La primera y última batalla aérea en el Mundo del Río (28)
Pleno mediodía en el valle de Virolando. Durante cuarenta años, el cielo bajo el sol en el cenit había sido un calidoscopio de multicolores deslizadores y globos. Hoy, el azul era tan puro como el del ojo de un niño. El Río, que siempre estaba lleno de botes con velas blancas, rojas, negras, verdes, violetas, púrpuras, naranjas, era hoy de un sólido verdeazulado.
Los tambores resonaban a lo largo de ambas orillas. No salgáis al aire y al agua y permaneced alejados de las orillas.
Pese a ello, las multitudes inundaban la orilla izquierda. La mayoría, sin embargo, permanecía en las espiras o en los puentes entre las espiras. Estaban ansiosos por ver la batalla, con su curiosidad venciendo a su miedo. Ninguna de las exhortaciones de La Viro para que permanecieran en las colinas podía alejarlos de aquel espectáculo. Ignoraban a los guardias que intentaban hacerlos retroceder a una distancia segura. No habiendo experimentado nada parecido a las armas del siglo xx, o, mejor dicho, ninguna arma más avanzada que las existentes en el año uno después de Cristo, no tenían la menor idea de lo que podía ocurrir. Muy pocos de ellos habían conocido la violencia, ni siquiera en su más pequeña escala. Y así los inocentes se congregaban en las llanuras o trepaban a las espiras.
La Viro, de rodillas en su templo, rezaba. Hermann Goering, habiendo fracasado en su intento de consolarle, había trepado por una escalerilla hasta la parte superior de la torre de roca. Aunque odiaba aquella maldad, tenía la intención de asistir a ella. Y, tenía que admitírselo a sí mismo, estaba tan excitado como un niño aguardando el primer número de un circo. Era deplorable; tenía aún mucho camino por recorrer antes de que el viejo Goering resultara completamente destruido. Pero no podía permanecer alejado de la batalla y su derramamiento de sangre. Sin duda luego lo lamentaría amargamente. Pero nada como aquello había ocurrido nunca antes en el Mundo del Río. Ni volvería a ocurrir de nuevo.
No estaba dispuesto a perdérselo. De hecho, por un momento, anheló estar pilotando uno de los aeroplanos.
Sí, le quedaba aún un largo camino por recorrer. Mientras tanto, podía gozar de aquello tanto como le fuera posible. Estaba dispuesto a pagar por ello más tarde con sufrimientos de su alma.
Los dos gigantes barcos, el No Se Alquila y el Rex Grandissimus, surcaban las aguas, uno en dirección al otro. En este momento estaban separados por unos diez kilómetros. El acuerdo era que, cuando se hallaran a ocho kilómetros de distancia el uno del otro, se detendrían. A menos, naturalmente, que la batalla aérea hubiera terminado antes de entonces. Después de eso, cualquier cosa podía pasar, no había barreras, que venciera el barco mejor.
Sam Clemens iba arriba y abajo por la timonera. Durante una hora, había estado comprobando todos los puestos y revisado los planes de la batalla. Los hombres asignados al RL estaban ahora en la cubierta A, aguardando. Cuando llegara la señal, tomarían el RL y lo montarían detrás de la gruesa protección de acero que antes había protegido la ametralladora de vapor de proa. Esta había sido retirada, y la plataforma que había contenido la ametralladora estaba preparada ahora para el RL.
Los artilleros de la ametralladora se habían sorprendido enormemente cuando recibieron órdenes de desmontarla y retirarla. Habían hecho preguntas que no fueron respondidas. Los rumores recorrieron por todo el barco de proa a popa, de cubierta a cubierta. ¿Por qué había ordenado el capitán esa extraña maniobra? ¿Qué era lo que pretendía?
Mientras tanto, Clemens había hablado tres veces con William Fermor, el teniente de marines que estaba a cargo del equipo del RL. Sam le había hecho comprender la tremenda importancia de su misión.
Sigo preocupado aún por los agentes de Juan le dijo.
Sé que todo el mundo ha sido investigado tres veces. Pero eso no significa mucho. Cualquier saboteador enviado por Juan estará tan lleno de doblez como lleno de mierda el corral de una granja de Missouri. Deseo que todo el mundo que se acerque al lugar donde está el RL sea registrado.
