Hermann Goering se despertó sudando y gruñendo.
Ja, mein Führer! Ja, mein Führer! Ja, mein Führer! Ja, ja, ja!
El rostro que gritaba desapareció. El negro humo de los cañones que penetraba a través de las destrozadas ventanas y rotas paredes se desvaneció. El grave resonar de la artillería rusa que ponía contrapunto a la voz de soprano del Führer enmudeció, luego volvió a resonar más lejos, rugiendo sordamente. El otro zumbido que había sido un contrapunto al loco chirrido de la voz del hombre menguó y murió. Ese ruido, fue vagamente consciente, había sido el de los motores de los bombarderos americanos y británicos.
La oscuridad de la pesadilla se transformó en la noche del Mundo del Río.
Era reconfortante y pacífica, pensó. Hermann permanecía tendido de espaldas en la cama de bambú. Tocó el cálido brazo de Kren. Ella se agitó y murmuró algo. Quizá estaba hablando con alguien en sus sueños. No estaba alterada ni confusa ni horrorizada. Sus sueños eran siempre agradables. Era un Niño del Río, muerta en la Tierra a la edad de aproximadamente seis años. No recordaba nada de su planeta nativo. Sus recuerdos más lejanos, y eran más bien vagos, eran los del despertar en aquel valle, con sus padres desaparecidos, con todos aquellos a los que conocía desaparecidos.
Hermann se calentó un poco con aquel contacto y con los agradables recuerdos de sus años juntos. Luego se puso en pie, se vistió con las ropas matutinas que cubrían todo su cuerpo, y salió fuera. Estaba en una plataforma de bambú. Delante y detrás, al mismo nivel que su cabaña, había otras. Encima había otro nivel de chozas, y otro más encima de ése. Debajo había tres niveles. Había una línea continua de puentes extendiéndose hasta tan lejos como podía verse hacia el sur y finalizando lejos en el norte. Los soportes eran habitualmente altas y delgadas espiras de roca o árboles de hierro; cada tramo de puente tenía normalmente no menos de cincuenta metros, y algunos llegaban hasta los cien. Donde se necesitaba algún apoyo extra, se habían erigido columnas de piedras unidas con mortero.
El Valle tenía allí cincuenta kilómetros de anchura. El Río se ensanchaba hasta formar un lago de quince kilómetros de ancho y sesenta kilómetros de largo. Las montañas no tenían más de dos mil metros, afortunadamente para los habitantes, puesto que el Valle estaba muy arriba en el hemisferio norte y necesitaban toda la luz diurna posible. En el extremo occidental del lago, las montañas se curvaban hacia el propio Río. Allí las aguas espumeaban a través de un alto y estrecho paso. En las horas más cálidas de la tarde, el viento del este cruzaba el estrecho a una velocidad estimada de veinticinco kilómetros por
hora. Luego perdía algo de su fuerza, pero era elevado por la peculiar topografía, creando corrientes ascendentes de las cuales tomaban ventaja los habitantes.
Por todas partes en la zona se elevan torres de roca, altas columnas exhibiendo numerosas figuras esculpidas. Entre muchas de esas había plataformas a varios niveles. Todas ellas eran de madera: bambú, pino, roble, tejo. A intervalos, según el peso que las plataformas pudieran soportar, había cabañas. Planeadores y globos cuidadosamente plegados estaban almacenados en la cima de muchas de las espiras más amplias. Los tambores estaban resonando; los cuernos de hueso de pez ululando. La gente empezaba a aparecer en las puertas de las cabañas desperezándose, bostezando. El día empezaba oficialmente. El sol acababa de asomar su parte superior. La temperatura ascendería hasta una máxima de quince grados, diecisiete grados menos que en los trópicos. Al cabo de quince horas, el sol se hundiría tras las montañas, y en nueve horas más volvería a salir por el otro lado. El mucho tiempo que permanecía en el cielo casi compensaba la debilidad de sus oblicuos rayos.
Con dos cilindros colgando de la cuerda atada a su espalda, Hermann descendió los quince metros que lo separaban del suelo. Kren no tenía ninguna tarea que realizar hoy, y podía seguir durmiendo. Bajaría más tarde, tomaría su cilindro del depósito de almacenamiento cercano a la piedra, y tomaría su retrasado desayuno.
Mientras caminaba saludó a los conocidos, y en la población de 248.000 almas podía nombrar a diez mil por sus nombres de pila. La escasez de papel en el Valle había obligado a confiar en la memoria, y por lo tanto había fomentado su desarrollo, aunque en la Tierra su propia memoria había sido fenomenal. Los saludos se efectuaban en el sincopado y degradado dialecto esperanto de Virolando.
