Se despertó gimiendo. Las luces de la cabina estaban encendidas, y el hermoso rostro de Gwenafra y su largo pelo color miel estaban inclinados sobre él.
¡Sam! ¡Despierta! ¡Has vuelto a tener otra pesadilla!
Esta vez casi lo consiguió murmuro.
Se sentó. Estaban sonando silbatos en las cubiertas. Un minuto más tarde, el intercom dejó oír un sonido. El barco se dirigiría dentro de poco hacia una piedra de cilindros para el desayuno. Sam deseaba quedarse durmiendo hasta tarde, y de buena gana se hubiera perdido el desayuno. Pero como capitán era su deber levantarse a la misma hora que todos.
Saltó de la cama y se dirigió tambaleándose hacia el cuarto de baño. Tras ducharse y cepillarse los dientes, salió. Gwenafra ya estaba vestida con sus ropas de primera hora de la mañana, parecida a un esquimal que hubiera cambiado sus pieles por toallas. Sam se enfundó otro traje similar, pero dejó su capucha echada hacia atrás para ponerse su gorra de capitán. Encendió un corona y arrojó una nube de humo mientras caminaba arriba y abajo.
¿Ha sido otra pesadilla sobre Hachasangrienta? preguntó Gwenafra.
Sí dijo Sam. Prepárame algo de café, ¿quieres?
Gwenafra echó una cucharadita de cristales oscuros dentro de una taza de metal gris. El agua hirvió apenas los cristales soltaron calor y cafeína. Tomó la taza.
Gracias dijo.
Ella sorbió su propio café, luego dijo:
No hay razón alguna para que te sientas culpable de aquello.
Eso es lo que me he dicho a mí mismo un millar de veces dijo Sam. Es irracional, pero ¿cuándo el saber esto ha hecho sentirse mejor a nadie? Es lo irracional lo que nos mueve. El Maestro de los Sueños tiene tanto seso como un puercoespín. Pero es un gran artista, por necio que sea, como la mayoría de artistas que conozco. Quizá incluido tu seguro servidor.
No hay ninguna posibilidad de que Hachasangrienta llegue a encontrarte nunca.
Sé eso. Pero intenta decírselo al Maestro de los Sueños.
Una luz parpadeó; sonó un silbato en un panel situado en una mampara. Sam accionó un conmutador.
¿Capitán? Aquí Detweiller. Tiempo de llegada a la piedra de cilindros designada:
dentro de cinco minutos.
De acuerdo, Hank dijo Sam. Vengo inmediatamente.
Seguido por Gwenafra, abandonó la cabina. Recorrieron un estrecho corredor y, cruzando una escotilla, se hallaron en la sala de control o puente. Estaba en la cubierta superior de la timonera; los otros oficiales estaban repartidos en las cabinas de la segunda y tercera cubiertas.
Había tres personas en la sala de control: Detweiller, que antiguamente había sido piloto fluvial, luego capitán, luego propietario de una compañía de barcos fluviales en el río Illinois, Mississippi; el oficial jefe ejecutivo, John Byron, ex-almirante de la Royal Navy;
el brigadier de los marines del barco, Jean Baptiste Antoine Marcellin de Marbot, ex- general de Napoleón.
Este último era un tipo bajo, delgado, de aspecto festivo, pelo marrón, nariz chata, y brillantes ojos azules. Saludó a Clemens e informó en Esperanto.
Todo preparado, capitán.
Estupendo, Marc dijo Sam. Puedes volver a tu puesto.
El pequeño francés saludó y abandonó la timonera, deslizándose por la barra que unía las cubiertas hasta la cubierta de vuelos. Allí, las luces mostraban a los marines con uniforme e batalla alineados en su parte central. El portaestandarte llevaba un mástil en cuyo extremo flameaba la enseña del barco, un cuadrado de un azul luminoso con un fénix escarlata en el centro. Cerca de él había hileras de pistoleros, hombres y mujeres llevando cascos de duraluminio gris rematados con penachos de pelo humano untado con grasa, corazas de plástico, botas de cuero hasta las rodillas, y anchos cinturones de donde colgaban revólveres Mark IV.
Tras ellos estaban los lanceros; tras ellos, los arqueros. A un lado había un grupo de bazuqueros.
A uno de los lados había un coloso revestido con una armadura, sujetando una maza de roble que Sam apenas podría levantar con grandes dificultades con las dos manos. Oficialmente, Joe Miller era el guardaespaldas de Sam, pero siempre acompañaba a los marines en estas ocasiones. Su función principal era asustar y maravillar a los lugareños.
Pero como siempre decía Sam a menudo, Joe va demasiado lejos. Los asusta de muerte con sólo merodear por allí.
Este día empezaba como cualquier otro día. Sin embargo, estaba destinado a ser completamente distinto. En algún momento a lo largo del día, el Minerva atacaría al Rex Grandissimus. Sam hubiera debido sentirse exultante. No lo estaba. Odiaba la idea de destruir un barco tan hermoso, algo que él mismo había diseñado y construido. Además, iba a verse privado de la alegría que tomar una venganza personal sobre Juan.
