El Misterioso Extraño (6)
Era a última hora de la tarde cuando Sam vio al extraño ser que era aún más grotesco que Joe Miller. Joe al menos era humano, pero esta persona obviamente no había nacido en la Tierra.
Sam supo inmediatamente que el ser tenía que ser uno de los miembros de aquel pequeño grupo de un planeta de Tau Ceti. Su informante, el difunto barón John de
Greystock, había conocido a uno de ellos. Según su historia, los taucetanos, a principios del siglo xxi, habían puesto en órbita una pequeña nave en torno a la Tierra antes de descender en la gran nave madre a la superficie. Habían sido bien recibidos, pero luego uno de ellos, Monat, había dicho en una entrevista por televisión que los taucetanos poseían los medios de prolongar sus vidas durante siglos. La gente de la Tierra exigió que le fuera entregado ese conocimiento. Cuando los taucetanos se negaron, diciendo que los terrestres abusarían del don de la longevidad, furiosas multitudes habían linchado a la mayoría de los taucetanos y luego se habían apoderado de la nave. Reluctantemente, Monat había activado un rastreador en el satélite, y éste había proyectado un rayo que había matado a la mayor parte de la vida humana en la Tierra. Al menos, eso era lo que Monat creía. No llegó a ver los resultados de su acción. El también fue linchado por la multitud.
Monat había accionado el rayo de la muerte porque temía que los terrestres pudieran utilizar la nave madre como modelo para construir más naves y luego dirigirse a su planeta nativo y atacarlo, quizá incluso destruir a todos sus habitantes. Realmente no sabía si podían llegar a hacerlo finalmente o no, pero no podía correr el riesgo.
El taucetano estaba de pie en precario equilibrio sobre una estrecha piragua y agitando frenéticamente las manos hacia el No Se Alquila. Obviamente, deseaba subir a bordo. Lo mismo deseaba mucha gente, pensó Sam, pero ninguno conseguía su propósito. Este, sin embargo, si bien no era un caballo de diferente color, sí era un bípedo que no era ni pájaro ni hombre. De modo que Sam le dijo al piloto que virara y se acercara a la piragua.
Luego, mientras la sorprendida tripulación se agolpaba en las cubiertas exteriores, el taucetano trepó por una corta escalera hasta la cubierta de calderas. Su compañero, un hombre de aspecto ordinario, le siguió. La piragua se alejó derivando hacia quien se apoderara primero de ella.
Escoltados por dos marineros y el general Ely S. Parker en persona, los dos hombres se hallaron pronto en la sala de control. Sam, hablando esperanto, estrechó sus manos, se presentó a sí mismo y a los demás, y luego ellos se presentaron también.
Soy Monat Grrautut dijo el bípedo, con una profunda e intensa voz.
¡Jesucristo! exclamó Sam. ¡El mismo en persona! Monat sonrió, dejando al descubierto unos dientes de apariencia completamente humana.
Oh, entonces ha oído hablar de mí.
Usted es el único taucetano cuyo nombre conozco dijo Sam. He estado escudriñando las orillas durante años en busca de algunos de ustedes, y nunca he conseguido ver ni un pelo de ninguno. ¡Y luego nos damos de narices con usted mismo en persona!
No soy de un planeta de Tau Ceti dijo Monat. Esa fue la historia que contamos cuando vinimos a la Tierra. En realidad, procedo de un planeta de la estrella Arcturus. Engañamos a los terrestres en previsión de que sus instintos fueran guerreros y...
Una buena idea dijo Sam. Aunque fueron ustedes un poco duros con la gente de la Tierra, según tengo entendido. De todos modos, ¿por qué siguió manteniendo esa historia cuando fue resucitado aquí... sin su permiso?
Monat se alzó de hombros. Qué gesto tan humano, pensó Sam.
La costumbre, supongo. Además, deseaba asegurarme de que los terrestres seguían sin representar ningún peligro para mi gente.
No puedo culparle por ello.
Cuando supe positivamente que los terrestres no representaban ningún peligro, entonces conté la auténtica historia de mi origen.
Por supuesto dijo Sam, y se echó a reír. Está bien. Tomen un puro, ustedes dos. Monat tenía dos metros de altura, era delgado, y su piel era rosada. Llevaba solamente
un faldellín, que dejaba al descubierto la mayor parte de sus rasgos, pero que ocultaba los más interesantes para algunos. Greystock había dicho que el pene del individuo podía
pasar por humano y que estaba circuncidado, como los de todos los de los hombres de aquel mundo. Su escroto, sin embargo, era una especie de saco lleno de protuberancias que contenía un elevado número de testículos.
Su rostro era semihumano. Bajo un cráneo sin pelo y una frente muy alta había dos cejas espesas, negras y rizadas, que rodeaban casi sus prominentes órbitas y se extendían hasta casi cubrirlas. Sus ojos eran de color marrón oscuro. La mayor parte de su nariz era de lo más elegante que Sam había visto en mucha gente. Pero una especie de delgados flecos membranosos de unos quince milímetros de largo colgaban de los lados de sus aletas. La nariz terminaba en un grueso y profundamente hendido muñón cartilaginoso. Sus labios eran perrunos, delgados, correosos y negros. Sus orejas sin lóbulos presentaban circunvoluciones completamente inhumanas.
