La convergencia de los caminos a través del azar era algo que fascinaba a Frigate. El puro azar había transformado su in potentio en essems.
Su padre había nacido y crecido en Terre Haute, Indiana; su madre en Galena, Kansas. No había muchas posibilidades de que se conocieran y dieran como resultado un Peter Jairus Frigate, ¿verdad? Especialmente en 1918, cuando la gente no viajaba mucho. Pero su abuelo, el apuesto, opulento, jugador, mujeriego, bebedor William Frigate, se vio obligado a realizar un viaje de negocios a Kansas City, Missouri. Pensó que su hijo mayor, James, debía empezar a aprender los detalles del manejo de sus varios intereses en el Medio Oeste. Así que se llevó consigo al joven, que en aquel momento tenía veinte años. En vez de hacer el viaje en su nuevo Packard, tomaron el tren.
La madre de Peter estaba por aquel tiempo en Kansas City, viviendo con sus parientes alemanes, mientras asistía a una escuela comercial. Los Hoosier y los Jaybawk nunca habían oído hablar los unos de los otros. No tenían nada en común excepto el hecho de ser seres humanos y vivir en el Medio Oeste, que es una extensión tan grande como muchos países europeos.
Y así, una calurosa tarde, su futura madre fue a un drugstore en busca de un bocadillo y un batido. Su futuro padre se había pasado toda la mañana aburrido escuchando una conferencia de negocios entre su padre y un fabricante de maquinaria agrícola. Cuando llegó la hora de la comida, los dos viejos encaminaron sus pasos hacia el bar. James, no deseando empezar a beber tan pronto, se escabulló al drugstore. Allí fue recibido por los agradables olores de los helados de vainilla y chocolate, el frescor de los dos grandes ventiladores del techo, la visión del largo mostrador de mármol, las revistas en sus estantes, y tres hermosas muchachas sentadas en sillas de rejilla metálica en torno a una pequeña mesa con el sobre de mármol. Las miró, como haría cualquier hombre, joven o viejo. Se sentó y pidió un batido de chocolate y un bocadillo de jamón, luego decidió ir a dar un vistazo a las revistas. Hojeó algunas revistas y una novela de bolsillo de fantasía sobre viajes por el tiempo. Nunca le habían gustado demasiado esas novelas. Había intentado H. G. Wells, Julio Verne, H. Rider Haggard, y Frank Reade, Jr., pero su dura cabeza Hoosier había rechazado todas esas implausibilidades.
En su camino de vuelta, justo cuando pasaba junto a la mesa ante la que se sentaban riendo tontamente las tres muchachas, tuvo que dar un salto hacia un lado para evitar un vaso lleno de coca cola. Una de las chicas, agitando sus manos mientras contaba algo, le había dado un golpe y lo había volcado. Si no hubiera sido tan ágil, toda la pernera de su pantalón hubiera quedado empapada. Pese a todo, no pudo evitar mancharse los zapatos.
La chica se disculpó. James le dijo que no tenía por qué preocuparse. Se presentó, y pidió si podía sentarse con ellas. Las muchachas estaban ansiosas de hablar con un apuesto joven procedente del lejano estado de Indiana. Una cosa condujo a la otra. Antes de que las chicas tuvieran que marcharse hacia la cercana escuela, había concertado una cita con «Teddy» Griffiths. Era la más quieta del trío y en absoluto la más llamativa, pero había algo en su delgado cuerpo y en sus rasgos teutones, en su pelo de india y en sus grandes ojos marrón oscuro, que le atraían.
Afinidad electiva, lo llamaba Peter Frigate, tomándole prestada tranquilamente la frase a Goethe.
Cortejar a una muchacha en aquellos tiempos no era tan sencillo como en los días de Peter. James tuvo que acudir a la residencia de los Kaiser en Locust Street, un largo viaje en tranvía, y ser presentado a su tío y a su tía. Luego se sentaron en el porche delantero con los viejos, tomando helado hecho en casa y pastelillos. Hacia las ocho, él y Teddy fueron a dar un paseo en torno a la manzana, hablando de esto y de aquello. Al regreso,
dio las gracias a la familia de ella por su hospitalidad y dijo adiós a Teddy, sin darle ningún beso. Pero se escribieron y, dos meses más tarde, James hizo otro viaje, esta vez en uno de los coches de su padre. Y esta vez se dieron algún que otro achuchón, principalmente en la última fila del cine del barrio.
En su tercer viaje, se casó con Teddy. Se marcharon inmediatamente después de la boda para tomar el tren hasta Terre Haute. James se sentía orgulloso de decirle a su hijo mayor que hubieran debido llamarle Pullman:
Fuiste concebido en un tren, Pete, así que pienso que hubiera sido de justicia que tu nombre conmemorara ese acontecimiento. Pero tu madre no quiso.
