Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (37)
Dos hombres habían llegado a la misma conclusión. Ya habían tenido suficiente de aquel insensato derramamiento de sangre. Ahora hicieron algo que hubieran hecho antes si cada uno de ellos no hubiera estado tan seguro de que el otro estaba en el otro barco. Pero, durante la larga lucha, ninguno de los dos había visto al otro. El otro nunca había estado en el barco o lo había abandonado juiciosamente antes de la batalla o había sido hecho pedazos por una explosión o se había hundido en el agua.
Cada uno creía que si moría, el gran proyecto estaba condenado al fracaso, aunque cada uno visualizaba el fracaso de una forma diferente.
Ahora vieron una oportunidad de escapar. En el ardor y la confusión del combate, nadie se daría cuenta de su deserción. O, si alguien se daba cuenta, no podría hacer nada al respecto. Saltarían al Río y nadarían hasta la orilla y proseguirían su largo, largo camino. Ninguno tenía consigo su cilindro, uno se había quedado atrapado en el hundido Rex y el otro en un cerrado compartimiento de almacenaje en el No Se Alquila. Deberían robar cilindros comodín de los virolandeses y seguir Río arriba en un barco de vela.
Un hombre se había desembarazado de su armadura y arrojado su arma a cubierta y se había aferrado a la barandilla para saltar por encima de ella cuando el otro habló tras él. El primer hombre se giró, agachándose para recoger su machete. Aunque hacía cuarenta años que no había oído la voz del otro, la reconoció instantáneamente.
Cuando se hubo vuelto, sin embargo, no reconoció el rostro y el cuerpo que identificó con la voz.
El hombre que había surgido de la compuerta detrás de él habló en un idioma que, ahora, sólo dos en aquel barco podían comprender. Su tono era duro.
Sí, soy yo, aunque he cambiado mucho. El hombre junto a la barandilla dijo:
¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
Nunca comprenderías el porqué dijo el hombre junto a la puerta. Eres malvado. También lo eran los otros; incluso...
Eran dijo el hombre junto a la barandilla.
Sí. Eran.
Entonces están todos muertos. Lo sospechaba.
Miró al casco y al machete en cubierta. Era una lástima que no hubiera sido interrumpido antes de arrojarlos. Su enemigo tenía ahora ventaja. El hombre junto a la barandilla sabía también que si intentaba saltar por encima de ella o dejarse caer hacia atrás por encima de ella, el otro era lo suficientemente rápido y listo como para atravesarlo con su arma lanzándosela.
Así dijo que planeas matarme a mí también. Has alcanzado el fondo; estás perdido para siempre.
He tenido que matar al Operador dijo el otro hombre desapasionadamente.
Yo ni siquiera podría pensar en cometer una tal maldad dijo el hombre junto a la barandilla.
\No soy malvado! gritó el otro. Eres tú quien... Luchó consigo mismo, luego consiguió hablar de nuevo.
Es inútil discutir.
El hombre junto a la barandilla dijo:
¿Es demasiado tarde ya incluso ahora para que cambies de opinión? Podrías ser perdonado, podrías ser enviado al Planeta Jardín para someterte a terapia. Podrías unirte a mí y a los agentes y trabajar con nosotros para alcanzar la Torre...
No dijo el otro hombre. No seas estúpido.
Alzó su machete y avanzó hacia el otro, que se puso en guardia. La lucha fue corta y salvaje y terminó cuando el hombre desarmado, sangrando por una docena de heridas, cayó con la punta del arma de su oponente clavada en su garganta.
El asesino arrastró el cuerpo hasta la barandilla, lo alzó en sus brazos, besó la boca del cadáver, y lo arrojó al agua. Las lágrimas rodaban por sus mejillas; su pecho era agitado por los sollozos.