Bon ten, eskop (Buenos días, obispo).
Tre bon ten a vi, Fenikso. Pass ess vía. (Muy buenos días a ti, Fénix. Que la paz sea contigo).
Era formal y solemne en aquel momento, pero unos pocos segundos más tarde se detenía junto a un grupo para contarles un chiste.
Hermann Goering se sentía feliz en aquellos momentos. Pero no siempre había sido así. El relato de su vida era largo, salpicado con alegría y paz aquí y allá, pero en general triste y tormentoso y no siempre edificante.
Su biografía terrestre era así:
Nacido en Rosenheim, Baviera, Alemania, el 12 de enero de 1893. Su padre era un oficial colonial, de hecho el primer gobernador de Alemania en el sudoeste de África. A la edad de tres meses, Goering fue separado de sus padres, que se trasladaron a Haití por tres años, donde su padre era el cónsul general alemán. Esta larga separación de su madre a tan tierna edad iba a tener un efecto nocivo en Hermann. El dolor y la soledad de este período nunca lo abandonó por completo. Es más, cuando supo a muy tierna edad que su madre tenía una aventura con su padrino, sintió un gran desprecio, mezclado con rabia, hacia ella. Consiguió, sin embargo, refrenar toda manifestación explícita de sus sentimientos. Trató a su padre con un silencioso desprecio, aunque raras veces se mostró abiertamente insultante con él. Pero cuando su padre fue enterrado, Hermann lloró.
A la edad de diez años se puso muy enfermo a causa de un desarreglo glandular. En
1915, un mes después de la muerte de su padre, fue nombrado teniente en el 112° Regimiento de Infantería Príncipe Guillermo. Por aquel entonces, era un oficial muy popular, con sus ojos azules, su pelo rubio, su esbelto cuerpo y su rostro pasablemente agraciado. Le gustaba bailar y beber, y en general era muy divertido. Su padrino, un judío convertido al cristianismo, le daba dinero para ayudarle financieramente.
Poco después de empezar la Primera Guerra Mundial, una dolorosa artritis en sus rodillas hizo que fuera hospitalizado. Ansioso por entrar en acción, abandonó el hospital y se convirtió en el observador del avión de uno de sus amigos, Loerzer. Durante tres semanas estuvo extraoficialmente ausente sin haber abandonado el ejército. Aunque fue
juzgado inútil para servir en la infantería debido a su incapacidad física, Goering se unió a la Luftwaffe. Su lenguaje vigoroso y muy poco ortodoxo divirtió al Príncipe Heredero, que mandaba el 25° Destacamento Aéreo del Quinto Ejército. En otoño de 1915 pasó por la Escuela de Aviación de Friburgo, calificándose fácilmente como piloto. En noviembre de
1916 fue derribado, gravemente herido, y estuvo fuera de acción durante seis meses. Pese a ello, voló de nuevo. Su ascensión fue rápida puesto que no sólo era un excelente oficial y aviador sino un sorprendente organizador.
En 1917 Hermann recibió la Orare pour le Mérite (el equivalente alemán de la Cruz de la Victoria) en reconocimiento por sus cualidades y sus dotes de mando y por haber derribado a quince aeroplanos enemigos. Recibió también la Medalla de Oro de la Aviación. El 7 de julio de 1918 fue nombrado comandante de la Geschwader 1, tras la muerte de su comandante Richthofen tras ochenta victorias. El gran interés de Goering por los detalles y problemas técnicos del equipo lo hacían ideal para ese puesto de comandante. Su profundo conocimiento de todos los aspectos de la guerra aérea le dieron una gran ventaja en los siguientes años.
En el momento en que Alemania se rindió, tenía treinta aeroplanos enemigos en su haber. Pero esto no le sirvió de mucho durante el período inmediatamente después del final de la guerra. Los ases eran un producto invendible en el mercado. En 1920, tras algún tiempo realizando giras de acrobacia aérea en Dinamarca y Suecia, se convirtió en jefe de vuelos de la Svenska Lufttrafik en Estocolmo, Suecia. Allí conoció a Karin von Kantznow, cuñada del explorador sueco conde Von Rosen. Se casó con ella, pese a que ella era una divorciada y madre de un niño de ocho años. Fue un buen marido hasta que ella murió. Pese a su carrera posterior en una organización que se distinguía por su enorme inmoralidad, le fue fiel durante todo su matrimonio, y lo mismo ocurrió con su segunda mujer. Sexualmente, era un puritano. También lo era políticamente. Una vez había jurado su lealtad, no la rompía por nada del mundo.
