Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (33)
¿Eh? dijo Sam. Oh, sí, quizá sea lo mejor, aprovechemos el momento. Luego no vamos a tener tiempo. ¿Quedan a bordo suficientes marines como para formar un pelotón para la ceremonia?
Exactamente cuarenta y dos, señor dijo Byron, con una cierta satisfacción al haberse anticipado a su capitán.
Estupendo. Es suficiente para enterrar a todo el mundo, incluidos ellos mismos. De hecho, será mejor que utilicemos tan sólo tres rifles. Necesitamos conservar toda la pólvora que podamos.
Los servicios fueron cortos. Los cuerpos fueron arrojados por la borda a popa, desde la cubierta de vuelos, envueltos en tela y lastrados con piedras. La mitad de la tripulación fue reunida; el resto permaneció en sus puestos.
...porque ahora sabemos que la resurrección es posible, puesto que todos nosotros hemos experimentado su realidad. De este modo entregamos vuestros cuerpos a las profundidades del Río con la esperanza de que en alguna ocasión caminéis de nuevo por la superficie de este mundo o de algún otro. Para todos aquellos que creían en Dios, que El les bendiga. ¡Adiós!
Fue efectuado el saludo de los rifles. Uno a uno los cuerpos fueron alzados y arrojados al aire. Lastrados con piedras, se hundirían para ser devorados por los peces pequeños y grandes que merodeaban apretadamente en las oscuras profundidades, a cientos de metros más abajo.
El No Se Alquila se dirigió hacia la orilla, y fueron arrojadas sus anclas. Sam se dirigió a la orilla para enfrentarse con el intensamente furioso La Viro. El robusto hombre de oscuro rostro de halcón lanzaba diatribas contra la estupidez y crueldad de ambas partes. Sam escuchó con rostro imperturbable. Aquel no era momento para comentarios. Pero cuando La Viro le exigió que abandonara la zona, Sam dijo:
No hay ninguna forma de evitar este conflicto. Uno de nosotros debe ser hundido. Ahora, ¿tengo tu permiso para utilizar una piedra de cilindros?
¡No! gritó La Viro. ¡No! ¡No lo tienes!
Lo lamento de veras dijo Sam. Pero utilizaré una de todos modos. Si interfieres, dispararemos contra ti y tu gente.
La Viro no dijo nada durante un minutó. Finalmente, su respiración se hizo más pausada, y el enrojecimiento abandonó su rostro.
Muy bien. No utilizaremos la fuerza. Sabías que no lo haríamos. Todo lo que podía hacer era apelar a tu humanidad. Y eso ha fracasado. Que las consecuencias caigan sobre tu cabeza.
Tú no comprendes dijo Sam. Tenemos que alcanzar el mar polar. Nuestra misión es vital para este mundo. No puedo explicar el porqué, pero créeme, así son las cosas.
Alzó la vista hacia el sol. Dentro de una hora, alcanzaría el borde de las montañas occidentales.
En aquel momento, Hermann Goering se unió al pequeño grupo que había detrás de
La Viro. Le dijo algo a su jefe en voz baja. La Viro dijo en voz alta:
Muy bien. Evacúalos.
Goering se volvió y gritó con voz trompeteante:
¡Ya habéis oído a La Viro! Iremos hacia el este y nos alejaremos de este diabólico conflicto. ¡Esparcid la noticia! ¡Todo el mundo hacia el este! ¡Martin, envía el globo de señales!
Goering se volvió a Clemens.
¡Puedes ver ahora, o deberías verlo, que yo tenía razón! Puse objeciones a la construcción de tu barco porque tu propósito era perverso. No fuimos alzados de entre los muertos y depositados aquí para glorificarnos a nosotros mismos o sumergirnos en una insensata sensualidad, en el odio y en el derramamiento de sangre. Nosotros...
Sam se dio la vuelta. Seguido por Miller, caminó por el dique flotante y por la pasarela hasta la cubierta superior. Joe dijo:
Ez un hijo de puta, Zam. No hace máz que regañarte.
Ni siquiera lo ha intentado dijo Sam. He sido regañado mucho más que eso. Tendrías que haber oído a mi madre. O a mi esposa. Podían lanzarme una retahíla de palabras y dejarme aplanado en diez segundos. Olvídalo. ¿Qué sabe él? Estoy haciendo esto por él y por todo el resto de esos hipócritas de la Segunda Oportunidad. Por todo el mundo, se lo merezcan o no.
¿Eh? Ziempre creí que eztabaz haciendo ezto por ti mizmo.
