Mientras la tormenta estaba en su apogeo, la aeronave surgió procedente del norte por encima de la montaña. Los relámpagos, la única iluminación, rasgaban el cielo. El radar barría el valle por encima de las copas de los árboles, a través de las espiras de roca, cruzando el Río y centrándose en el gran barco. El detector pasivo del radar indicaba que el radar del barco no estaba operando. Después de todo, el barco estaba anclado, ¿y para qué usar el radar si no era esperado ningún enemigo?
La enorme compuerta de la panza de la nave se abrió. El helicóptero, asentado sobre una plataforma, empezó a hacer girar sus palas. En su interior había treinta y un hombres. Boynton a los controles, de Bergerac a su lado. Armas y cajas de explosivos apiladas en la parte de atrás.
Tan pronto como los motores estuvieron calientes, Boynton hizo la señal. Szentes, el contramaestre a cargo de la maniobra, escuchó por los micrófonos de su casco, recibiendo el informe de último minuto sobre el viento. Luego alzó una pequeña bandera arriba y abajo. ¡Adelante!
El helicóptero se alzó dentro del enorme hangar, avanzó lateralmente saliendo de la plataforma, colgó sobre la abertura, con las luces del hangar destellando en las puntas de las girantes palas. Luego se dejó caer como una piedra, y de Bergerac, mirando hacia arriba por el parabrisas, vio la colosal nave emerger en medio de las negras nubes y luego desaparecer.
Cyrano sabía que el planeador biplaza sería lanzado dentro de un minuto. Bob Winkelmeyer estaría a los controles; James McParlan sería el pasajero. Winkelmeyer era un graduado de West Point, un aviador que había sido derribado por un Zero durante un vuelo de exploración sobre una isla al norte de Australia. McParlan había sido famoso en los años 1870. Un detective de Pinkerton, se había infiltrado en los Mollie Maguires, una organización secreta terrorista de mineros irlandeses en Pensilvania. Bajo el nombre de James McKenna, había conseguido penetrar muy profundamente en la banda, escapando por poco a ser descubierto y muerto en multitud de ocasiones. Como resultado de todo ello, los Maguires habían sido arrestados, diecinueve de ellos fueron colgados, y los propietarios de la mina continuaron explotando a sus empleados.
Winkelmeyer y McParlan se posarían en el Río, donde hundirían su planeador. Más tarde, si tenían oportunidad, se enrolarían a bordo del Rex. Habría vacantes, puesto que era dudoso que el grupo incursor pudiera dar su golpe sin matar a algunos de los tripulantes del Rex.
Como Sam Clemens les había dicho a los dos:
El Podrido John no tiene el monopolio de los agentes dobles. Llegad hasta él, muchachos, captando su confianza. Es decir, si la incursión fracasa. Quizá no tengáis que hacerlo. Pero conozco su escurridizo carácter. Es el poste engrasado por el que el mono no puede subir.
»De modo que, si se sale de ésta, os uniréis a su tripulación. Y entonces, cuando llegue el Armagedón, volaréis su barco. Será como si Gabriel hubiera situado a dos ángeles disfrazados de demonios en el Infierno.
El helicóptero se sumergió entre las nubes. Los rayos abrían chasqueantes el mundo, deslizándose como una llameante espada entre tierra y cielo. Los truenos hacían resonar
la bóveda celeste. La lluvia golpeaba contra los parabrisas, enturbiando la visión. El radar del aparato, sin embargo, tenía localizado al barco, y al cabo de dos minutos las luces de su blanco aparecieron débiles allá abajo. Boynton hizo deslizar el helicóptero en un ángulo de cuarenta y cinco grados en dirección al barco, luego lo dejó caer hasta que estuvo cerca del Río. A toda velocidad, mientras los relámpagos rasgaban la tela de la noche, avanzó a un metro por encima de la superficie del agua. Ahora las luces de la timonera y de los muelles se hacían más grandes y brillantes.
Bruscamente, el helicóptero se elevó de nuevo, descendió en vertical sobre la cubierta de vuelos, se detuvo suspendido unos instantes, y se posó. Se tambaleó ligeramente cuando sus ruedas entraron en contacto con la superficie. Se inmovilizó, las palas silbaron al disminuir su velocidad, y sus portezuelas se abrieron de golpe.
Cuando de Bergerac pisó la cubierta, los motores ya se habían parado. Boynton estaba ayudando a los hombres a salir por su lado; Cyrano estaba ordenando a un hombre que aún estaba en el aparato que sacara las cajas de bombas.
Cyrano alzó la vista hacía la cubierta superior de la timonera. Por ahora, nadie parecía estar mirando hacia afuera por su escotilla de estribor, no había sonado ninguna alarma. Su suerte era aún mejor de lo que habían esperado. Increíblemente, no había centinelas. O, si los había, no se habían dado cuenta de nada de lo que estaba ocurriendo. Quizá se sentían muy seguros en aquella zona. Una buena parte de la tripulación debía estar en tierra. Y los centinelas puede que no estuvieran en sus puestos, dormidos, borrachos o haciendo el amor.
