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Chapter 164 - EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (31)

Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (31)

El Rex Grandissimus era visible ahora, una blanca masa indistinta avanzando hacia ellos. A medida que pasaban los minutos, su imagen iba aclarándose. Por un momento, Sam Clemens sintió un dolor en su pecho. El Rex había sido su primer barco, su primer amor. Había luchado por conseguir el metal para construirlo, había matado, incluso había asesinado a uno de sus colegas por él ¿dónde estaba ahora Erik Hachasangrienta?, y todas esas luchas y muertes y asesinatos le habían sido negados cuando el Rey Juan se lo había robado. Ahora era su mayor adversario. Era una lástima tener que destruir esa embarcación, una de las dos únicas de su clase en todo el planeta.

Odiaba a Juan más aún porque estaba obligándole a hundir aquella belleza. Quizá, pensó consiguiera simplemente abordar y tomar el Rex sin necesidad de hundirlo. Entonces ambos barcos podrían seguir su rumbo Río arriba hasta las fuentes.

Sam siempre había oscilado desde el más profundo pesimismo hasta el más alocado optimismo.

Cuatro kilómetros ahora dijo el operador del radar.

¿Alguna señal del Añade?

No... ¡sí, señor! ¡Acabo de obtener una! ¡Está a cinco kilómetros a estribor, justo encima de las colinas!

Señor, la embarcación enemiga está girando a estribor dijo el hombre del radar. Sam miró a la portilla de babor. Sí, el Rex estaba girando sobre sí mismo. Mientras el

No Se Alquila avanzaba hacia ti, el Rex le presentaba su popa.

¿Qué infiernos está haciendo?

¡No puede estar dando la vuelta! dijo Sam. Sea lo que sea este taimado bastardo, no es un cobarde. Además, sus hombres no se lo permitirían. No, está planeando algo mucho más retorcido.

Quizá dijo Detweiller el Rex sufra alguna dificultad mecánica.

Si es así, lo tenemos en nuestras manos dijo Sam. Radar, compruebe su velocidad.

El barco enemigo está moviéndose a cincuenta y cinco kilómetros por hora en dirección oeste, señor.

Contra la corriente y el viento, esto es máxima velocidad dijo Sam. No hay nada malo en ello. Nada que yo pueda ver, al menos. ¿Por qué demonios está corriendo? No tiene ningún lugar donde esconderse.

Sam hizo una pausa, girando los ojos como si estuviera buscando alguna idea. Dijo:

¡Sonar! ¡Averigüe si capta algún objeto extraño! ¡Algo que pueda ser una mina!

Nada señor. Todo claro bajo el agua, excepto algunas bandadas de peces.

Sería muy propio de Juan construir algunas minas y esparcirlas a nuestro paso dijo

Sam. Yo haría lo mismo si la situación fuera a la inversa.

Zí, pero él zabe que llevamoz zonar.

Lo intentaría de todos modos. Sparks, dígale a Anderson que se mantenga a la expectativa hasta que se inicie la batalla o reciba nuevas órdenes.

El radiooperador transmitió el mensaje al piloto del Añade, lan Anderson. Era un escocés que había pilotado un torpedero-bombardero británico durante la Segunda Guerra Mundial. Su artillero, Theodore Zaimis, era un griego que había sido artillero de

cola en un Handley Page Halifax de la RAF en sus incursiones nocturnas sobre Francia y

Alemania en la misma guerra.

Anderson dio su conformidad. El radar siguió al Añade mientras éste mantenía más o menos nivelado su rumbo este.

Mientras el sol trazaba lentamente su arco hacia el ocaso, el No Se Alquila disminuyó la distancia que lo separaba del Rex.

Quizá Juan no sepa lo rápido que puede ir este barco murmuró Sam mientras caminaba arriba y abajo. Miró hacia la multitud reunida en ambas orillas y en las espiras y puentes. ¿Por qué siguen ahí mirando boquiabiertos? ¿No saben que los cohetes y obuses pueden ir a parar entre ellos? ¡Eso es lo menos que podía haber hecho Juan, advertirles!

El gran templo de piedra roja y negra apareció a la vista, aumentó de tamaño, luego empequeñeció. Ahora el perseguidor estaba tan sólo a un kilómetro por detrás del perseguido. Sam le dio a Detweiller órdenes de disminuir la velocidad.

No sé lo que está pretendiendo. Pero no voy a meterme corriendo a toda velocidad en ninguna trampa.

Parece como si estuviera dirigiéndose hacia el estrecho dijo Detweiller.