¿Qué es lo que pueden hacer? dijo Fermor, refiriéndose a los hombres del RL. Ninguno de ellos está armado. Incluso he mirado bajo los faldellines para asegurarme de que no ocultaban nada allí. A ellos no les gusta eso, se lo aseguro. Tienen la impresión de que debería confiarse en ellos.
Deberían comprender la necesidad de todo esto dijo Clemens.
El cronómetro de la sala de control indicaba las 11:30. Clemens miró por la portilla trasera. La cubierta de vuelos estaba preparada. Los aeroplanos habían sido subidos en los montacargas, y uno de ellos estaba siendo montado ahora en la catapulta a vapor en el extremo más alejado de la cubierta. Eran dos, los únicos monoplazas que habían sobrevivido al largo viaje, y habían sido dañados y reparados varias veces. Los dos monoplazas originales, de una sola ala, habían resultado destruidos, el uno en una batalla, el otro en un accidente. Los dos reemplazos, construidos de partes de repuesto de las salas de almacenamiento, eran biplanos con motores accionados a alcohol capaces de alcanzar los 240 kilómetros por hora a nivel del suelo. Originalmente habían sido propulsados por gasolina sintética, pero las reservas de ésta se habían agotado hacía mucho tiempo. Llevaban dos ametralladoras gemelas del calibre.50 en el morro, justo delante de la cabina abierta. Eran capaces de disparar balas de plomo montadas en cartuchos de cobre a razón de quinientos disparos por minuto. La munición había sido almacenada durante todo el viaje para algún acontecimiento especial como el de hoy. Hacía varios días, los cartuchos habían sido vueltos a llenar con nuevas cargas, y cada uno de ellos había sido revisado en longitud, anchura y peso para evitar que pudieran encasquillar las armas.
Sam comprobó de nuevo el cronómetro y luego bajó con el ascensor hasta la cubierta de vuelos. Un pequeño jeep lo condujo hasta los aviones, donde aguardaban el equipo de vuelo, los pilotos de reserva, y los dos pilotos jefe.
Los dos aparatos estaban pintados de blanco, y en la cola y en la parte inferior de las alas de abajo había pintado un fénix escarlata.
Uno de ellos tenía pintada en sus costados una cigüeña roja en pleno vuelo. Inmediatamente debajo de la cabina había unas letras negras. Vieux Charles. Viejo Carlos. El nombre que Georges Guynemer ponía a todos los aviones que había pilotado durante la Primera Guerra Mundial.
En cada lado de la cabina del otro avión había la cabeza de un perro negro ladrando.
Ambos aviadores iban vestidos con monos de piel de pez de color pálido. Sus botas, que les llegaban hasta las rodillas, estaban ribeteadas de rojo, lo mismo que sus pantalones ajustados. Sus chaquetas llevaban un fénix escarlata en el pecho izquierdo. Los cascos de aviador, de piel, estaban rematados con una pequeña púa, la punta del cuerno de un pez cornudo. Sus gafas estaban ribeteadas de escarlata. Sus guantes eran blancos, pero sus manoplas eran rojas. Estaban de pie junto al Viejo Carlos, hablando intensamente entre sí, cuando Clemens saltó del jeep. Al acercársele, le saludaron marcialmente. Clemens permaneció en silencio durante un instante, observándolos. Aunque las hazañas de los dos hombres se habían producido después de que él muriera las conocía a la perfección.
Georges Guynemer era un hombre delgado de mediana altura con unos ardientes ojos azules y un rostro de una belleza casi femenina. Siempre, o al menos fuera de su cabina, era tan tenso como la cuerda de un violín o un tensor de alambre. Era el hombre al que los franceses habían llamado «el As de los Ases». Había otros, Nungesser, Dorme, y Fonck, que habían derribado a más boches del cielo. Pero habían tenido más acción, mientras que la carrera de Georges había terminado relativamente pronto.
