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Chapter 75 - EL OSCURO DESIGNIO (13)

Había un árbol de hierro que crecía en la cima de una colina a unos doscientos metros de la cabaña de Jill. La cabaña de Piscator estaba cerca de la cima, anidada entre la parte superior de dos raíces. Su parte trasera se apoyaba en un relieve del suelo; su parte frontal estaba anclada sobre pilotes de bambú para evitar que se deslizara por la inclinada pendiente.

Jill ascendió la colina hasta la cabaña. Se metió debajo de la estructura y ascendió una escalera de bambú que penetraba en la cabaña a través del suelo en su parte central.

El edificio era más grande que la mayoría en aquella zona, tres habitaciones en la planta baja y otras dos en el primer piso. Según un vecino, en su tiempo había albergado a una comuna. Como todas las organizaciones no religiosas compuestas por occidentales, aquélla se había disuelto tras un tiempo. Entonces Piscator había ocupado la cabaña, aunque Jill no comprendía por qué un hombre podía desear una casa tan grande. ¿Era debido a que era un símbolo de prestigio? El no parecía ser del tipo de hombres que se preocupan por tales cosas.

A lo largo de la barandilla de la escalera habla brillantes lámparas de acetileno cuyas pantallas de intestino de pescado arrojaban una luz blanca, verde o escarlata. Piscator, en la parte alta de los escalones, sonrió e hizo una inclinación de cabeza a Jill. Llevaba una especie de kimono formado por toallas de varios colores. En su mano sujetaba un ramo de grandes flores cogidas de las enredaderas que cubrían las ramas altas del árbol de hierro.

Bienvenida, Jill Gulbirra.

Ella le dio las gracias, respirando profundamente el fuerte aroma de las flores, que le recordaba la madreselva, con un ligero toque de cuero viejo. Una combinación peculiar pero agradable.

Al alcanzar la parte superior de la escalera, se encontró en la habitación más grande de la casa. Su techo tenía unas tres veces su altura; de él colgaba una multitud de lámparas japonesas. El suelo de bambú estaba cubierto aquí y allá con esteras echas con fibra de bambú. Los muebles eran de bambú, ligeros y sencillos, con almohadones en los asientos de las sillas. Algunos de los brazos de los sillones y las patas de la mesa y las vigas que sostenían el techo eran sin embargo de roble y tejo. En ellos habían sido tallados cabezas

de animales, demonios, peces del Río y seres humanos. No parecían haber sido hechos por un japonés. Probablemente habían sido esculpidos por un ocupante anterior.

Esparcidos por el suelo había altos jarrones, estrechos en su centro y anchos en su boca. Versiones más pequeñas remataban pequeñas mesitas redondas de largas patas. Habían sido hechos con rueda de alfarero, horneados, y esmaltados o pintados. En algunos jarrones había dibujos geométricos; otros mostraban escenas marinas de la vida en la Tierra. Los botes llevaban velas latinas; los marineros eran árabes. Delfines azules asomaban sus cuerpos en un mar azul verdoso; un monstruo abría su boca para tragar una nave. Sin embargo, puesto que había grandes peces llamados delfines en el Río, y el colosal dragón del Río tenía un ligero parecido con el monstruo, era posible que el artista hubiera querido representar la vida del Río.

Las puertas a las habitaciones contiguas estaban cubiertas con tintineantes ristras de vértebras de pez cornudo blancas y rojas; emitían un ligero campanilleo cuando eran agitadas. Tapices de fibras de enredaderas de los árboles de hierro entretejidas colgaban de las paredes, y transparentes Intestinos de peces dragón, tensados en marcos de bambú, cubrían cada ventana.

En su conjunto, aunque había algunas cosas, como las lámparas de acetileno, que no podían hallarse en otro lugar, la estancia era una variación de lo que muchos llamaban Cultura Ribereña, y otros Fluviopolinesia.

Las luces de las lámparas apenas traspasaban las densas nubes de tabaco y marijuana. Una banda tocaba suavemente en un pequeño estrado en un rincón. Ofrecían sus servicios a cambio de alcohol y como un medio de divertirse un poco ellos mismos al tiempo que hacían algo útil. Los músicos golpeaban o rascaban tambores, soplaban una flauta de bambú, una ocarina de cerámica; pulsaban un arpa hecha con una concha de tortuga y entrañas de pescado; tocaban un violín de intestinos de pescado y madera parecida al tejo con un arco construido con los cilios bucales parecidos a cerdas de caballo del delfín azul; martilleaban un xilófono; soplaban un saxofón, una trompeta.

La música era irreconocible, al menos para Jill. Pero pensó que derivaba de alguna pieza india centro o sudamericana.

Si esto fuera un tete-a-tete, en vez de una fiesta más amplia, hubiera podido ofrecerte té, querida dijo Piscator. Pero no es posible. Mi cilindro no me proporciona té diariamente, sino tan sólo un saquito pequeño una vez a la semana.

No había cambiado tanto como para no echar en falta la ceremonia del té, tan querida por todos los japoneses. Jill lamentaba también lo escaso de esa hierba aromática. Como la mayoría de los componentes de su nación, tenía la sensación de que faltaba algo vital cuando no podía tomarse un té en el momento preciso.

Piscator sumergió un vaso en una enorme fuente de cristal llena de flor de cráneo y se lo tendió. Ella dio un sorbo mientras él le decía lo feliz que se sentía de tenerla allí. Sonaba como si realmente fuera sincero. Ella empezó a encontrarlo más simpático, aunque tuvo que recordarse que procedía de una cultura que condicionaba a los hombres a mirar a las mujeres como objetos de trabajo y placer. Luego se advirtió a sí misma

¿por diezmilésima vez? que no debía caer en la misma culpa de prejuicio de los demás. Primero encuentra los hechos y luego estúdialos antes de emitir tu juicio.

Su anfitrión le hizo dar la vuelta a la sala, presentándole brevemente a todo el mundo. Firebrass le hizo un signo con una mano desde un rincón. Cyrano sonrió reservadamente e hizo una inclinación de cabeza. Se había encontrado con ellos varias veces desde aquella mañana, pero ellos se habían mostrado más bien reservados, aunque sin dejar de ser educados. A ella no le gustaban las cosas de aquel modo. Después de todo, él había pedido disculpas, y ella se sentía muy curiosa respecto a aquel llamativo personaje del siglo XVII.

Dijo hola a Ezekiel Hardy y a David Schwartz, a los que veía cada día en la oficina de dentro del hangar y en las fábricas cercanas. Hardy y Schwartz se mostraban bastante

amistosos; habían aprendido que ella era absolutamente competente en su campo. En muchos campos, de hecho. Jill había conseguido refrenar su impaciencia y su irritación ante la ignorancia de ellos y su presunta superioridad. Aquello había dado sus frutos, pero no sabía cuánto tiempo podría reprimirse aún.

No tapes la botella se decía a sí misma. Vacíate.

¿Cuántas veces había hecho eso, o había intentado hacerlo? Y había parecido funcionar tantas veces, aunque no siempre, de todos modos. Sin embargo, ahí estaba este japonés, Ohara, que se hacía llamar con el ridículo nombre de Piscator que extravagante, diciéndole que el Zen era una estupidez. Bueno, no exactamente una estupidez. Pero sí había señalado que había sido sobreestimado. A ella no le había gustado oírlo. La golpeaba un poco más abajo de la cintura de su autoestima; la hería. Lo cual no tendría que ser así. Hubiera debido reírse de ello, aunque sólo fuera interiormente. Pero él parecía tan seguro de sí mismo.