Cada mano tenía tres dedos y un largo pulgar, y tenía cuatro dedos en cada pie.
No creo que asustara a nadie en los barrios bajos de ninguna ciudad, pensó Sam. O en el Congreso.
Su compañero era un americano nacido en 1918, muerto en 2008, cuando el rayo taucetano o arcturiano barrió la Tierra. Su nombre era Peter Jairus Frigate, y medía metro ochenta de altura, musculoso, pelo negro y ojos verdes y un rostro no desagradable visto de frente, pero más bien duro y de mandíbula hundida visto de perfil. Como Monat, llevaba un cilindro y un hatillo de posesiones, e iba armado con un cuchillo de piedra, un hacha, un arco, y un carcaj de flechas.
Sam dudaba mucho de que Monat estuviera diciendo la verdad acerca de su lugar de nacimiento o de que Frigate estuviera dando su verdadero nombre. Dudaba de la historia de cualquiera que dijera que había vivido más allá de 1983. Sin embargo, no iba a decir nada al respecto hasta que estuviera bien informado de aquellos dos.
Tras hacer que les sirvieran unas bebidas, los condujo personalmente a los aposentos de los oficiales cerca de su propia suite.
Ocurre precisamente que me faltan tres miembros de mi oficialidad dijo. Hay una cabina disponible en la cubierta de calderas. No es un lugar muy deseable, así que voy a enviar allá a dos de los oficiales más jóvenes que disponen ahora de una cabina aquí. Ustedes pueden ocupar ésta, y ellos pueden ir abajo.
El hombre y la mujer que tuvieron que dejar su cabina no parecieron muy contentos cuando oyeron la orden de Sam, pero obedecieron rápidamente.
Aquella noche, comieron en la mesa del capitán con platos chinos pintados por un antiguo artista chino, y bebieron en vasos de cristal tallado. Los cubiertos eran de sólida aleación de plata.
Sam y los demás, incluido el gigantesco Joe Miller, escucharon atentamente las historias de los dos recién llegados acerca de sus aventuras en el Mundo del Río. Cuando Sam oyó que habían viajado durante largo tiempo con Richard Francis Burton, el famoso explorador, lingüista, traductor y, autor del siglo xix, sintió un estremecimiento. El Etico le había dicho que Burton era otro de los reclutados.
¿Tienen alguna idea de dónde está él ahora? preguntó calmadamente.
No dijo Monat. Resultamos separados durante una batalla y no pudimos volver a encontrarlo pese a que lo buscamos intensamente.
Sam animó a Joe Miller a que contara su historia de la expedición egipcia. Sam se sentía impaciente con su papel de educado interrogador y anfitrión. Le gustaba dominar la conversación, pero deseaba ver qué efectos tenía el relato de Miller en aquellos dos.
Cuando Joe hubo terminado, Monat dijo:
¡Vaya! ¡Así que realmente hay una Torre en el mar polar!
Zí, maldita zea, ezo ez lo que he dicho murmuró Joe.
Sam pretendía dejar pasar al menos una semana oyendo todo lo relevante que ellos tuvieran que decir sobre sí mismos. Luego empezaría a someterlos a un interrogatorio mucho más riguroso.
Dos días más tarde, mientras el barco estaba anclado en la orilla derecha al mediodía para recargar, las piedras de cilindros permanecieron mudas y sin llamas.
¡Por los sagrados clavos de Cristo! exclamó Sam. ¿Otro meteorito?
No creía que esa fuera la causa del fallo. El Etico le había dicho que había instaladas en el espacio protecciones deflectoras de meteoritos, y que la única razón de que aquél hubiera podido atravesarlas era que él había conseguido hacer que las protecciones fallaran en el momento exacto para permitir que el meteorito las cruzara. Las protecciones debían estar actuando todavía ahí afuera, flotando en el espacio, listas para hacer su trabajo.
Pero si el fallo no había sido ocasionado por un meteorito, ¿qué lo había ocasionado?
¿O era otro caso de mal funcionamiento de los sistemas de los Éticos? La gente ya no era resucitada, lo cual significaba que algo se había estropeado y no había sido reparado en el mecanismo que convertía el calor del corazón del planeta en electricidad para las piedras. Afortunadamente, estas se hallaban dispuestas en paralelo, no en serie. De otro modo, todo el mundo iba a morirse de hambre, no solamente los de la orilla derecha.
Sam ordenó inmediatamente que le barco siguiera su curso corriente arriba. Al atardecer el barco se detuvo en la orilla izquierda. No inesperadamente, los del lugar no aceptaron permitirles usar una piedra de cilindros. Hubo una lucha infernal, una carnicería que enfermó a Sam. Frigate fue uno de los que resultaron muertos por un pequeño cohete lanzado desde la orilla.
Luego los hambrientos desesperados de la orilla derecha invadieron la orilla izquierda. Vinieron en enjambres, que no pudieron ser detenidos hasta que murió el número suficiente de ellos y de los defensores como para que hubiera suficientes depresiones en las piedras para los cilindros de los supervivientes.
Hasta que los cuerpos dejaron de llenar la superficie del Río no dio orden Clemens de seguir corriente arriba. Unos pocos días más tarde, hizo otra parada el tiempo suficiente como para reemplazar a los que había perdido en la refriega.