Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (22)
El Rex Grandissimus era realmente un hermoso y sorprendente navío. Surcaba rápidamente el centro del Río, alzándose majestuosamente blanco, sus grandes chimeneas negras irguiéndose altas, sus dos gigantescas ruedas de paletas girando. Desde el astil situado sobre la timonera, el estandarte flameaba, mostrando ondulantemente tres leones dorados sobre campo escarlata.
Hermann Goering, aguardando en la cubierta de una goleta de tres palos, alzó las cejas. El estandarte no era evidentemente el fénix escarlata sobre azul que Clemens había planeado.
El cielo estaba salpicando de deslizadores que se agitaban de un lado para otro sobre el gran barco fluvial. El propio Río estaba atestado con naves de todos tipos, oficiales y particulares.
Ahora el gran barco estaba reduciendo su velocidad, habiendo interpretado correctamente su capitán el significado de los cohetes lanzados desde la goleta de Goering. Además, las otras naves estaban formando un obstáculo que no podía rebasar a menos que aplastara a varias de ellas.
Finalmente se detuvo, con sus paletas girando tan sólo lo suficiente como para contrarrestar la corriente.
Mientras la goleta se acercaba a él, su capitán gritó algo al Rex a través de un cuerno de dragón del Río. Un hombre en la cubierta inferior se apresuró hacia un teléfono sujeto a una mampara y habló con la timonera. Al cabo de un momento, un hombre surgió de la timonera, llevando un instrumento con una especie de cuerno. Su voz surgió retumbante de él, sobresaltando a Hermann. El aparato debía amplificar eléctricamente los sonidos, pensó.
¡Suba a bordo! dijo el hombre en esperanto.
Aunque el capitán estaba como mínimo a más de quince metros por encima del agua y a treinta y cinco de distancia horizontalmente, Hermann lo reconoció. El pelo leonado, los anchos hombros, y el rostro ovalado eran los de Juan Sin Tierra, ex rey de Inglaterra, Señor de Irlanda, etc. etc. A los pocos minutos Hermann abordaba el Rex y era acompañado por dos oficiales fuertemente armados hasta un pequeño ascensor y en él a la cubierta superior de la timonera. Por el camino preguntó:
¿Qué le ocurrió a Sam Clemens?
Los hombres parecieron sorprendidos. Uno de ellos dijo:
¿Qué es lo que sabe usted de él?
Las habladurías viajan más rápido que su barco dijo Hermann. Esto era cierto, y si bien no había dicho exactamente la verdad, tampoco había mentido.
Penetraron en la sala de control. Juan estaba de pie junto al asiento del piloto, mirando hacia afuera. Se volvió al sonido de las puertas del ascensor cerrándose. Medía metro sesenta de altura, y era un hombre de aspecto viril y agradable apariencia, con grandes ojos azules. Llevaba un uniforme negro que probablemente no se ponía nunca excepto para impresionar a los locales. La negra chaqueta, los pantalones, y las botas, eran de piel de dragón del Río. La chaqueta estaba adornada con botones dorados, y una cabeza dorada de león rugía silenciosamente sobre la visera de su gorra. Hermann se preguntó dónde habría obtenido el oro, un artículo extremadamente raro. Probablemente se lo habría quitado a algún pobre infeliz.
Llevaba el pecho desnudo. Un vello leonado, algo más oscuro que el de su cabeza, se rizaba denso sobre la V de la parte superior de la chaqueta.
Uno de los oficiales que le habían escoltado restalló un saludo:
¡El emisario de Virolando, Sire!
Así, pensó Hermann, era sire, no señor.
Resultaba evidente que Juan no reconocía a su visitante. Sorprendió a Hermann avanzando hacia él, sonriendo y tendiéndole la mano. Hermann se la estrechó. ¿Por qué no? No estaba aquí para vengarse. Tenía un deber que cumplir.
Bienvenido a bordo dijo Juan. Soy el capitán, Juan Sin Tierra. Aunque, como puede ver, no tengo tierra, poseo algo mucho más valioso, este barco.
Se echó a reír y añadió:
Hubo un tiempo en el que fui rey de Inglaterra e Irlanda, si eso significa algo para usted.
Soy el hermano Fenikso, obispo auxiliar de la Iglesia de la Segunda Oportunidad y secretario de La Viro. En su nombre le doy la bienvenida a Virolando. Y, sí. Su Majestad, he leído acerca de usted. Nací en el siglo xx en Baviera.
Las densas y leonadas cejas de Juan se alzaron.
He oído hablar mucho de La Viro, por supuesto, y se me dijo que vivía no muy lejos
Río arriba.
Juan presentó a los demás, ninguno de los cuales era conocido de Hermann excepto el primer contramaestre, Augustus Strubewell. Era un americano, muy alto, rubio, y agraciado. Estrujó la mano de Hermann y dijo:
Bienvenido, obispo. Tampoco pareció reconocerle. Goering se alzó mentalmente de hombros. Después de todo, no había estado mucho tiempo en Parolando, y eso había sido hacía más de treinta y tres años.
¿Quiere beber algo? preguntó Juan.
No, gracias dijo Hermann. Espero que me permita permanecer a bordo, capitán. Estoy aquí para escoltarle hasta nuestra capital. Le damos la bienvenida con paz y amor, y esperamos que usted haya venido a nuestro país con el mismo espíritu. La Viro desea conocerle y le envía sus bendiciones. Quizá desee usted quedarse un tiempo entre nosotros y estirar un poco las piernas en la orilla. De hecho, puede quedarse usted tanto tiempo como desee.