Algunas veces eres un sabelotodo insufrible dijo Sam. No le hables así a tu capitán.
Hablo a todo el mundo como ze merece dijo Joe. Estaba sonriendo. Ademáz, no eztoy hablándote de marinero a capitán. Eztoy hablándote como tu amigo, Joe Miller.
John Byron se dirigió a ellos apenas entraron en la sala de control.
Señor, de Marbot informa que los lanzacohetes están instalados.
Estupendo. Dile que regresen a la lancha. Y dile a Plunkett que ya puede ir adelante. La Gascón respondió inmediatamente, enfilando hacia el estrecho. Las diminutas figuras de los marines eran apenas visibles contra la piedra negroazulada y las verdinegras algas mientras bajaban por el borde cortado en la cara de la montaña. Tendrían que utilizar sus linternas antes de alcanzar el fondo. La Prohibido Fijar Carteles estaba avanzando a lo largo de la orilla en dirección a la piedra del lado oeste. El sonido del equipo de reparaciones colocando soportes en la destrozada base de la timonera llegó hasta él. Los soldadores brillaban azulados mientras los hombres cortaban los restos de la ametralladora de vapor en la proa. Otros se atareaban con los cohetes y una batería de lanzacohetes para instalarla en lugar de la ametralladora. Un equipo trabajaba
furiosamente para reemplazar las antenas de radar.
Pasó media hora. El jefe médico informó que cinco de los heridos habían muerto. Sam ordenó que sus cuerpos fueran cargados en un bote pequeño y arrojados en el centro del Río. Esto fue realizado sin ninguna fanfarria, puesto que no deseaba hacer bajar más la moral de la gente. No, no iba a pronunciar los servicios él mismo; que lo hiciera uno de los médicos.
Sam miró el cronómetro.
Plunkett debería estar en estos momentos en la salida del estrecho.
Entonces deberíamos verlo de vuelta dentro de unos diez minutos dijo el ejecutivo. Sam miró a los marines a medio camino del sendero.
¿Le diste órdenes a de Marbot de que él y sus hombres se echaran al suelo en el reborde si el helicóptero de Juan o su lancha aparecían?
Por supuesto dijo Byron rígidamente.
Sam miró hacia la orilla. Había allí miles de hombres y mujeres, avanzando lentamente en una sólida masa hacia el este. No surgía mucho ruido de ellos. La mayoría iban cargados con fardos de ropas, pucheros, jarras, estatuillas, cañas de pescar, sillas, instrumentos para trabajar la madera, deslizadores desarmados, y por supuesto sus cilindros. Miraban hacia el gran barco cuando pasaban por su lado, y muchos de ellos tendían sus manos alzadas, los tres dedos de en medio extendidos en bendición. Eso hizo que Sam se sintiera culpable y furioso.
Eze zí que ez un hermozo globo dijo Joe.
El enorme globo en forma de pera, pintado de color amarillo brillante, surgió de un edificio sin techo. Ascendió rápidamente en ángulo, arrastrado por el viento del este. A una altitud estimada de mil doscientos metros, el globo era un pequeño objeto. Pero no tan pequeño como para que Sam no viera el repentino resplandor rojo.
¡Lo han hecho estallar! exclamó. ¡Esa debe ser la auténtica señal!
Ardiendo, visible a ambos lados del lago y a lo largo de muchos kilómetros arriba y abajo del Río, el globo cayó. En unos pocos minutos, se hundía en el agua.
Bien, al menos ya no tenemos que preocuparnos por las víctimas civiles dijo
Byron.
No lo sé respondió Detweiller. Parece como si La Viro y algunos otros se hayan quedado atrás.
Aquello era cierto. Pero el grupo estaba caminando de vuelta hacia el templo. Sam lanzó un bufido y dijo:
¡Probablemente están yendo a rezar por nosotros!
¡La Gascón está a la vista! gritó uno de los observadores.
Allí estaba, el sol reflejándose blanco sobre ella, alzando la proa mientras avanzaba a toda velocidad. Y allí, a unos ciento cincuenta metros casi directamente sobre ella, se hallaba el helicóptero enemigo. Estaba girando, ladeándose, de modo que los hombres con las ametralladoras pudieran disparar hacia abajo.
¡Byron, dile a de Marbot que dispare contra el helicóptero! exclamó Sam con voz fuerte, pero en aquel momento el rugir de las descargas de las piedras de cilindros ahogó su voz. Cuando el tronar desapareció, repitió la orden.
¡Lancha enemiga avistada! gritó el vigía.