Por otra parte, era mucho más seguro de esta forma.
Había una fogata a la derecha, aproximadamente a medio kilómetro de distancia. Revelaba una piedra de cilindros con inconfundible forma de seta y una multitud de ropas blancas a su alrededor cubriendo cuerpos. La bruma sobre el Río era aquí tan baja y tenue como la que encontraban habitualmente. Desaparecería rápidamente apenas el sol se asomara por encima de los picos. El cielo estaba aclarando, limpiándose de las llameantes estrellas gigantes y de las nubes de gas. Siguiendo el procedimiento habitual, el Dragón de fuego III, una lancha anfibia blindada, precedía al barco madre. Cuando alcanzaba una zona en la cual el barco debía recargar su batacitor, su comandante conferenciaba con los habitantes del lugar para utilizar dos piedras de cilindros. La mayoría de los lugareños se sentían complacidos aceptando, a cambio de la remuneración de la sorprendente vista del coloso desde cerca.
Los lugareños que objetaban descubrían que sus piedras de cilindros quedaban temporalmente confiscadas. No podían hacer nada al respecto excepto protestar. El barco poseía un armamento invencible, aunque Clemens se mostraba siempre reluctante a utilizarlo. Cuando se veía obligado a recurrir a la violencia, Clemens evitaba siempre una masacre. Unos cuantos disparos con balas de plástico calibre.80 de las ametralladoras a vapor y unos cuantos disparos más del anfibio blindado que merodeaba junto a la orilla generalmente bastaban. En la mayoría de los casos ni siquiera era necesario matar a nadie.
Después de todo, ¿qué perdían los habitantes del lugar permitiendo que dos de sus piedras de cilindros fueran utilizados por alguien una sola vez? Nadie se perdía una comida. Siempre había las suficientes depresiones cilíndricas sin usar en las piedras más cercanas como para cubrir el hueco. De hecho, la mayoría de aquellos que renunciaban a
su comida ni siquiera se molestaban en ir a la piedra más próxima. Preferían quedarse allí y ver entre ooohs y aaahs la magnífica belleza del barco.
Los cuatro enormes motores eléctricos del barco requerían una energía tremenda. Una vez al día, un gigantesco casquete metálico era colocado sobre la piedra de cilindros junto a la cual estaba estacionado el barco. Una lancha llevaba los cilindros de los ocupantes del barco hasta la siguiente piedra para llenarlos. Una grúa montada sobre otra lancha era la encargada de alzar el casquete y colocarlo sobre la piedra. Cuando la piedra lanzaba su descarga, su energía pasaba vía gruesos cables al batacitor. Este era una enorme caja metálica que ocupaba desde las entrañas del barco hasta la cubierta principal. Almacenaba instantáneamente la energía en su función de acumulador. Bajo demanda, iba soltando la energía en su función de batería.
Sam Clemens fue a tierra y habló brevemente con el jefe y personalidades del lugar, que comprendían el Esperanto. Este lenguaje universal se había ido degradando aquí hasta una forma que resultaba difícil pero no imposible de comprender para Sam. Les dio gravemente las gracias por su cortesía, y regresó al barco en su pequeña lancha privada. Diez minutos más tarde, el Dragón de fuego IV volvía con un cargamento de cilindros llenos.
Lanzando silbidos y haciendo sonar todas las campanas para ofrecer a los habitantes del lugar un buen espectáculo, el barco siguió su camino Río arriba. Sam y Gwenafra desayunaron a la cabecera de la gran mesa de nueve lados en el comedor de oficiales en el salón de la cubierta principal. Todos los oficiales, excepto los que estaban de servicio, estaban también allí. Después de algunas órdenes para el día, Sam se retiró a la mesa de billar, donde jugó una partida con el titántropo. Joe no era muy bueno con un palo o con las cartas debido a sus enormes manos. Sam casi siempre le ganaba. Aunque a veces jugaba contra adversarios más difíciles.
A las 07:00, Sam efectuó una inspección del barco. Odiaba caminar, pero insistía en ello porque necesitaba el ejercicio. También ayudaba a mantener la disciplina a bordo. Sin las inspecciones y los entrenamientos, la tripulación acabaría muy pronto convirtiéndose en una pandilla de civiles holgazanes. Debían ser mantenidos bajo una férrea disciplina, acostumbrados a ver a sus superiores cuando estaban de servicio.
Mando un barco impecable se enorgullecía a menudo Sam. Al menos, la tripulación es impecable, nadie ha sido encontrado todavía borracho cuando estaba de servicio.
La inspección no tuvo lugar aquella mañana. Sam fue llamado a la timonera porque el radio operador había recibido un mensaje del Minerva. Antes de que Sam pudiera tomar el ascensor, la pantalla de radar había detectado un objeto acercándose por encima de las montañas desde el lado de babor.