De Bergerac sacó su pistola Mark IV y palmeó la empuñadura de su espada.
¡Seguidme!
Cinco hombres echaron a correr tras él. Otros dos grupos se dirigieron hacia los puestos que les habían sido asignados. Boynton se quedó en el helicóptero, preparado para poner el motor en marcha en el momento adecuado.
La cubierta de vuelos era una extensión de la parte superior del texas. El francés corrió hacia la timonera, los pies de sus hombres resonando contra su superficie de roble. Al llegar a la entrada de la segunda cubierta de la timonera, hizo una pausa. Ahora alguien estaba gritando algo por la escotilla abierta de la cabina de pilotaje, arriba. Cyrano lo ignoró y cruzó el umbral. Los otros le siguieron hacia arriba por la empinada escalerilla. Antes de que el último hombre hubiera entrado, sonó un disparo. Cyrano miró hacia abajo.
¿Algún herido? gritó.
¡Estuvo a punto de darme a mí! dijo el hombre que iba inmediatamente detrás de él, Cogswell.
Estaban empezando a sonar alarmas arriba, y de lejos les llegó el sordo mugir de una sirena. Al cabo de pocos segundos se le unieron otras sirenas.
La segunda cubierta era un corredor brillantemente iluminado flanqueado por cabinas en la que debían alojarse los oficiales jefes y sus mujeres. Posiblemente Juan Sin Tierra debía estar en la cabina de la izquierda, justo debajo de la escalerilla que conducía hacia arriba al puente o a la sala de pilotaje. Clemens había planeado quedarse esa cabina, puesto que era la más grande, y no era probable que Juan hubiera tomado otra más pequeña.
Había cuatro puertas a cada lado del pasillo. Una de ellas se abrió apenas de Bergerac apareció en él. Un hombre asomó la cabeza. De Bergerac apuntó la pistola contra él, y el hombre cerró de golpe la puerta.
Rápidamente, actuando tal como había sido planeado, cada uno de los seis hombres tomó un artilugio de su cinturón. Todos ellos habían sido preparados por el taller mecánico hacía apenas una hora, y dos de ellos llevaban uno extra. Eran cortas barras de duraluminio con largas y sólidas puntas de acero en cada extremo. Clavadas a martillazos en el roble, entre el lado de la puerta y la mampara, impedirían que cualquier persona en
la cabina pudiera abrir la puerta antes que, como se había planeado, Juan y sus secuestradores se hubieran ido.
Llegaban gritos y maldiciones desde el interior de las cabinas. Un hombre intentó abrir la puerta a empujones mientras Cogswell estaba martilleando. Cogswell soltó el martillo y disparó por la estrecha abertura, sin preocuparse de si acertaba al hombre o no. La puerta se cerró, y terminó rápidamente su trabajo.
A estas alturas, Juan debía estar informado ya vía intercom de que el barco estaba siendo atacado. Pero el ruido en el corredor debía haber sido suficiente de todos modos como para informarle de que los invasores estaban allí. No necesitaba que el estampido de la pistola se lo dijera.
Tres hombres tenían que rodear la cabina de pilotaje y entrar en ella por la escalerilla delantera. Sin embargo... oh, sí, ahí venía uno de los guardias de la timonera. Asomó un pálido rostro por la esquina de la entrada, en la parte de arriba de la escalerilla que conducía al corredor. Empezó a salir de su escondite, sujetando con las dos manos una pesada pistola calibre .69. No llevaba armadura.
¡Peste!
Aunque Cyrano odiaba herir al hombre, al que no había visto nunca antes, apuntó y disparó.
Quelle merde!
Había fallado, la bala de plástico había astillado la madera a un lado del hombre. Algunos fragmentos debieron alcanzarle, de todos modos, porque gritó y se echó hacia atrás, soltando su pistola y llevándose las manos a la cara.
Cyrano no era un excelente tirador. Pero mejor así, se dijo a sí mismo. Si la bala había dejado fuera de combate por un tiempo al hombre, sin causarle demasiado daño en vez de matarlo, el efecto era aún más deseable.
Llegaban gritos y disparos de la cabina de pilotaje. Eso podía significar que los tres hombres habían subido por la escalera de proa y ahora estaban ocupándose de la guardia.
Se lanzó hacia la puerta de la cabina en la que tenía que estar Juan. Era inútil pedir a su ocupante que saliera con las manos en alto. Fuera lo que fuese el ex monarca de Inglaterra y la mitad de Francia, no era ningún cobarde.
Por supuesto, entraba dentro de lo posible que no estuviera a bordo esta noche. Podía hallarse en tierra, comiendo, bebiendo y persiguiendo mujeres.
Cyrano sonrió cuando, al llegar junto a la puerta, probó el picaporte. Estaba cerrada por dentro. Así pues, el capitán del Rex estaba en casa, aunque no recibía.
Una voz de hombre gritó en Esperanto:
¿Qué ocurre?
Cyrano sonrió. Era la voz de barítono del Rey Juan.
¡Capitán, estamos siendo atacados! gritó.
Aguardó. Quizá Juan cayera en la trampa, pensando que era la voz de uno de sus hombres, y abriera la puerta.