Debería haber pensado esto dijo Sam.

Las montañas se curvaban allí hacia el interior, formando arcos a ambos lados que casi se tocaban a menos de un par de kilómetros ante ellos. Eran paredes negras, blancas y estriadas en rojo, formando abruptos precipicios entre los que bullía el Río. El Rex, aunque debía moverse a toda la potencia de sus motores, avanzaba tan sólo a treinta kilómetros por hora. Su velocidad sería aún menor si entraba en el imponente y oscuro paso.

¿Creéis realmente que Juan va a llevarnos hasta el otro lado? dijo Sam. Entonces se golpeó la palma de su mano izquierda con el puño de su otra mano. ¡Rayos y truenos, eso es! ¡Va a esperarnos al otro lado, para atraparnos cuando salgamos!

Tú no zeriaz tan eztúpido, ¿verdad? dijo Joe Miller. Sam lo ignoró. Se dirigió hacia el radiooperador.

¡Ponme con Anderson!

El piloto del Añade habló con un marcado acento escocés de las Tierras Bajas.

De acuerdo, capitán, iremos a ver qué está haciendo esa basura. Pero tomará algún tiempo subir por encima del paso.

No vayas por encima de las montañas; ve a través del paso dijo Sam. ¡Si ves alguna posibilidad, ataca! Luego, a Byron: ¿Sabes ya algo?

Una ligera irritación cruzó por el rostro de Byron.

Te lo diré tan pronto como lo sepa. Sam se echó a reír y dijo:

Lo siento, John. Pero la idea de alguien poniendo explosivos ahí abajo... bueno, es algo que me preocupa. Sigue adelante.

Ahí está dijo Byron cuando el suboficial del puesto 26 habló. Sam se dio la vuelta y corrió al lado de Byron.

El subteniente Santiago se fue hará media hora, señor dijo Schindler. Me puso a mí al cargo, dijo que sufría diarrea nerviosa y que deseaba librarse de ella antes de que le pusiera en una situación comprometida. Dijo que volvería inmediatamente cuando se sintiera algo mejor. Tardó diez minutos en volver, pero no pensé mucho en ello, señor, porque dijo que simplemente no podía pararla.

»Parecía como si acabara de tomar una ducha, señor, estaba chorreante. Dijo que se había ensuciado y que había tenido que tomar una ducha rápida. Luego, inmediatamente después de oír la llamada general para que todos los puestos informáramos por número, se disculpó de nuevo. Pero aún no ha vuelto.

¡Puesto 27, informe! dijo Byron. Volvió su cabeza hacia Sam. Puede que no sea el único.

Todos los treinta y cinco puestos informaron que nadie más había abandonado su lugar ni siquiera durante un minuto.

Bien, o se ha ocultado en algún lugar, o ha saltado por la borda dijo Sam.

Dudo que haya podido abandonar el barco sin que nadie lo vea dijo Byron. Sam llamó a de Marbot.

Ordena a todos tus marines, a tedas, que busquen a Santiago. Si se resiste, que disparen contra él. Pero me gustaría interrogarle, si es posible.

Se volvió hacia Byron.

Santiago ha estado con nosotros desde el principio. Pudo haberlo situado Juan, aunque no sé cómo Juan pudo saber lo del láser. Ni siquiera pensamos en él hasta después de que robara el barco. ¿Y cómo, en nombre de Dios, pudo enterarse Santiago de su existencia? Era un secreto más bien guardado que la vida sexual de la Reina Victoria.

Tuvo mucho tiempo para merodear por ahí dijo Byron. Y es listo. Yo nunca confié en él.

A mí me caía bien dijo Sam. Siempre fue sociable, y muy bueno en su trabajo, y jugaba estupendamente al poker.

Santiago era un marinero venezolano del siglo xvii que había capitaneado una nave de guerra durante diez años. Naufragado junto a una inidentificada isla caribeña, fue alanceado por los indios cuando llegó arrastrándose a la playa. Sin embargo, esto sólo apresuró un poco su muerte. La sífilis ya casi había terminado con él, de todos modos.

Por supuesto añadió Sam, se sentía horriblemente celoso con respecto a sus mujeres, y tenía ese estúpido machismo latino. Pero después de que una de sus mujeres, una experta en jukado, le diera una buena paliza, reconsideró su modo de proceder y trató a las damas como si valieran su peso en oro.