Peter no sabia si creer o no a su padre. Le gustaban tanto las bromas. Además, no podía imaginarse a su madre discutiendo con su padre. James era un hombre bajito, pero un auténtico gallo de pelea que le gustaba ser el rey del gallinero, un Napoleón doméstico.
Esta era la concatenación de acontecimientos que habían deslizado a Peter Jairus Frigate de la potencialidad a la existencia. Si el viejo Williams no hubiera decidido llevarse a su hijo a Kansas City, si James no se hubiera sentido más tentado por los batidos que por la cerveza, si la muchacha no hubiera volcado su vaso de coca cola, no hubiera existido Peter Jairus Frigate. Al menos, no el individuo que ahora llevaba ese nombre. Y si su padre hubiera eyaculado en sueños la víspera, o hubiera utilizado un anticonceptivo la noche de bodas, él, Peter, no hubiera nacido. O si no hubiera habido copulación aquella noche, si hubiera sido abandonada por alguna razón, el óvulo hubiera sido desechado y hubiera terminado su vida en una compresa higiénica.
¿Y qué era lo que tenía aquel espermatozoide en particular, uno entre trescientos millones, para permitirle vencer a todos los demás en su carrera hacia el óvulo?
Quizá regía la ley de que venciera el mejor. Y así había sido. Pero la cosa había ido tan justa, tan justa, que pensar en ello le hacía sudar.
Y luego estaba la horda de sus hermanos y hermanas in potentio, que habían perdido la carrera. Habían muerto, llegando demasiado tarde o no llegando siquiera. Una pérdida de carne y de espíritu. Y cualquiera de los espermatozoides, ¿tenía la misma potencialidad para su imaginación y talento literarios? ¿O estos estaban en el óvulo? ¿O eran una resultante de la fusión de espermatozoide y óvulo, una combinación de genes sólo posible con la fusión de este espermatozoide en particular y este óvulo en particular? Sus hermanos tenían una imaginación más bien pasiva y en absoluto creativa; su hermana poseía una imaginación pasiva, le gustaba la fantasía y la ciencia ficción, pero no sentía ninguna inclinación a escribir. ¿Qué era lo que creaba la diferencia?
El entorno no podía explicarlo. Los demás se habían visto expuestos a las mismas influencias que él. Su padre había comprado esa biblioteca de pequeños libros rojos encuadernados en similpiel, ¿cómo demonios se llamaba? Era una biblioteca muy popular en todos los hogares en su infancia. Pero no se habían sentido fascinados por las historias que contenía. No se habían enamorado de Sherlock Holmes y de Irene Adler en Un escándalo en Bohemia, o simpatizado con el monstruo en Frankenstein, o luchando ante las murallas de Troya con Aquiles, o sufrido con Ulises en sus viajes, o descendiendo a las heladas profundidades con Beovulfo para luchar contra Grandel, o acompañado al Viajero a través del Tiempo de Wells, o visitado esas extrañas estrellas de Olive Schneider, o escapado de los mohicanos con Natty Bunnpoo. Ni se habían mostrado interesados por los otros libros que sus padres habían comprado, El viaje del peregrino, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, La isla del tesoro, Las mil y una noches y Los viajes de Gulliver. Ni habían explorado la pequeña biblioteca del lugar, donde él había espigado lo mejor de Frank Baum, Hans Andersen, Andrew Lang, Jack London, A. Conan Doyle, Edgar Rice Burroughs, Rudyard Kipling, y H. Rider Haggard. Sin olvidar tampoco a los de segunda fila: Irving Grump, A. G. Henty, Roy Rockwood, Oliver Curwood, Jeffrey Farnol, Robert Service, Anthony Hope, y A. Hyatt Verrilí. Después de todo, en su panteón
personal, el Neanderthal, Og, y Rudolph Rassendyll, se alineaban casi juntos con Tarzán, John Carter de Barsoom, Dorothy Gale de Oz, Ulises, Holmes y Challenger, Jim Hawkins, Ayesha, Allan Quartermain y Umslopogaas.
En este momento excitaba a Peter el pensar que se hallaba en el mismo barco que el hombre que había proporcionado el modelo para el personaje de ficción Umslopogaas. Y era también compañero de cubierta del hombre que había creado a Buck y a Colmillo Blanco, a Lobo Larsen, el anónimo narrador subhumano de Antes de Adán, y a Smoke Bellew. Le encantaba también hablar diariamente con el gran Tom Mix, inigualado en sus fantásticas aventuras cinematográficas excepto por Douglas Fairbanks, Senior. Si Fairbanks estuviera también a bordo. Pero entonces hubiera sido también delicioso tener a Doyle y a Twain y a Cervantes y a Burton, especialmente a Burton. Y... Seguro que el barco empezaría a estar demasiado lleno. Conténtate con lo que tienes. Pero nunca se contentaba.