Sonó una explosión, seguida por una bala que le hubiera alcanzado si se hubiera situado frente a la puerta. No era una de esas balas de plástico que se hubieran hecho pedazos contra el roble. Era una preciosa bala de plomo, e hizo un agujero de respetable tamaño.
Hizo un gesto a uno de sus hombres, y este extrajo un pequeño paquete de explosivo plástico de una pequeña caja. Cyrano permaneció a un lado mientras su colega, Sheehan, acuclillado, apretaba el explosivo contra la cerradura y sobre las bisagras.
El Astuto Juan atravesó la madera con otra bala. Esta iba baja, y alcanzó a Sheehan en la frente, justo encima de los ojos. Cayó hacia atrás y quedó tendido inmóvil en el suelo, con la boca muy abierta.
Quel dommage!
Sheehan había sido un buen compañero. Era triste que su sermón funeral quedara reducido a un «¡Qué lástima!»
Por otra parte, no hubiera debido ser tan descuidado situándose en la línea de fuego. Cogswell apartó un poco el cadáver, arrastrándolo, tomó el cable eléctrico y la batería,
y retrocedió rápidamente, desenrollando el hilo. Afortunadamente, Sheehan había insertado el fulminante en el plástico, ahorrando así unos cuantos segundos. Todo había que hacerse a gran velocidad, cualquier segundo podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Cyrano se retiró hasta la esquina, se aplastó contra la mampara, apartó la cabeza, y se llevó los dedos a los oídos, abriendo la boca al mismo tiempo.
Aunque no podía verle, podía imaginar a Cogswell asegurando un extremo del hilo al terminal de la batería, luego tocando el otro con el otro extremo del hilo.
La explosión lo sacudió y lo dejó medio sordo. Nubes de acre humo llenaron el corredor. Tosiendo, tanteó su camino por la pared, tocó el marco de la ahora abierta puerta, vio confusamente la destrozada puerta sobre el cadáver de Sheehan, y estuvo dentro de la cabina.
Entró dejándose caer al suelo y rodando luego hacia un lado, una maniobra que resultó torpe debido a la enfundada espada que llevaba al cinto.
Se puso de nuevo en pie junto a algo que parecían las patas de una cama. Casi directamente encima suyo, una mujer estaba gritando. ¿Pero dónde estaba Juan Sin Tierra?
Una pistola ladró. Cyrano vio su resplandor a través del humo, y se lanzó ciegamente en aquella dirección. Sus manos rodearon un torso desnudo, y el hombre al que había sujetado cayó de lado. Hubo un gruñido, un aleteante brazo golpeó a Cyrano en la cabeza sin causarle daño, y luego el hombre se relajó.
Cyrano había sacado su daga y la apoyaba contra la garganta de su contrario.
¡Haz un solo movimiento, y te corto el cuello!
No hubo respuesta. ¿Estaba el otro inmovilizado por el terror, o estaba fingiendo?
La otra mano de Cyrano trepó por un hombro, a lo largo de un cuello, y palpó una cabeza. El otro no se movió. Oh. Pegajosidad. Juan, si era Juan, se había golpeado la cabeza y estaba inconsciente.
Cyrano se puso en pie, tanteó la pared, y encontró el interruptor. La luz mostró una amplia estancia, lujosamente decorada y amueblada según la moda del Mundo del Río. El humo estaba disipándose, revelando a una mujer muy hermosa y casi desnuda de rodillas en medio de la cama. Había dejado de gritar y estaba mirándole con unos ojos azules muy abiertos.
Métase bajo las sábanas y quédese allí, y no recibirá ningún daño, mademoiselle. De
Bergerac no hace la guerra a las mujeres. A menos que intenten matarle.
El hombre tendido en el suelo era bajo y muy musculoso y de pelo leonado. Sus azules ojos estaban abiertos, y estaba murmurando algo. En unos pocos segundos recobraría por completo el sentido.
Cyrano se volvió y comprendió por qué Juan había disparado una segunda vez su pistola. Hoijes yacía de espaldas en el suelo, el pecho destrozado.
Mordioux!
Debía haber corrido inmediatamente tras él cuando le vio entrar por la destrozada puerta. Y Juan, viendo su silueta recortada contra la luz del corredor, había disparado contra ella. Indudablemente él, Cyrano, no había recibido ningún disparo porque el humo era todavía demasiado denso como para ser visto.
Dos de sus hombres habían muerto ya. Quizá hubiera algunos más en otro lugar. Deberían quedarse allí, puesto que habían decidido que cargar los cuerpos de las víctimas retrasaría la retirada.
¿Dónde estaban los otros? ¿No había entrado nadie más tras él?
¡Ah, allí estaban Cogswell y Propp!
Algo duro le golpeó, alzándolo y derribándolo de espaldas, lanzándolo contra la pared. Cayó de bruces y quedó tendido allí, mientras sus oídos campanilleaban y su cabeza parecía expandirse y colapsarse, expandirse y colapsarse, como un acordeón. Más nubes de denso humo inundaron la habitación, haciendo que sus ojos lloraran y obligándole a toser violentamente.
