Nos tomó varios días estudiar los controles que se veían en el panel del puente de la nave. Cada uno llevaba una inscripción en una extraña escritura que nunca seríamos capaces de descifrar. Pero Raffles, el siempre temible Raffles, lograría descubrir el dispositivo que hacía ascender a la nave hasta la superficie, y el que abría la compuerta exterior. Era todo lo que necesitábamos saber.
Entretanto, comimos y bebimos de lo que había almacenado para alimentar al viejo marino. Los otros alimentos tenían un aspecto repugnante, y aunque hubieran sido atractivos, no nos hubiéramos atrevido a probarlos. Tres días después y tras haber remado hasta cierta distancia, vimos como la nave la niebla había desaparecido, con la compuerta abierta, se hundía bajo las aguas. Y que yo sepa, aún debe estar en el fondo del estrecho. Decidimos no informar a las autoridades sobre nuestra experiencia con aquella criatura y su nave, ya que no teníamos ningún deseo de acabar en prisión, por muy patriotas que fuésemos. Se nos podría haber indultado dados nuestros grandes servicios pero, según Raffles, aún así cabía la posibilidad de que nos encerraran de por vida, porque las autoridades desearían mantener el asunto en secreto.
Raffles dijo también que, probablemente, la nave contenía mecanismos que asegurarían la supremacía de Gran Bretaña si caían en manos del gobierno. Pero, por aquel entonces, ya era la nación más poderosa del mundo y ¿quién sabe qué clase de caja de Pandora abriríamos? Naturalmente, no sabíamos que veintitrés años más tarde, la primera guerra mundial acabaría con la mayor parte de nuestra juventud y relegaría a nuestra nación a ocupar un puesto de segunda fila a partir de entonces.
Una vez en tierra, tomamos un tren para Londres, donde emprendimos una campaña destinada a robar y destruir todos los huevos-zafiro. Uno de los embriones había roto ya la cascara y se había refugiado en las paredes, pero Raffles, tras despertar a sus ocupantes, prendió fuego a la casa. Nos partía el corazón tener que destruir joyas que valían alrededor de un millón de libras. Pero lo hicimos y así salvamos al mundo.
¿Llegó a adivinar Holmes algo de lo ocurrido? Poco escapaba a aquellos grises ojos de halcón y al cerebro que se ocultaba tras ellos. Sospecho que supo mucho más de lo que le dijo incluso a Watson. Esta es la razón de que Watson, al escribir El Enigma del Puente Thor, declarara que hubo tres casos en los que Holmes fracasó.
El caso de James Phillimore, que volvió a entrar en su casa para coger un paraguas y que nunca más se le volvió a ver. El caso de Isadora Persano, a quien se encontró totalmente en estado de shock, mirando fijamente a un gusano en una caja de cerillas, un gusano desconocido para la ciencia. Y el caso del cúter Alicia, que en una soleada mañana de primavera entró en un banco de niebla para no volver a salir de él; ni el barco, ni ninguno de sus tripulantes.