¿Qué...? dijo Sam. Ahora él también vio la afilada proa roja y la curvada popa blindada y las tórrelas de la original Prohibido Fijar Carteles, robada por el Rey Juan. Estaba surgiendo de la enorme hendidura del estrecho.
Un solo cohete brotó de la abertura en la cara del farallón. Partió en línea recta, atraído por el calor de los tubos de escape del helicóptero. Brilló como una larga línea trazada en la negra pared por un llameante lápiz. Y luego él y el helicóptero se convirtieron en una bola de color escarlata.
Ahí va la última máquina volante de este mundo dijo Sam. El siempre frío Byron murmuró:
Mejor aguardar, señor, hasta que el helicóptero golpee contra el Río. De otro modo, los cohetes irán hacia él. Es el objeto que desprende más calor de ahí delante.
El resplandeciente cuerpo principal y sus satélites de piezas metálicas cayeron a una velocidad tan lenta que no parecía natural. Luego golpearon el agua y desaparecieron.
Byron habló por la radio reservada a la comunicación con el walkie-talkie de de Marbot.
Lanzad también una andanada de cohetes contra la lancha enemiga.
¡Jesús, señor! exclamó el vigía. ¡El Rex viene también!
Byron miró una vez, y apretó el botón de alarma general. Las sirenas empezaron a aullar. La gente que se había ido aglomerando en la cubierta de vuelos desapareció rápidamente.
Sam se obligó a hablar calmadamente, aunque su corazón estaba latiendo a toda velocidad.
Suelten el conector de la piedra de cilindros. Retiren la grúa.
Byron había dicho ya a los hombres encargados de la operación que soltaran las amarras. Detweiller se sentó aguardando órdenes, las manos en las palancas.
Byron miró por la portilla.
¡Amarras soltadas, señor!
Salgamos de aquí, piloto dijo Sam.
Detweiller tiró de las palancas, atrayéndolas hacia sí. Las gigantescas ruedas empezaron a girar, y la embarcación se apartó del muelle flotante.
Había humo a todo alrededor de la lancha del Rex. Fue barrido rápidamente, revelando un ennegrecido bote. No se movía, de modo que tal vez hubiera resultado gravemente dañado. Pero estaba blindado con ocho centímetros de duraluminio. Podía recibir inmutable un fuerte castigo. Quizá simplemente la tripulación estuviera atontada por las explosiones.
Ahora el Rex Grandissimus estaba medio fuera del oscuro estrecho. Brillaba blanco, luego palideció cuando el sol empezó a ocultarse tras las montañas. El ocaso cayó sobre el lago. El cielo se oscureció. La masa de densas estrellas y nubes de gas en el cielo empezó a brillar a medida que la luz del sol descendía. Cuando se hiciera enteramente de noche, la luz sobre sus cabezas sería tan brillante como la luna llena en una Tierra sin nubes.
Las dos lanchas eran dos borrones de palidez. El Rex era más blanco, como una ballena albina vista antes de surgir de la. superficie del agua.
Así que el viejo Juan había decidido atacar mientras el No Se Alquila estaba amarrado recargando. No estaba volviendo hacia atrás. Iba a recibir su castigo le gustara o no.
¿Cómo había sabido Juan que el barco estaba amarrado? Era fácil de explicar. En algún lugar allá arriba en la montaña, en un reborde sobre la boca del estrecho, había un observador solitario con un transmisor. Eso explicaría también la rapidez de las defensas del Rex ante el ataque de Petroski.
Sam dio tranquilamente órdenes al piloto. Detweiller detuvo el barco, luego lo hizo girar hacia el Rex y aplicó máxima velocidad avante. Byron dijo:
¿Qué debe hacer la Prohibido Fijar Carteles? Sam no replicó inmediatamente, mientras observaba el arco trazado por los cohetes surgiendo de la cueva. Pero la sorpresa ya no existía ahora. Juan sabía que le llegarían misiles de su ahora usurpada caverna. Antes de que los cohetes hubieran recorrido la mitad de su camino, brotaron llamas del Rex, dejando tras de sí rastros de fuego. Las dos andanadas se encontraron aproximadamente a unos quince metros por encima del barco, y el retumbar resonó a lo largo del Río. El humo cubrió el barco y fue disipado rápidamente.
Si el Rex había resultado tocado, era algo que no podía determinarse a aquella distancia.
Los cohetes de Juan no hubieran alcanzado a tantos de sus contrincantes a menos que ellos también tuvieran rastreadores del calor en sus cabezas. Lo cual significaba que el enemigo disponía de esos artilugios. Aparentemente, Juan había hecho fabricar unos cuantos. ¿Pero de cuántos de ellos disponía? Fuera cual fuese su número, algunos habían sido sacrificados para repeler el ataque.