Pasó algún tiempo antes de que pudiera ponerse de rodillas, y más tiempo aún antes de conseguir mantenerse en pie. Entonces comprendió que había estallado una bomba en el corredor. ¿Había sido arrojada desde la cabina del piloto? Quienquiera que lo hubiera hecho, había conseguido matar a Cogswell y Propp. Y había estado a punto de matar a Savinien de Cyrano II de Bergerac.
Juan estaba de rodillas ahora, tambaleándose, mirando fijamente al frente mientras tosía. Había una pistola en el suelo al alcance de su mano, pero no parecía ser consciente de su presencia.
¡Oh, ahora el maldito habla extendido su mano para agarrar su culata!
Carente de su pistola y de su daga, Cyrano desenvainó su espada. Avanzó unos pasos, y bajó su hoja triangular como una maza contra la nuca de Juan. Juan cayó de bruces y quedó tendido, inmóvil.
La mujer estaba tendida boca abajo sobre la cama, tapándose los oídos con las manos y temblando violentamente.
Cyrano se tambaleó por entre el humo, tropezando casi con el cuerpo de Propp. Se detuvo cuando alcanzó la puerta. Su sentido del oído iba regresando poco a poco, pero los disparos en el corredor sonaban aún débiles. Se dejó caer de rodillas y asomó cautelosamente la cabeza. El humo estaba siendo despejado por la corriente de aire hacia la escalerilla ascendente. Había un cuerpo tendido al pie de esa escalerilla. Evidentemente, alguien de la cabina de pilotaje, quizá el que había arrojado la bomba. Al otro extremo del corredor había dos hombres agachados, disparando a través de la entrada. Eran dos del grupo incursor, Sturtevant y Velkas.
Otros dos hombres, con el rostro ennegrecido por el humo, estaban descendiendo por la escalerilla. Reagan y Singh. Debían haber limpiado la cabina de pilotaje y estaban acudiendo a ayudar a los secuestradores. Su ayuda era necesaria, por supuesto.
Cyrano se puso en pie y les hizo una seña. Dijeron algo, pero no pudo oírles. Aquella bomba debía haber sido potente. Había dejado el corredor hecho un caos.
Reagan y Singh entraron en la cabina y sujetaron el fláccido cuerpo de Juan. Cyrano les siguió tras envainar su espada y recargar sus pistolas. La mujer continuaba ocultando su rostro entre las sábanas y manteniendo las manos contra sus oídos. No ver el mal, no oír el mal.
Al salir de la cabina, vio que Sturtevant y Velkas habían desaparecido. O se habían ido... o habían sido eliminados. Reagan y el gigantesco sikh, arrastrando a Juan, la cabeza colgando, los pies rozando el suelo, estaban casi en la puerta.
Velkas reapareció, seguido por tres hombres, y les gritó algo. Siguieron adelante mientras Velkas le hacía señas a Cyrano de que se apresurara.
Poniendo su boca junto al oído de Cyrano y gritando, Velkas se hizo entender. Algunos de los hombres de Juan se habían parapetado tras una ametralladora a vapor y la estaban utilizando. Pero sus espaldas quedaban al descubierto desde la cabina de Juan.
Corrieron de vuelta a la cabina y miraron por una de las portillas. A la derecha había una plataforma que se extendía por encima del borde de la cubierta de vuelos. Sobre ella estaba montado el grueso barril de un arma a vapor. Dos hombres estaban detrás de su parapeto, haciendo girar el arma para apuntarla hacia el helicóptero.
A su izquierda, bajo ellos, estaban Sturtevant y los otros dos arrastrando a Juan. Estaban también en la línea de tiro del arma.
Cyrano abrió la gran escotilla cuadrada, apoyó su pistola contra el reborde, y disparó. Un segundo más tarde, el arma de Velkas atronó en su oído, ensordeciéndole aún más.
Vaciaron sus pistolas. A aquella distancia era imposible precisar la puntería. Las pistolas Mark IV utilizaban preciosas balas de plomo, pero las cargas necesarias para impulsar aquellos misiles del calibre.69 causaban un enorme retroceso. Además, el viento, aunque ligero, había de ser compensado.
Las primeras dos ráfagas fallaron. Luego el que manejaba la ametralladora cayó de costado y el otro hombre, tras reemplazarle, cayó pocos segundos más tarde. Ninguno de los dos había sido alcanzado por un impacto directo. La protección podía haber hecho que las balas rebotaran. No importaba. El efecto era el mismo.
Por aquel entonces, Sturtevant y los hombres que arrastraban a Juan estaban a medio camino en la cubierta. Las palas del helicóptero estaban girando, pero Cyrano no podía oírlas. Aunque hubiera recuperado la audición, las sirenas de alarma hubieran ahogado cualquier otro ruido.
Cyrano agarró el brazo de Velkas y le hizo acercarse. Gritando en su oído, le dijo que fuera a la ametralladora de vapor y mantuviera a raya a cualquiera que intentara atacar. Hizo un gesto hacia los hombres armados que acababan de surgir de una compuerta al extremo de la cubierta.
Velkas asintió y echó a correr hacia la puerta.