El francés era uno de los aviadores innatos que automáticamente se convirtieron en parte de la máquina, un centauro de los aires. Era también un excelente mecánico y técnico, tan cuidadoso en comprobar su aeroplano y sus armas o en imaginar mejoras como los famosos Mannock y Rickenbacker. Durante la Gran Guerra, había parecido existir únicamente para volar y para combatir en el aire. Por todo lo que se sabía de él, nunca había tenido nada que ver con mujeres como amantes. Su única confidente era su hermana, Yvonne. Era una maestro de las acrobacias, pero raramente utilizaba su talento en el aire. Se lanzaba a la batalla utilizando «el golpe directo», como lo llamaban los maestros de esgrima franceses. Era tan osado y poco precavido como su contrapartida inglesa, el gran Albert Ball. Como él, le gustaba volar solo y, cuando se encontraba con un grupo de enemigos, no importaba cuan grande fuera, atacaba.
Eran raras las veces en que regresaba con su Nieuport o Spad no acribillado de agujeros de balas.
Esta no era la forma en que vivir una larga vida en tiempo de guerra, en el que la vida media de un piloto era de tres semanas. Sin embargo, consiguió cincuenta y tres victorias antes de ser derribado.
Uno de sus camaradas escribió que cuando Guynemer subía a su cabina para despegar, «la expresión de su rostro era asombrosa. La mirada de sus ojos era como un rayo».
Sin embargo, era el hombre que había sido rechazado por los servicios de tierra franceses como inútil para el servicio. Era frágil y se resfriaba fácilmente, tosía mucho, y era incapaz de relajarse en la tumultuosa convivencia con sus camaradas después de la lucha diaria. Se parecía a un tísico, y probablemente lo fuera.
Pero los franceses le adoraban, y aquel negro día del 11 de abril de 1917, cuando murió, toda la nación se puso de luto. Una generación más tarde, los escolares franceses aprendían la leyenda de que había volado tan alto que los ángeles no le habían dejado regresar a la Tierra.
La verdad, tal como se supo en aquellos días, era que se encontraba solo como de costumbre, y de alguna forma un aviador mucho menor que él, un tal teniente Wissemann, le había derribado. El aeroplano se había estrellado en el lodo que luego sería removido por las granadas de un gran duelo de artillería. Antes de que se produjeran los miles de explosiones, Guynemer y su aparato estallaron en pedazos, mezclados con el barro, y completamente desintegrados. Carne y huesos y metal se convirtieron, no en polvo, sino en lodo.
En el Mundo del Río, el propio Georges había aclarado el misterio. Mientras entraba y salía por entre las nubes, esperando sorprender a algún boche, o a una docena de
boches para él no constituían ninguna diferencia, había sufrido un acceso de tos. Los espasmos se hicieron peores y, de pronto, empezó a brotarle sangre de la boca, resbalando hasta su combinaison forrada de piel. Sus temores de que se tratara de tuberculosis estaban ahora justificados. Pero no podía hacer nada al respecto.
Pese a que su vitalidad se escapaba de sus manos y la vista se le nublaba, vio al caza alemán aproximársele. Aunque se estaba muriendo, o creía que se estaba muriendo, se volvió contra el enemigo. Sus ametralladoras restallaron, pero su mortal puntería le había abandonado. El alemán giró hacia arriba en un ángulo agudo, y Guynemer hizo virar ceñidamente al Viejo Carlos para seguirle. Por un momento, lo perdió. Entonces las balas atravesaron su parabrisas desde atrás. Y luego... la inconciencia.
Se despertó desnudo en la orilla del Río. Ahora no sufría de la plaga blanca, y su carne se había llenado un poco. Pero su intensidad seguía todavía en su interior, aunque no tanto como en 1917. Compartía su cabina con una mujer que ahora permanecía sentada en ella, llorando. William George Barker, un canadiense, era un aviador innato que había conseguido la sorprendente hazaña de realizar un vuelo en solitario tras solamente una hora de instrucción. El 27 de octubre de 1918, como mayor del escuadrón 201 de la RAF, estaba volando solo en el nuevo Sopwith Snipe. A siete mil metros por encima del bosque Marmal, derribó a un aparato biplaza de observación. Uno de sus tripulantes se salvó lanzándose en paracaídas. Barker se sintió interesado y quizá un poco irritado cuando vio aquello. Los paracaídas estaban prohibidos en los aviones aliados.