Es una sorpresa que llegara hasta donde llegó. Aunque soñaba mucho con alcanzar altas posiciones y riquezas, era un indeciso. Sin ninguna luz que lo guiara, dejaba que el azar, la gente y los acontecimientos lo arrastraran.
Su suerte, o su desgracia, fue conocer a Adolf Hitler.
Durante el abortado Putsh en 1923 en Munich, Goering resultó herido. Escapó por los pelos de la policía refugiándose en la casa de Frau Use Ballin, esposa de un comerciante judío. Goering no olvidó jamás esa deuda. La ayudó durante la persecución de los judíos después de que Hitler se convirtiera en el jefe del estado alemán, y arregló las cosas para que ella y su familia volaran hasta Inglaterra.
Rompiendo su palabra de honor de que no escaparía después de su arresto, Goering voló a Austria. Allí la seriamente infectada herida forzó su hospitalización, obligándole a tomar morfina para combatir el dolor. Enfermo y sin dinero, su virilidad afectada por varias operaciones, se convirtió en un deprimido mental. Al mismo tiempo, la salud de su esposa, que nunca había sido buena, empeoró.
Adicto ahora a las drogas, se trasladó a Suecia, donde pasó seis meses en un sanatorio. Dado de alta como curado, regresó junto a su mujer. Todo parecía sin esperanzas; sin embargo, habiendo alcanzado el fondo, su ánimo se remontó, y empezó a luchar. Esto era típico en él. De algún modo, extrayéndola de algún lugar, reunió todas sus energías para luchar cuando todo parecía perdido.
De regreso a Alemania, se unió a Hitler, al que consideraba el único hombre que podía conseguir que Alemania fuera grande de nuevo. Karin murió en Suecia en octubre de
1931. El estaba con Hitler en Berlín por aquel entonces, en una reunión con Hindenburg, que había decidido que Hitler podía convertirse en su sucesor como cabeza del estado. Goering se sintió siempre culpable debido a haber elegido estar con Hitler en vez de quedarse con Karin cuando se estaba muriendo. Su muerte lo empujó de nuevo a la
morfina durante un cierto tiempo. Luego conoció a Emmy Sonnemann, una actriz, y se casó con ella.
Aunque tenía un gran talento como organizador, Goering se sentía inclinado al sentimentalismo. También tenía un temperamento ardiente que hacía que su lenguaje lo dominara. Durante el juicio de los hombres acusados de haber incendiado el edificio del Reichstag, Goering hizo alocadas acusaciones.
Dimitrov, el comunista búlgaro, expuso fríamente la ilegalidad de los métodos y lo ilógico de las acusaciones vertidas contra él. El fracaso de Goering en controlarse en el juicio estropeó su efecto propagandístico y derrumbó la falsa fachada de la máquina de propaganda nazi.
Pese a ello, Goering recibió el encargo de formar las nuevas fuerzas aéreas del Reich. Ya no era el esbelto as de la aviación, pues había engordado mucho. Pero su doble personalidad le había hecho ganar dos nuevos títulos, Der Dicke (El Gordito) y Der Eiserne (El Hombre de Hierro). Su reumatismo le hacía sentir dolores en las piernas y le obligaba a tomar drogas (principalmente paracodeína).
No era muy instruido ni un gran escritor, pero dictó un libro, Alemania renacida, que fue publicado en Londres. Sentía pasión por las obras de George Bernard Shaw, y podía citar pasajes enteros de ellas. También estaba familiarizado con los clásicos alemanes, Goethe, Schiller, los Schlegel, etc. Su amor a la pintura era bien conocido. Le entusiasmaban las historias de detectives, y los juguetes y artilugios mecánicos. Por aquel entonces soñaba en una dinastía Goering, una que durara un millar de años y dejara su huella y su nombre impresos para siempre en la historia. Era altamente probable que Hitler no tuviera hijos, y había nombrado a Goering su sucesor. Este sueño se vino abajo cuando su único hijo, una niña, Edda, nació. Emmy no podía tener más hijos, y le resultaba inimaginable el divorciarse y casarse con otra mujer que pudiera tener hijos. Aunque debió sentirse intensamente decepcionado, no lo reveló. Amaba a Edda, y ella lo quiso intensamente hasta el final de su vida.