Cyrano miró de nuevo por la escotilla. Los grupos enviados a hacer volar los motores de las paletas y la santabárbara no estaban a la vista. O bien seguían en su trabajo, o habían sido interceptados y estaban intentando abrirse camino.
Corrió escalerilla arriba a la cabina de pilotaje. Había cuerpos tendidos en el suelo. Uno de sus hombres, dos de los de Juan. Las luces relucían en sus rostros grisazulados, en sus ojos fijos, en sus bocas abiertas.
Cortó las sirenas de alarma y miró por las ventanillas delanteras. No había nadie en las cubiertas de proa, excepto un cuerpo tendido a los pies de la escalerilla que descendía por la parte delantera de la cabina de pilotaje y otros varios cadáveres cerca de la proa.
El barco estaba amarrado a un bien iluminado muelle, mucho más grande y bien equipado que los que podían encontrarse habitualmente a lo largo del Río. Quizá había sido construido por la tripulación del Rex, después de que su capitán decidiera dar un largo descanso en tierra a sus hombres. O quizá eran necesarias reparaciones importantes.
No importaba. Lo importante era que los incursores habían tenido la suerte de encontrar el barco mantenido solamente por algunos guardias y unos pocos oficiales. Juan había decidido pasar la noche a bordo, otro elemento de suerte, aunque no para él.
Sin embargo, todo el tumulto había alertado a los que estaban en la orilla. Estaban saliendo a grupos de las cabañas de la llanura y de los fortines de la empalizada. Las luces del barco mostraban el frente de la multitud corriendo hacia el muelle. Muchos de ellos eran miembros de la tripulación, puesto que llevaban armas de metal.
No había entrado en su plan apartar el barco del muelle, pero no era mala idea. Cyrano, sabiendo que el barco sería invadido por una abrumadora multitud dentro de uno o dos minutos, pasó a la acción. Se sentó en el asiento del piloto, conectó los motores, y sonrió al ver brillar las luces de Encendido. Hasta ahora no había estado seguro de que pudiera disponer de energía para los motores. Después de todo, para asegurarse de que el barco no fuera robado, Juan podía haber hecho desconectar los controles.
Rezó para que precisamente ahora sus hombres no hicieran saltar los motores. De ser así, el barco quedaría inmovilizado, y él y sus compañeros no podrían alcanzar a tiempo el helicóptero.
No había tiempo de soltar amarras. Lástima, pero la potencia de los grandes motores eléctricos era inmensa.
Tiró hacia atrás de las largas palancas metálicas, una a cada lado de él, y las ruedas de paletas empezaron a girar hacia atrás. Primero se movieron lentamente, demasiado lentamente para partir las cuerdas. Tiró de las palancas tan hacia atrás como le fue posible, haciendo que las ruedas giraran a toda velocidad.
Las enormes cuerdas de amarre se tensaron. Pero, en vez de partirse, arrancaron los extremos de los pilotes verticales a los que estaban atadas, llevándoselos con el barco.
Por un momento, los pilotes resistieron. La gente en el muelle se echó hacia atrás, mientras algunos saltaban el espacio que separaba el muelle del barco. Con un enorme chasquido que pudo oírse incluso por encima de sus gritos y de los disparos que sonaban a popa, los pilotes cedieron.
Desprovisto de sus apoyos, la parte frontal del muelle se ladeó, precipitando a la mayoría de los que estaban encima al agua. Sólo un hombre consiguió agarrarse al barco sin caer. El Rex retrocedió rápidamente, arrastrando consigo los pilotes al extremo de las gruesas cuerdas. Cyrano, riendo, pulsó un botón del panel, y los silbidos del vapor ulularon burlonamente riéndose de aquellos que se habían quedado en la orilla o habían caído al agua.
¡Esto te va a gustar, Juan! gritó. ¡No solamente te hemos secuestrado a ti, sino también a tu barco! ¡Eso es justicia!
Empujó hacia adelante la palanca de estribor, y el gran barco giró Río abajo. Lo enderezó en mitad de la corriente y colocó el piloto automático. Con sus sonares calculando la profundidad y la distancia de ambas orillas, podía mantener el rumbo exactamente en el centro del Río a menos que se hallara en curso de colisión con algún objeto grande. En este caso giraría para evitarlo.
El hombre que había saltado al barco corrió cruzando la cubierta y desapareció de la vista. Medio minuto más tarde apareció subiendo la escalerilla que conducía a la siguiente cubierta. Sin duda se dirigía a la cabina de pilotaje.
En aquel momento, la lluvia cesó.
Cyrano se dirigió hacia la puerta y vació su pistola contra el hombre mientras este corría por la cubierta. El hombre se ocultó tras un saliente, asomó la cabeza y disparó contra Cyrano. La bala que llegó más cerca se estrelló a media altura en la escalerilla.
Cyrano echó una ojeada por la ventanilla de proa. El helicóptero se hallaba aún en la cubierta de vuelos. Juan y sus tres captores estaban ahora en su interior. Cuatro hombres estaban corriendo por cubierta hacia el texas. Bajó la ventanilla y se inclinó hacía afuera, haciéndoles gestos de que era el quien había puesto en marcha el barco. Se detuvieron y le devolvieron sus señales, sonriendo, y luego echaron a correr hacia el helicóptero.