Una segunda andanada brotó de la cueva. Esta vez fueron detenidos a mitad del camino, y una nube con un corazón de llamas se esparció a su alrededor y fue rápidamente disipada también. Casi antes de que esto ocurriera, un tercer grupo surgió del Rex. Su arco terminó estrellándose contra el farallón. Algunos, sin embargo, alcanzaron la cueva. Las llamas brotaron como gases de la boca de un dragón. Hicieron pedazos a una treintena de buenos hombres y mujeres.
Ahora los dos leviatanes se encaminaban el uno en pos del otro. Sam podía ver una luz en su oponente, la de la sala de control. Como su barco, estaba totalmente a oscuras excepto la iluminación imprescindible.
El vigía informó que la lancha enemiga había reanudado su avance.
Ninguna de sus lanchas tenía originalmente tubos lanza-torpedos dijo Sam a Byron. Pero Juan puede haberlas dotado de ellos. Apostaría a que lo ha hecho. ¿Dónde está su otra lancha, por cierto?
Un momento más tarde, el vigía informó que acababa de detectarla. Acababa de emerger desde el compartimiento de las lanchas de popa.
La Prohibido Fijar Carteles estaba dirigiéndose directamente hacia el Rex. Llevaba dos torpedos listos para disparar y cuatro de reserva.
La Gascón estaba dirigiéndose a toda velocidad hacia la nave madre, con órdenes de penetrar en su compartimiento y tomar torpedos. Sam dudaba que pudiera cargarlos a bordo a tiempo.
Ahí viene la lancha enemiga más pequeña, señor dijo el vigía. Directamente hacia la Carteles.
Sam le dijo a Byron que ordenara a la Gascón que ayudara a su lancha hermana. Cuatro cohetes brotaron del Rex. Una explosión anunció el final de una trayectoria. Un
momento más tarde, el almirante Anderson habló por la radio:
Ese pajarraco nos sacudió un poco, señor. Pero estamos de nuevo sobre nuestro rumbo. Ningún daño en la embarcación... por lo que sé.
La Gascón, disparando cohetes contra la lancha enemiga, se lanzó hacia ella. Pequeños estallidos de llamas indicaban que sus ametralladoras estaban en acción. La otra lancha enemiga prosiguió obstinadamente hacia la Carteles, arrojando
simultáneamente cabezas de combate y balas. La distancia entre las dos lanchas mayores, estimada a ojo desnudo, era de ciento cincuenta metros. Ninguna de las dos estaba lanzando cohetes. Evidentemente estaban aguardando a estar más cerca.
La Gascón estaba trazando un círculo por detrás del enemigo ahora. La voz de
Plunkett dijo:
Voy a atacar.
¡No seas estúpido! gritó Sam, pasando en su miedo por delante de Byron, que hubiera debido transmitir el mensaje.
¿Es una orden, señor? dijo Plunkett con voz tranquila. La tripulación ha abandonado la lancha... por órdenes mías, señor. Creo que puedo averiar las hélices del enemigo.
¡Aquí el capitán! dijo Sam. ¡Te ordeno que no hagas eso! ¡No deseo que te suicides!
No hubo respuesta. El más pequeño de los dos objetos blancos viró hacia el costado del más grande. Parecía estar moviéndose muy lentamente. En realidad estaba rebasando la velocidad de la otra embarcación, más lenta, en casi veinticinco kilómetros por hora. No era mucha velocidad, pero el peso de la lancha blindada le restaba una gran cantidad de potencia.
La Gascón y la lancha enemiga se están acercando, señordijo el vigía.
Puedo verlo, y también oírlo dijo Sam, mirando a través de sus gafas nocturnas. Todo movimiento se había detenido por completo en la Gascón, excepto su derivar en
la corriente. La otra lancha estaba disminuyendo su velocidad. Ahora acababa de detenerse.
¡Por Jesús! dijo Sam. ¡Lo hizo! ¡Pobre tipo!
Quizá no haya rezultado herido dijo Joe. Quizá zólo haya quedado atrapado dentro.
La Prohibido Fijar Carteles estaba acercándose. Llegó hasta quizá unos treinta metros de su blanco. Luego retrocedió rápidamente. Unos pocos segundos más tarde, la embarcación enemiga lanzó un surtidor de agua y llamas y se hizo pedazos.
¡La ha torpedeado! gritó Sam, exultante. ¡El buen viejo Anderson! ¡La ha torpedeado! Byron dijo fríamente:
Ha sido un buen espectáculo.