De pronto apareció un Fokker, y una bala se clavó en su muslo derecho. Su Snipe entró en barrena, pero lo sacó de ella, sólo para encontrarse rodeado por quince Fokkers. Acribilló de balas a dos de ellos, y escapó. Otro, alcanzado a una distancia de diez metros, estalló en llamas. Pero Barker estaba herido de nuevo, esta vez en su pierna izquierda.
Perdió el conocimiento, recuperándolo justo a tiempo para sacar a su aeroplano de otra barrena. De doce a quince Fokkers lo rodeaban. A menos de cinco metros, disparó a la cola de uno de ellos, sólo para que su codo saltara hecho pedazos a causa de una bala de una ametralladora Spandau.
Un vez más se desvaneció, recuperó los sentidos, y se encontró en medio de al menos doce alemanes. El Snipe estaba echando humo. Creyendo que se había incendiado y que por lo tanto estaba perdido, decidió llevarse por delante a uno de los boches. Cuando los dos aparatos estaban a punto de chocar, cambió de opinión. Disparando, incendió a su oponente.
Escapando de los demás aparatos, alcanzó las líneas británicas, estrellándose cerca de un globo de observación pero vivo.
Este fue el último vuelo de Barker, considerado por todas las autoridades en la materia como el más grande de los combatientes aéreos individuales de la Primera Guerra Mundial.
Barker permaneció en coma durante dos semanas, y cuando se recuperó la guerra ya había terminado. Le fue concedida la Cruz de la Victoria por su hazaña, pero durante mucho tiempo tuvo que usar bastones para caminar y llevar un brazo en cabestrillo. Pese a sus terribles dolores, volvió a volar, y ayudó a organizar la Real Fuerza Aérea Canadiense. En sociedad con el gran William Bishop, estableció la primera línea aérea canadiense de larga distancia.
Murió en 1930, mientras efectuaba un vuelo de prueba de un nuevo aeroplano que se estrelló sin que pudieran determinarse las causas. Su récord oficial era de cincuenta aparatos enemigos, aunque otros récords indican que fueron cincuenta y tres.
Guynemer afirmaba también cincuenta y tres victorias. Clemens estrechó las manos de ambos hombres. Estoy en contra de los duelos, ambos lo sabéis dijo. Ridiculicé su propia noción en mis libros, y he hablado con vosotros muchas veces acerca de cuánto he odiado siempre la vieja perversa costumbre sureña de arreglar disputas a través de la
muerte. Aunque supongo que alguien que sea tan estúpido como para creer que este tipo de arbitrariedad puede arreglar las cosas merece ser muerto.
»No hubiera puesto ninguna objeción a este duelo aéreo si supiera que ibais a resultar muertos hoy y resucitarais al día siguiente, como en los viejos días. Pero ahora las cosas son definitivas. Tengo reservas, como Toro Sentado le dijo a Custer, pero vosotros dos parecéis tan ansiosos, como caballos de guerra oyendo la llamada del cornetín, que no veo razón alguna para rechazar el ofrecimiento de Juan.
»De todos modos, sigo preguntándome qué hay detrás de todo esto. Juan el Malo puede estar planeando alguna traición. Di mi consentimiento porque hablé con uno de sus oficiales, hombres que conozco o de los que he oído hablar, y son hombres muy honestos y honorables. Aunque no llego a imaginar qué hacen hombres como William Goffe y Peter Tordenskjold en ese barco, sirviendo a las órdenes de alguien tan deshonesto. Puede que él también haya cambiado, aunque me niego a creer que haya cambiado interiormente.
»En cualquier caso, me han asegurado que todo se va a realizar en la más estricta legalidad. Sus dos hombres abandonarán el barco al mismo tiempo que vosotros. Sus aviones llevarán únicamente ametralladoras, no cohetes.
Todo esto no importa, Sam dijo Barker, Creemos que tú... que nosotros... tenemos la razón de nuestra parte. Después de todo, Juan robó tu barco e intentó matarte. Y sabemos que es un hombre deshonesto. Además...
Además, ninguno de vosotros dos puede resistir la tentación de entrar en acción de nuevo dijo Sam. Sufrís nostalgia. Habéis olvidado lo brutales y sangrientos que eran esos tiempos, ¿verdad?
Si no fueran deshonestos, no estarían en el Rex dijo Guynemer impacientemente. Además, seríamos unos cobardes si no aceptáramos su desafío.