En el extremo más alejado de la cubierta algunos hombres estaban disparando todavía contra el helicóptero desde una compuerta. Pero sus balas de plástico de gran calibre eran arrastradas por el viento, y la mayoría de ellas caían en cubierta o se perdían. Cyrano no pudo determinar cuántos eran los que disparaban, pero tuvo la impresión de que no podían ser más de tres o cuatro.
Por supuesto, podía haber otros en la cubierta inferior, luchando contra los hombres del grupo de demolición.
Y en aquel momento el barco se estremeció, y una gran nube de humo brotó de la parte de babor de la timonera.
El estallido fue seguido casi inmediatamente por otro. Este surgió del lado de estribor, una explosión mucho más potente que la otra. Fragmentos de metal surgieron por entre el humo, cayendo sobre las cubiertas, algunos cerca del helicóptero. Las nubes se disiparon rápidamente, sin embargo, revelando un gran agujero justo al lado de la rueda de paletas de estribor.
Las luces se apagaron, luego se encendieron de nuevo cuando entró en funcionamiento el sistema de emergencia. Con los motores parados, el barco empezó a
girar lentamente, su proa moviéndose hacia la orilla derecha. Ahora estaba derivando, aunque podían transcurrir muchos kilómetros antes de que chocara contra la orilla.
Sturtevant estaba de nuevo fuera del helicóptero, haciéndole señas a Cyrano de que se apresurara.
Cuatro hombres aparecieron por el lado derecho de la cubierta de vuelos. Otros dos aparecieron subiendo por la escalerilla de babor.
Cyrano maldijo. ¿Esos eran los únicos supervivientes del grupo de explosivos? Pequeñas nubes de humo surgieron de la compuerta donde los defensores habían
estado disparando contra el helicóptero. Uno de sus hombres cayó. Los otros empezaron a disparar fuego de cobertura mientras dos de ellos recogían al caído y lo llevaban hacia el helicóptero. Uno de los hombres cayó y no pudo volver a levantarse. Fue recogido por otros dos hombres. El otro herido fue echado a los hombros de un camarada, que lo cargó tambaleándose por el peso hasta el helicóptero.
Cyrano corrió hacia el otro lado de la timonera. Aquel maldito tipo que había conseguido subir a bordo apareció por un momento, cruzando la cubierta bajo él. No llevaba su pistola, lo cual significaba que la había desechado una vez descargada. Llevaba una espada en su mano derecha.
Captó un movimiento cerca del pie de la escalerilla que conducía de la timonera hasta la cubierta de abajo. Uno de los hombres que había creído muertos estaba vivo. Y estaba pidiendo ayuda por señas. Debía haber visto el rostro de su jefe por la ventanilla.
Cyrano no vaciló. Las órdenes eran dejar atrás a los muertos, pero nadie había dicho nada de abandonar a los heridos. En cualquier caso, hubiera prescindido de tal orden. Parecía que no había ningún peligro inmediato para el helicóptero. Los pocos defensores que quedaban no podían cruzar la cubierta de vuelos sin exponerse al fuego de aquéllos que estaban en el helicóptero. Por supuesto, podían tomar otro camino, subir por una escalerilla cerca del aparato. Pero él, Cyrano, podía recoger a aquel pobre herido y llevarlo hasta el helicóptero antes de que los hombres de Juan llegaran hasta allí.
Descendió la escalerilla tan rápidamente como pudo, saltándose los peldaños, deslizando sus manos por el pasamanos. Por aquel entonces Tsoukas había conseguido apoyarse sobre sus manos y rodillas. Le colgaba la cabeza, y estaba temblando.
Cyrano se arrodilló a su lado.
Tranquilo, amigo. Estoy aquí.
Tsoukas gruñó algo y se derrumbó de bruces en medio de un charco de sangre.
Mordioux!
Tomó el pulso a Tsoukas.
Merde!
Estaba muerto.
Pero quizá el otro aún estuviera vivo.
Se levantó y se dio la vuelta, al tiempo que llevaba la mano a la culata de su enfundada pistola. Allí llegaba aquel hombre solitario, un valiente pero también un estorbo. ¿Por qué no se había caído al agua y había ahorrado a Cyrano la molestia de matarle y a sí mismo el irreparable daño de ser muerto?
¡Ayyy!
Su pistola estaba vacía; había olvidado recargarla. Y no había tiempo de recoger una del suelo, de utilizar una de las pistolas caídas junto a los muertos. De hecho, apenas tenía tiempo de desenvainar su espada e impedir que el valiente tipo lo atravesara.
Boynton tendría que esperarle unos cuantos segundos más. Serían suficientes para desembarazarse de aquel obstáculo.
En garde!