¿De qué pensamientos se había desviado? Oh, sí. Del azar, otra palabra para destino. El no creía, como creía Mark Twain, que todos los acontecimientos, todos los hombres
y mujeres, estuvieran rígidamente predeterminados. «Desde el momento en que el primer átomo del gran mar laurentino golpeó contra el segundo átomo, nuestros destinos quedaron fijados». Twain habían escrito algo así, probablemente en su deprimente ensayo ¿Qué es el Hombre? Esa filosofía era una excusa para huir de la culpabilidad. Para eludir responsabilidades.
Como tampoco creía, como creía Kurt Vonnegut, la encarnación de Mark Twain de finales del siglo XX, que estamos enteramente gobernados por la química de nuestros cuerpos. Dios no era el Gran Taller Mecánico de los Cielos ni el Divino Proveedor de Píldoras. Si es que existía un Dios. Frigate no sabía qué era Dios, y a menudo dudaba incluso de Su existencia.
Dios podía no existir, pero el libre albedrío sí existía. Cierto, era una fuerza limitada, reprimida o influenciada por los condicionamientos del entorno, químicos, daños cerebrales, enfermedades nerviosas, lobotomías. Pero un ser humano no era simplemente un robot proteínico. Ningún robot podía cambiar de opinión, decidir por voluntad propia reprogramarse, liberarse por sí mismo de sus ligaduras mentales.
Además, hemos nacido con distintas combinaciones genéticas, y ésas determinan en cierta medida nuestra inteligencia, aptitudes, inclinaciones, reacciones, en pocas palabras, nuestro carácter. Y el carácter determina el destino, según el antiguo griego Heráclito. Pero una persona, hombre o mujer, puede cambiar de carácter. En algún lugar dentro de nosotros hay una fuerza, una entidad, que dice: «¡No haré esto!», o: «¡Nadie podrá impedirme que haga esto!», o: «¡He sido un cobarde pero esta vez actuaré como un león!»
A veces uno necesita un estímulo exterior o un estimulador, como hicieron el Hombre de Hojalata y el Espantapájaros y el León Cobarde. Pero el Mago no les dio más que lo que habían tenido desde un principio. Los cerebros de aserrín, salvado, alfileres y agujas, el corazón de seda relleno de aserrín, y el líquido de la botella verde cuadrada etiquetada Valor, eran únicamente antiplacebos.
A través del pensamiento uno puede cambiar sus actitudes emocionales. Frigate creía en ello, aunque su práctica nunca le había demostrado su teoría.
Había sido educado en el seno de una familia adepta a la Ciencia Cristiana. Pero cuando tenía once años sus padres lo habían enviado a una iglesia presbiteriana, puesto que por aquel entonces estaban atravesando una crisis de apatía religiosa. Los domingos por la mañana su madre limpiaba la cocina y cuidaba de los bebés mientras su padre leía el Chicago Tribune. Le gustara o no, él iba a la escuela dominical y luego al sermón.
Así, se había encontrado con dos educaciones religiosas contrarias.
Una de ellas creía en el libre albedrío, en el mal, en la ilusión de la materia y en el
Espíritu como única realidad.
La otra creía en la predestinación. Dios elegía aquí y allá a unos cuantos a los que les aseguraba la salvación, y dejaba que los otros se fueran al infierno. No había en su actitud ningún ritmo ni razón. Uno no podía hacer nada para cambiar las cosas. Una vez se había efectuado la elección divina, todo estaba hecho. Uno podía vivir en la pureza, rezando torturadamente y esperando toda la vida. Pero cuando llegaba el final de su vida en la Tierra, uno iba a parar al lugar predestinado para él. Las ovejas, aquellos a quienes Dios había marcado por alguna razón inexplicable con Su gracia, iban a sentarse a Su diestra. Los carneros, rechazados por las mismas misteriosas razones, se deslizaban en su predeterminada caída hacia el fuego, santos y pecadores juntos.
Cuando tenía doce años, había sufrido varias pesadillas en las cuales Mary Baker Eddy y Juan Calvino luchaban por su alma.
No era extraño que, a los catorce años, decidiera romper con ambas religiones. Con todas las religiones. Sin embargo, había seguido siempre el epítome del puritanismo. Ninguna mala palabra escapaba de sus labios; enrojecía si se contaba un chiste sucio. No podía soportar el olor a cerveza o a whisky, y aunque le hubieran gustado, los hubiera rechazado con desprecio. Y disfrutaba de una suprema sensación de superioridad moral haciendo todo eso.