Como puede ver, no soy miembro de su congregación dijo Juan, aceptando una copa de bourbon de un ordenanza. Pero tengo en alta estima a la Iglesia. Ha tenido una gran influencia civilizadora a todo lo largo del Río. Lo cual es más de lo que puedo decir de la iglesia a la que un día pertenecí. Ha hecho nuestro viaje mucho más fácil, puesto que ha reducido la militancia. Aunque no mucha gente se atrevería a atacarnos, de todos modos.
Me alegra oír eso dijo Hermann. Decidió que sería mejor no mencionar lo que había hecho Juan en Parolando. Quizá el hombre había cambiado. Le daría el beneficio de la duda.
El capitán hizo los arreglos necesarios para asignarle un alojamiento a Goering. Su cabina estaría en el texas, una larga estructura que era una extensión del espacio justo debajo de la timonera y que se hallaba en el extremo delantero de estribor de la cubierta de aterrizaje. Allí era donde se alojaban los principales oficiales.
Juan le preguntó acerca de su vida terrestre. Goering replicó que no valía la pena hablar del pasado. Lo que importaba era el presente.
Bien dijo Juan, quizá, pero el presente es la suma del pasado. Si no quiere hablar usted de sí mismo, entonces hábleme de Virolando.
Era una pregunta legítima, aunque Goering se preguntó si lo que Juan deseaba saber era el potencial militar del estado. No iba a decirle que era inexistente. Dejaría que lo descubriera por sí mismo. Lo que sí que dejó claro, sin embargo, era que no se permitiría que nadie del Rex bajara a tierra llevando armas.
Si este fuera cualquier otro lugar, haría caso omiso de esta regla dijo Juan, sonriendo. Pero estoy seguro de que estaremos a salvo en el corazón de la Iglesia.
Este país es, por todo lo que sé, algo único dijo Hermann. Su topografía y sus ciudadanos son notables. Lo primero podrá verlo por usted mismo e hizo un gesto con la mano hacia las espiras de roca.
Es un país columnario, evidentemente dijo Juan. ¿Pero qué es lo que hace a sus ciudadanos tan diferentes?
La gran mayoría de ellos son Niños del Río. Cuando se produjo la primera resurrección, esta área estaba llena de niños que habían muerto entre las edades de cinco y siete años. Su número era a razón de veinte por cada adulto. No he oído de ningún otro lugar donde se produjera esa proporción. Los niños parecían proceder de muchos lugares y épocas, eran de muchas naciones y razas. Sin embargo, tenían una cosa en común. Estaban asustados. Pero afortunadamente los adultos procedían en su mayor parte de países pacíficos y progresistas, escandinavos, islandeses y suizos del siglo xx. El área no estuvo sujeta a las violentas luchas por el poder que ocurrieron en tantos otros lugares. El estrecho al oeste corta el paso a los titántropos que viven más allá. La gente inmediata a nosotros Río abajo son del mismo tipo que ésta. Así, los adultos pudieron dedicar todo su tiempo a cuidar de los niños.
»Luego La Viro anunció que había hablado con uno de los misteriosos seres que habían construido este mundo. Fue recibido como lo son todos los profetas al inicio de sus carreras. Con rechazo por parte de todos excepto unos pocos. Pero La Viro tenía algo sustancial, algo más allá de las palabras y de su convicción. Tenía una prueba sólida y visible. Era algo que nadie más poseía, que forzosamente tenía que ser un producto de los Éticos.
»Era el Don, como es llamado generalmente. Podrá verlo en el Templo. Una espiral de oro. Y así, instaló su hogar aquí.
»Los niños fueron educados con disciplina y amor, y fueron ellos quienes edificaron esta cultura que ve ahora a su alrededor.
Si los ciudadanos dijo Juan son tan hermosos espiritualmente como lo es su país a la vista, deben ser ángeles.
Son humanos dijo Goering, y por ello esto no es Utopía, no es el Paraíso. Creo, sin embargo, que no hallará usted ningún otro lugar que contenga a unas personas tan auténticamente amistosas, abiertas, generosas y amantes de sus semejantes. Este es un lugar realmente agradable donde vivir, si uno posee un espíritu afín.
Quizá sea un buen lugar para una prolongada estancia en tierra dijo Juan. Además, los motores necesitan un rebobinado, y eso toma tiempo.
Lo prolongado de su permanencia depende únicamente de ustedes dijo Goering. Juan le miró agudamente.
Goering sonrió. ¿Estaba considerando Juan la forma en que podía aprovecharse de los virolandeses? ¿O simplemente estaba pensando que podía descansar una temporada aquí, sin temor a que su barco le fuera robado?
En aquel momento, un hombre entró en la sala de control. Medía metro ochenta de altura, su piel era profundamente bronceada, sus hombros amplios, su pecho en forma de barril. Su recio pelo era muy negro. Sus negras cejas enmarcaban unos grandes y fieros ojos negros. Su rostro era más fuerte que todos los que había visto Goering en sus vidas. El hombre irradiaba un aura que en la infancia de Goering hubiera sido llamada
«magnetismo animal».
Juan, al verle, dijo:
Ah, Gwalchgwynn, el capitán de mis marines. Tiene que conocerlo. Es un gran tipo, un soberbio espadachín y un estupendo tirador, y un jugador de poker invencible. Es un galés descendiente de reyes por ambas partes de su familia, si lo que dice de sí mismo es cierto.
Goering sintió como si la sangre huyera por completo de su corazón. Murmuró:
¡Burton!