficción, donde al final todo queda exhaustivamente, y agotadoramente, explicado. Incluso nosotros, los médicos, tenemos nuestros pequeños misterios.

Así que lo único que me ocurría era que estaba enfermo.

La navaja de Occam, mi querido señor. Hay que cortar hasta que sólo quede la explicación más sencilla, el hueso mondo y lirondo, por así decirlo. ¡Un instrumento excelente! Occam tuvo que haber sido médico para inventar esa maravillosa herramienta filosófica.

Barnes miró a Mbama mientras esta se alejaba contoneándose.

Tenemos dos riñones. ¿Por qué un solo apéndice?