El inicio de su pubertad fue un tormento. En séptimo grado, cuando debía ponerse en pie para recitar cualquier cosa, enrojecía, su pene se ponía rígido contra su bragueta ante la insoportable mirada de los exuberantes pechos de su profesora. Nadie parecía darse cuenta de ello, pero cada vez que se ponía en pie estaba seguro de que aquello traería su desgracia. Y cuando acompañaba a sus padres al cine para ver una película en la cual la heroína llevaba un atuendo atrevido o exhibía el atisbo de una liga, se llevaba las manos a los pantalones para ocultar su erección.
La parpadeante luz de la pantalla podía revelar su pecado.
Sus padres podían adivinar cuáles eran sus pensamientos, y sentirse aterrorizados ante ellos. Nunca más podría volver a mirarles a la cara.
En dos ocasiones, su padre habló de sexo con él. La primera vez cuando tenía doce años. Aparentemente, su madre había observado huellas de sangre en su toalla de baño, y había hablado de ello con su padre. James Frigate, con muchos aspavientos y gestos y contorsiones faciales, le había preguntado si se masturbaba. Peter se había sentido a la vez horrorizado e indignado. Lo había negado, aunque su padre actuó como si realmente no le creyera.
Las futuras investigaciones revelaron, sin embargo, que, cuando se bañaba, Peter no echaba hacia atrás su prepucio para lavar su parte interna. De hecho nunca se había atrevido tocarse el pene. Como resultado, el esmegma se había ido acumulando bajo la piel. El cómo esto había ocasionado la aparición de sangre era algo que ni él ni su padre sabían. Pero éste le aconsejó que se lavara cuidadosamente esa parte cada vez que se bañara. Al mismo tiempo le dijo que la masturbación roía el cerebro, y le puso como ejemplo el idiota del pueblo de North Terre Haute, un muchacho que se masturbaba en público. Con rostro serio, su padre le dijo que todo el mundo que se había masturbado de joven terminaba su vida como un imbécil babeante. Quizá su padre creyera realmente en aquello. Tantos de su generación lo hacían. O quizá solamente le había retransmitido esa horrible historia, pasada de boca en boca a través de sólo Dios sabía cuántas generaciones, siglos, incluso milenios, para asustar a su hijo.
Peter descubriría más tarde que todo aquello era una mera superstición, un razonamiento de efecto a causa, totalmente inválido. Podía alinearse en el mismo lugar que la creencia de que, si uno comía un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada mientras estaba sentado en el water, vendría el diablo y se lo llevaría.
Peter no había mentido. Nunca se había dejado tentar por el pecado de Onán. Aunque no llegaba a comprender por qué se le llamaba onanismo, puesto que Onán nunca se
había masturbado. Onán simplemente había utilizado la técnica que Peter había oído llamar a su padre la técnica del expreso IC (Illinois Central). Retirarse a tiempo.
Algunos de sus compañeros de la escuela los más «atrevidos» alardeaban de darle a la caña. Uno de ellos, un chico indomable llamado Vernon (murió al estrellarse en 1924 mientras se entrenaba en un bombardero de las Fuerzas Aéreas) había llegado a masturbarse en la parte de atrás de un tranvía cuando regresaban a casa después de un partido de baloncesto. Peter, observándole, se había sentido a la vez enfermo y fascinado. Los otros chicos se habían limitado a reírse.
En una ocasión, él y un amigo, Bob Allwood, tan puritano como él mismo, volvían en tranvía a casa tras asistir a la última sesión de cine. No había nadie más en el vehículo excepto el conductor y una llamativa rubia oxigenada sentada en el asiento delantero. Cuando el tranvía inició el último tramo de la línea en Elizabeth Street, el conductor había bajado la cortinilla en torno a él y a la rubia y había apagado la luz de la cabina. Bob y Pete observando desde la parte de atrás del vehículo, vieron las piernas de la mujer desaparecer. No fue hasta unos minutos más tarde que Peter comprendió lo que estaba ocurriendo. La mujer debía estar sentada en el reborde del parabrisas frontal, o sobre la misma columna de control, cara al operador, mientras éste se la beneficiaba.
Peter no dijo nada sobre ello a Bob hasta que hubieron bajado del tranvía. Bob se negó a creerlo.
Peter se sintió sorprendido de su propia reacción. Se había sentido más divertido que otra cosa. O quizá envidioso fuera más apropiado. Su reacción «adecuada» llegó más tarde. Aquel hombre y su rubia oxigenada irían ambos al infierno, seguro.