Había otras cosas más urgentes que considerar, de todos modos, que el ego de Santiago. Por ejemplo, ¿cómo sabría Juan que su gente había tenido éxito? Juan no sabía nada del láser. Seguramente debía haber encargado al venezolano que hiciera volar alguna parte vital del barco. Esa orden no había sido llevada a cabo, puesto que los generadores y los centros electromecánicos de control estaban demasiado bien protegidos. Así que, a menos que se produjera alguna explosión espectacular, ¿cómo sabría Juan que su agente había realizado su trabajo? ¿Existía algún sistema de señales? Al parecer, Santiago no había enviado ninguna.

A menos que... tuviera algún transmisor de radio oculto en el barco. Y estuviera sintonizado a una frecuencia utilizada por...

Sam sintió una débil vibración en el casco, una que no podía atribuirse al golpetear de las paletas contra el agua.

Se dirigió a la portilla de babor y miró afuera. Del lado de estribor surgían volutas de humo, al parecer procedentes de la cubierta superior.

Sam corrió al intercom y aulló:

¡Puestos 15 y 16! ¿Qué ha ocurrido? Una tranquila voz femenina respondió:

Aquí la suboficiala Anita Garibaldi, puesto 17. ¡Ha habido una explosión aquí abajo, señor! ¡Una de las mamparas ha saltado! ¡Él cableado de su interior ha resultado roto!

Detweiller maldijo. Sam se giró en redondo.

¿Qué ocurre?

He perdido el control dijo Detweiller, pero Sam ya lo sabía. Las ruedas de paletas habían disminuido su velocidad, y mientras miraba aún por la portilla de popa, vio que se habían detenido. Lentamente, la proa del barco estaba girando hacia babor, y estaba siendo arrastrado hacia atrás por la corriente.

Detweiller alargó una mano y pulsó un botón. Una luz se encendió a su lado. Agarró de nuevo las palancas. Las ruedas empezaron a girar, ganaron velocidad. El barco regresó a su rumbo original.

El sistema de emergencia funciona dijo Detweiller. Sam sonrió ligeramente, aunque no se sentía en absoluto alegre.

Santiago no debía saber nada de eso dijo ¡Pero fue Juan quien me dio la idea de instalarlo! ¡Vencido por su propio ingenio!

Aulló por el intercom, pulsando el botón que ponía en comunicación a todos los puestos:

¡De acuerdo, chapuceros ciegos microcéfalos incompetentes! ¡Podéis expandir vuestros cerebros un centenar de veces, y seguirán cabiendo en el culo de un mosquito!

¡Encontrad a Santiago!

El estrecho está delante de nosotros, capitán dijo Detweiller.

Una sombra pasó por encima de ellos, y dos motores gemelos rugieron. El Añade cruzó zumbando frente a ellos a una altitud de unos setenta metros. Estaba ascendiendo entre las oscuras paredes, su foco horadando hacia adelante, empequeñeciéndose en la distancia y la oscuridad, luego desapareciendo en la larga curva.

¿Podemos mantenernos en contacto por radio con el Añade? preguntó Sam al radiooperador.

Es posible, señor. Las ondas largas pueden rebotar en esa curva hasta nosotros. Sam se dio la vuelta, pero se giró inmediatamente ante una exclamación del operador.

¡Jesús! exclamó el piloto del avión. ¡Acabamos de ser alcanzados! ¡El motor de estribor está en llamas! ¡Un cohete...!

El operador alzó la vista, con un rostro pálido y denso.

Eso es todo, capitán. Sam maldijo.

¡Juan debía estar aguardándole! ¡Sabía que yo lo enviaría para averiguar qué era lo que estaba haciendo!

¿Por qué no había dejado que Anderson hiciera lo que deseaba, volar por encima de las montañas? Entonces hubiera estado fuera del alcance de los cohetes, o al menos hubiera tenido tiempo de efectuar alguna maniobra evasiva. Pero no. Juan conocía a su ex-socio, sabía lo impaciente que se sentía. Así que había aguardado, y ahora había puesto al torpedero fuera de combate.

Pero el Rex no se habría metido en el estrecho únicamente para tenderle una emboscada al aeroplano. Seguro que...

La voz de Marbot crepitó:

¡Capitán! ¡Acabamos de atrapar a Santiago! ¡Estaba escondido tras una mampara!

¡Huyó a través de un pasillo y casi estuvo a punto de alcanzar la barandilla de cubierta!

¡Johnston ha tenido que volarle la cabeza de un disparo!

Dame los detalles más tarde dijo Sam. Que prosigan la búsqueda de otros posibles agentes. Que miren...

¡Cohetes! gritó Detweiller.