El hombre era un poco más bajo que él. Pero, así como Cyrano era delgado como un estoque, aquella estúpida persona era tan gruesa como el mango de una hacha de guerra. Sus hombros eran anchos, su pecho poderoso, sus brazos gruesos. Tenía un
rostro oscuro de aspecto árabe y rasgos imponentes, aunque sus labios eran demasiado finos, y sus brillantes ojos negros y su blanca sonrisa le daban el aspecto de un pirata. Llevaba tan solo un faldellín enrollado en torno a la cintura.
Con esas muñecas, pensó Cyrano, su antagonista podía ser un excelente espadachín... si tenía la habilidad de dominar sus músculos.
Pero con un estoque lo más importante no era la fuerza, sino la rapidez, y esto era otro asunto.
Tras los primeros segundos, Cyrano se dio cuenta de que, fueran cuales fuesen las aptitudes del hombre con la espada, nunca antes había cruzado su hoja con alguien como él.
Las paradas, ataques, avances y retrocesos, fintas y contrafintas de Cyrano, eran bloqueadas sin dificultad. Afortunadamente, aquel diablo no era superior a él en rapidez. De otro modo, ya se hubiera visto atravesado.
El otro debía saber también, sin embargo, que estaba luchando con un maestro. Pese a lo cual seguía sonriendo, despreocupado en apariencia, aunque tras la salvaje máscara de su rostro debía estarse formulando la certeza de que iba a morir si se volvía una fracción de segundo más lento en reflejos y seguridad.
Pero el tiempo estaba de parte del otro hombre. No tenía ningún lugar adónde ir, nada que hacer excepto luchar, mientras que Cyrano tenía que alcanzar pronto el helicóptero. Boyton tenía que saber que Cyrano estaba aún vivo, puesto que Sturtevant lo había visto en la timonera. Debía estarse preguntando qué lo retenía.
¿Aguardaría unos cuantos minutos más, tras lo cual, al ver que su jefe no aparecía, pensaría que estaba muerto por alguna ignorada razón? ¿Despegaría entonces? ¿O enviaría a alguien a investigar?
No había tiempo para pensar en tales cosas. Aquel diablo estaba contraatacando a cada una de sus maniobras, del mismo modo que Cyrano estaba contraatacando a las suyas. Estaban en tablas, aunque ningún duelo como aquél podía quedar en tablas. Las hojas atacando y defendiendo llameaban casi, siguiendo un cierto ritmo.
¡Oh! Dándose cuenta de esto, el contrincante había roto el ritmo. Una vez se establece un ritmo, un espadachín tiene tendencia a continuar inconscientemente la secuencia de movimientos. Aquel hombre casi sin parangón había vacilado ligeramente, esperando que Cyrano siguiera el ritmo y así poder lanzarse a fondo.
Había subestimado a aquel hombre. Cyrano se ajustó a aquella décima de segundo de intervalo, librándose así de una herida seria. Pero la punta de la espada del otro llegó a rozar ligeramente la parte alta de su brazo derecho.
Cyrano retrocedió y lanzó una finta, que fue parada. Pero no completamente. El hombre recibió también una ligera herida en su brazo.
A vos el honor de la primera sangre dijo Cyrano en Esperanto. Y es, evidentemente, un honor. Ningún otro hombre había conseguido hacer esto.
Era una estupidez malgastar el aliento que tan desesperadamente necesitaba en una conversación. Sin embargo, Cyrano era tan curioso como el gato callejero al que se parecía.
¿Cuál es vuestro nombre?
El hombre no dijo nada, aunque en cierto modo podía decirse que su espada hablaba por él. Su punta era más rápida que la lengua de una verdulera.
¡Es posible que hayáis oído hablar de Savinien de Cyrano de Bergerac!
El hombre moreno se limitó a sonreír más fieramente, y atacó a Cyrano con más fuerza. Aquel tipo no parecía impresionarse por un nombre, por grande que fuera. Ni tenía intención de malgastar energías hablando. Por supuesto, era posible también aunque no mucho que no conociera el nombre de Bergerac.
Alguien gritó. Quizá se debiera a esta distracción, o tal vez a la impresión de descubrir quién era el que se enfrentaba a él. Fuera cual fuese la razón, la reacción del hombre no
fue tan rápida como hubiera debido ser. Utilizando la finta inventada por Jarnax, Cyrano atravesó con su hoja el muslo del hombre.
Pese a todo, la punta de su adversario se clavó profundamente en el brazo derecho de
Cyrano. Su espada resonó contra el suelo.
El hombre cayó, pero intentó alzarse sobre una rodilla para defenderse. La sangre manaba abundantemente por su pierna.
Cyrano, oyendo el ruido de pasos, miró a su alrededor. Ahí estaban Sturtevant y
Cabell, pistola en mano.
¡No disparéis! gritó.
Los dos se detuvieron, sus armas apuntadas contra el otro hombre.
Cyrano recogió su espada con la mano izquierda. El brazo derecho le dolía abominablemente; la sangre resbalaba por él como de un pellejo de vino recién horadado.
Quizá este combate hubiera terminado de otro modo si no hubierais interrumpido dijo
Cyrano.
Al otro hombre parecía dolerle mucho la herida, aunque procuraba no demostrarlo. Sus negros Ojos ardían como si fueran los del propio Satán.
Arrojad vuestra espada, señor, y curaremos vuestra herida.