¡Aquí Anderson! ¿Cuáles son mis órdenes?
Averigüe si Plunkett está bien dijo Sam. Y si la Gascón está aún en servicio. Y
recoja a los hombres que saltaron.
Señor, el Rex está a una distancia estimada de mil quinientos metros dijo el vigía.
De acuerdo, almirante dijo Sam a Byron. Encárguese de los cañones.
Sí, señor dijo Byron, y se volvió hacia el intercom. Sam le oyó dar órdenes al teniente del puesto de cañones de proa, pero sus ojos estaban en las lanchas. Si la Gascón era operativa, podía ser utilizada para hostigar al Rex con sus pequeños cohetes. No había tiempo suficiente para dotarla de torpedos.
Byron, de pie junto al intercom, estaba repitiendo la distancia mientras el vigía de los cañones informaba de ella.
Mil cuatrocientos cincuenta. Mil cuatrocientos. Mil trescientos cincuenta.
Eso va a causarle una buena impresión a Juan dijo Sam a Joe Miller no sabe que tenemos cañones.
¡Fuego!
Sam contó los segundos. Luego maldijo. El primer proyectil había fallado.
El segundo alcanzó su objetivo, aparentemente junto a la línea de flotación, cerca de la proa. Pero el Rex siguió imperturbable hacia su enemigo.
Haz virar el barco de modo que tengamos ante nosotros su costado de babor dijo a
Detweiller.
Los dos cañones hablaron de nuevo. Del Rex brotaron columnas de humo. Un enorme fuego se inició en la cubierta de vuelos. Pero el barco siguió adelante. Y ahora estaba ya lo suficientemente cerca como para lanzar sus grandes cohetes.
Enemigo a ochocientos metros dijo el vigía de los cañones.
¿Están preparados los grandes pájaros? dijo Sam a Byron.
Si señor, todos.
Diga a los oficiales que disparen tan pronto como lo haga el Rex.
Byron transmitió la orden. Apenas había acabado de hablar que Sam vio una multitud de llamas en el Rex. Las dos andanadas se encontraron a unos ciento cincuenta metros, en pleno aire. Las explosiones ensordecieron a Sam.
¡Jezucrizto! dijo Joe Miller.
De pronto, algunos proyectiles impactaron contra el Reí. La rueda de paletas de estribor estalló en llamas, y el humo cubrió la timonera. Inmediatamente después, salpicaduras de llamas regaron el costado de estribor. El proyectil había estallado junto a una batería de cohetes, y su detonación había hecho que los demás estallaran en serie.
¡Por los fuegos del infierno! dijo Sam.
El humo en torno a la timonera se aclaró, aunque no demasiado rápidamente. El viento había cesado, y el Rex había perdido considerable velocidad.
¡Está girando su lado de babor hacia nosotros! dijo Sam.
Brotó otra andanada de cohetes, esta vez del costado opuesto. De nuevo los contramisiles del No Se Alquila los interceptaron, y el resultado fue un estallido en mitad del aire que sacudió el barco. Pero no se produjo ningún daño.
Por aquel entonces Sam podía ver que el Rex estaba en serios problemas. Sus cubiertas por el lado de estribor estaban ardiendo aquí y allá, y estaba girando y alejándose de ellos.
Por un momento pensó que el Rex estaba huyendo. Pero no. Siguió girando. Estaba describiendo un pequeño círculo
La rueda de estribor está funcionando mal o destruida dijo. No pueden maniobrar.
Esa convicción lo relajó un tanto. Ahora todo lo que tenían que hacer era lanzar una andanada de cohetes efectiva y martillear al Rex hasta hundirlo con sus cañones de 88 milímetros y el de aire comprimido.
Dio las órdenes oportunas. Detweiller hizo girar el barco para dejar la distancia necesaria entre él y su víctima.
Bien, no nos ha costado tanto dijo exultante a Byron.
No hasta ahora, señor.
¡Está prácticamente hundido! ¿Tú jamás sientes ninguna emoción humana, hombre?
No cuando estoy de servicio dijo Byron. Joe Miller dijo de nuevo:
¡Jezucrizto!
¿Qué ocurre? preguntó Sam, sujetando el enorme brazo de Joe.
El titántropo, con ojos desorbitados, emitiendo ruidos con su abierta boca, señaló hacia arriba y hacia afuera a popa. Sam pasó ante él para mirar, pero no tuvo tiempo de llegar allí.
La explosión arrancó el cristal a prueba de bombas de su marco de la ventana trasera y lo arrojó, en una sola pieza, contra él.