Otro aspecto de su desconcertante personalidad quedó demostrado cuando visitó Italia en misión diplomática. El Rey y el Príncipe Heredero lo llevaron a una cacería de venados. Los tres permanecían de pie en una plataforma elevada mientras centenares de venados pasaban en manada junto a ellos. Los personajes reales hicieron una auténtica carnicería, sólo el Rey mató ciento trece. Goering se sintió tan disgustado que se negó a efectuar ni un disparo.
Como tampoco deseaba invadir Checoslovaquia y Austria, y se opuso explícitamente a la invasión de Polonia. El pensamiento de la guerra lo deprimía; su espíritu bajó enormemente al inicio de las Primera y Segunda Guerras Mundiales ante el solo pensamiento de ellas. Sin embargo, siguió adelante con su adorado líder en este aspecto, del mismo modo que no protestó públicamente contra la persecución de los judíos. Pero a petición de su esposa, salvó a docenas de judíos del encarcelamiento.
En 1939, Hitler promocionó a Hermann al puesto de Mariscal de Campo, y lo nombró Ministro de Economía del Reich. Como Ministro del Aire de la Luftwaffe era al mismo tiempo su comandante en jefe. Intentó conseguir la construcción de un estratobombardero que pudiera alcanzar los treinta mil metros de altitud y volar hasta América, pero su empeño no tuvo éxito.
Pese a sus altas posiciones, tenía tendencia a volver la espalda a las realidades. En
1939 le dijo al público alemán: «Si algún bombardero enemigo alcanza el Ruhr, mi nombre no es Hermann Goering. Podéis llamarme Meier». («Meier» era un nombre burlesco del folklore alemán, que describía a un personaje mítico que se pasaba toda la vida babeando como un bobalicón).
Al cabo de algún tiempo, Goering fue llamado Meier por las altas esferas del Partido Nazi y por el público. Pero el afectuoso tono implícito de Der Dick no estaba en Meier. Los bombarderos británicos y americanos estaban haciendo carnicerías en Alemania. La
Luftwaffe había fracasado en ablandar a Inglaterra para la invasión, y hora estaba fracasando en rechazar las hordas de pájaros metálicos que dejaban caer mortíferos huevos sobre el Reich. Hitler le echó a Goering la culpa de ambas cosas, aunque fue precisamente decisión de Hitler el bombardear las ciudades inglesas en vez de barrer primero las bases de la Royal Air Forcé que eran responsables de los apuros de Alemania. Del mismo modo que la decisión también de Hitler de atacar a la neutral Rusia antes de que Inglaterra resultara vencida fue en último término la causa de la caída de Alemania.
De hecho, Hitler había deseado invadir también Suecia, cuando Noruega fue tomada. Pero Goering, amando Suecia, amenazó con dimitir si Suecia era atacada. También le presentó a Hitler las ventajas de una Suecia neutral.
Su salud había empeorado antes de la guerra. Durante los grandes conflictos, su enfermedad y su pérdida de prestigio le empujaron de nuevo a las drogas. Se sentía ansioso, nervioso, y propenso a la melancolía, hecho una ruina, fuera de control, y sin forma de parar su descenso. Y su bienamado país estaba corriendo hacia el Gótterdámmerung, algo que le horrorizaba pero que, extrañamente, satisfacía a Hitler.
Con los aliados avanzando sobre Alemania desde todos los frentes, Goering pensó que era el momento de hacerse cargo del gobierno. Der Führer, en vez de ello, lo desposeyó de todos sus títulos y posiciones y lo expulsó del Partido Nazi. Su peor enemigo, Martin Bormann, ordenó su arresto.
Hacia finales de la guerra, mientras intentaba huir de los rusos, fue tomado bajo custodia por un teniente del ejército, irónicamente un judío. Durante su juicio en Nüremberg, se defendió, pero con una cierta falta de convicción. Pese a lo que Hitler había hecho, lo defendió también, leal hasta el fin.
El veredicto era inevitable. Fue sentenciado a ser colgado. El día antes de su ejecución, el 15 de octubre de 1946, tragó una de las cápsulas de cianuro que había escondido en su celda y murió. Fue incinerado, y las cenizas, según la historia, fueron arrojadas a una fosa común en Dachau. Otra historia, con mayor autoridad, dice que las cenizas fueron esparcidas en una lodosa carretera comarcal en las afueras de Munich.
Ese hubiera debido ser el final. Goering se sintió feliz de morir, feliz de librarse de las enfermedades de su cuerpo y alma, de la abrumadora conciencia de su gran fracaso, y del estigma de ser un criminal de guerra nazi. Lo único que lamentó de su muerte fue que su Emma y la pequeña Edda iban a quedar sin protección.