¡Vete al diablo!
Muy bien, señor. Pero os deseo una pronta curación.
Vámonos, Cyrano dijo Cabell.
Por primera vez, Cyrano oyó los disparos. Procedían del lado de babor, lo cual significaba que los defensores se habían abierto camino hasta una posición más próxima al helicóptero.
El helicóptero ha sido alcanzado varias veces prosiguió Cabell. Y tendremos que correr en medio de su fuego para alcanzarlo.
Muy bien, Richard dijo Cyrano. Señaló al walkie-talkie que Sturtevant llevaba sujeto a su cinturón. Mi querido amigo, ¿por qué no le dices a Boynton que venga hasta este lado? Así podremos subir en una relativa seguridad.
Sí. Hubiera debido pensar en ello.
Cabell ató un trozo de tela arrancado de uno de los cadáveres en torno a la herida del brazo del francés. La piel de su contrincante tenía un color grisáceo, y sus ojos habían perdido todo su fuego. Mientras el helicóptero descendía cerca de ellos, Cyrano se inclinó hacia adelante y, usando su espada, retiró la otra de la mano de su enemigo. Este no dijo nada; tampoco se resistió cuando Cyrano ató un trozo de tela en torno a la herida de su muslo.
Vuestros camaradas se encargarán de vos apenas lleguen dijo Cyrano.
Corrió hacia el aparato y subió a él. Boynton despegó antes de que la puerta estuviera completamente cerrada, remontando oblicuamente el Río. Juan, aún completamente desnudo, estaba derrumbado en un asiento de la segunda fila. Cyrano, mirándole, dijo:
Dadle algunas ropas. Luego atadle las manos y los pies.
Miró hacia abajo. Había como una veintena de hombres en la cubierta de vuelos. ¿De dónde habían surgido los otros? Estaban disparando hacia arriba, sus armas llameando como luciérnagas en celo. Pero no tenían la menor posibilidad de alcanzar a su blanco.
¿Acaso no sabían que su capitán estaba a bordo, que podían alcanzarle también a él? Aparentemente no.
Algo le golpeó en la nuca. Estaba flotando en algún lugar en un oscuro verdor, mientras lejanas voces decían cosas peculiares. El horrible rostro del maestro de escuela de su infancia, el cura del pueblo, gravitaba ante él. El brutal hombre había golpeado a menudo a su alumno, flagelándole salvajemente con una vara cuerpo y cabeza. A la edad de doce años, Cyrano, desesperado, loco de rabia, había atacado al cura de la parroquia, derribándole, pateándole, y golpeándole con su propia vara.
Ahora sus rasgos simiescos, cada vez más grandes, flotaron a través de él. Y empezó a recuperar sus sentidos.
Boynton estaba chillando:
¡No puedo creerlo! ¡Ha escapado! Cabell estaba diciendo:
¡Me ha clavado el codo en las costillas, y luego ha golpeado a Cyrano en la cabeza!
El helicóptero estaba inclinado de modo que pudieran ver hacia abajo a través de la todavía abierta puerta. Un proyector del barco iluminó brevemente el aún desnudo cuerpo del rey. Sus brazos se agitaban en un esfuerzo por mantenerse a flote. Luego Juan desapareció en las tinieblas.
¡No puede haber sobrevivido! dijo Boynton. ¡Es una caída de al menos treinta metros!
No podían bajar y asegurarse. No sólo estaban disparando contra el helicóptero; algunos estaban corriendo ahora hacia la batería de cohetes. Aunque no había ninguna posibilidad de que los disparos de las pistolas pudieran alcanzar el aparato, los cohetes rastreadores del calor serian inevitables a menos que Boynton llevara el helicóptero a una distancia segura.
Sin embargo, Boynton no era un hombre que se asustara fácilmente. E indudablemente estaba furioso de que su prisionero hubiera escapado.
Ahora estaba dirigiendo el helicóptero no alejándose, sino hacia el barco. Avanzaba en línea recta hasta que estuvo a unos cien metros de la batería de cohetes. Entonces soltó los cuatro cohetes que llevaba el aparato, que partieron escupiendo llamas por sus colas.
La batería estalló en una enorme bola de fuego y una nube de humo, y cuerpos y trozos de metal volaron hacia todos lados.
¡Eso los detendrá! exclamó Boynton.
¿Y si les diéramos unas cuantas ráfagas? dijo Sturtevant. Cyrano parecía como atontado.
¿Qué? Oh, ¿utilizar la ametralladora? No, vayámonos lo antes posible. Si hay algún superviviente, puede poner en funcionamiento otra batería de cohetes, y entonces estamos perdidos. Hemos fracasado en nuestra misión y hemos perdido demasiados hombres valientes como para arriesgarnos más.
No hemos fracasado dijo Boynton. De acuerdo, no traemos vivo a Juan, pero está muerto. Y pasará mucho, mucho tiempo antes de que el barco pueda volver a funcionar.
Crees que Juan está muerto, ¿eh? dijo Cyrano. Me gustaría creerlo. Pero no aseguraré que está muerto hasta que vea personalmente su cadáver.