Tenemos que calentar los motores dijo Barker.
Bien dijo Sam, yo no debería estar hablando así. Adiós, muchachos. Y buena suerte. Que gane el mejor, ¡y estoy seguro de que vosotros sois los mejores!
Estrechó de nuevo sus manos y se apartó a un lado. Aquello era a la vez valeroso y estúpido, pensó, pero había dado su consentimiento. El resumen de último minuto de la situación era debido a su nerviosismo. No hubiera debido decir nada. Pero, a decir verdad, lo preveía. Era como las justas entre caballeros de la antigüedad. Odiaba a esos caballeros, puesto que, históricamente, eran opresores y masacradores de los campesinos y de las clases inferiores e incluso de los de su propia clase. En realidad, una pandilla de sucios sanguinarios. Sin embargo, estaba la realidad, y estaba el mito. El mito siempre había puesto anteojeras a los hombres, y quizá eso era algo bueno que decir de los mitos. Lo ideal era la luz; lo real, las sombras. Aquí había dos hombres excepcionalmente capaces y valerosos, yendo a luchar hasta la muerte en un duelo pre- arreglado. ¿Por qué razón? Ninguno de ellos tenía que probar nada; ya lo habían hecho hacía mucho tiempo, cuando el probar algo tenía realmente un significado.
¿De qué se trataba? ¿Machismo? Definitivamente no. Fuera cual fuese su motivo, estaban complaciendo secretamente a Clemens. Por una parte, si conseguía derribar los aparatos de Juan, entonces podría ir a bombardear el Rex. Claro que, si perdían, entonces los pilotos de Juan podrían acudir a arrasar el No Se Alquila. Prefería no pensar en ello.
Pero la principal fuente de placer era contemplar el combate. Era infantil o, al menos, no maduro. Pero como la mayoría de los hombres y muchas mujeres, gozaba del deporte como espectador. Y este era un acontecimiento deportivo, aunque fuera fatal para los participantes. Los romanos sabían realmente lo que estaban haciendo cuando instauraron los combates de gladiadores.
Sam se sobresaltó cuando sonó una llamada de trompeta.
Fue seguida inmediatamente por el conmovedor «Arriba, hacia el cielo azul», compuesto por Gioacchino Rossini para las fuerzas aéreas del barco. La música, sin embargo, estaba interpretada electrónicamente.
Barker, como comandante, fue el primero en trepar a la cabina. El motor empezó a girar lentamente con un zumbido, luego ganó velocidad. Guynemer subió a su aeroplano. La gente alineada al borde de la cubierta de vuelos y atestando las dos estancias inferiores de la timonera lanzaron vítores. Por aquel entonces, el rugir del motor del caza de Barker cubría todos los vivas y hurras.
Sam Clemens alzó la vista a la sala de control. El oficial ejecutivo, John Byron, permanecía de pie junto a la portilla de popa de la sala de control, listo para hacerle su seña al capitán. Tan pronto como el cronómetro señalara las 12:00, bajaría un trapo escarlata desde la portilla.
Una mujer se destacó de la multitud que se agolpaba al borde de la cubierta y arrojó ramos de flores de árbol de hierro a la cabinas. Guynemer, mirando a través de sus gafas, sonrió y agitó su ramo. Barker alzó el suyo como si fuera a arrojarlo al exterior, luego cambió de opinión.
Sam miró su reloj. La tela color sangre descendió. Se volvió e hizo un gesto para que fuera activada la catapulta. Hubo un silbido del vapor y el aparato de Barker, liberado, fue lanzado hacia adelante. Veinte metros antes de alcanzar el borde de la cubierta, se alzó.
El aeroplano del francés despegó ochenta segundos más tarde.
La multitud se diseminó por la cubierta de vuelos mientras Clemens se apresuraba hacia la timonera. Desde la sala de control podía trepar por una escalerilla a una escotilla abierta en la parte superior de la estructura. Había una silla y una mesa ancladas allí, aguardándole. Mientras observaba la pelea, podría beber bourbon y fumarse un buen cigarro.
Sin embargo, no dejaba de estar preocupado por el Rey Juan. Era tan inevitable como un eructo tras un buen trago de cerveza que Juan estaba planeando alguna traición.