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ᴘʀᴇғᴀᴄɪᴏ
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N̷acer sin marca en Velacya era lo mismo que ser nombrada puta al nacer.
Yo había nacido sin la marca.
Los recuerdos de mi infancia antes de llegar a Casa Rosas es casi nulo, a veces confundo los sueños con la realidad, a veces elimino los viejos recuerdos y los reemplazo por nuevos. Me gustaba ignorar que era una sin marca, o demit, como suelen llamarnos las otras personas.
Ignorar quién eres sólo dura segundos, porque siempre habrá algo que te haga volver a la realidad.
Mi algo era mi trabajo de nacimiento. Los marcados, dicen que nosotros nacemos con el «don» de ser coquetos, juguetones y despreciables. Es pura basura.
Deslizar mi cuerpo de un lado a otro, adolorido por los constantes maltratos de las personas me resultaba tan asqueroso como el príncipe heredero. Ese niño mimado lo único que conocía era comer fresas con chocolate y usar lindos atuendos con muchos diamantes. Yo, Lilybell Sin Apellido, era una mujer que se vestía con trapos sucios que casi caminaban solos, que apenas cubrían lo suficiente mi cuerpo como para darme calor y tan revelador como la transparencia de una telaraña.
Hoy no era un día tan diferente a todos los demás. Me levanté antes de que el sol saliera, cepillé mi cabello, enjuagué mi boca, me puse mi camisón de seda rosa, coloqué en mi cuello el falso collar de diamantes más un intenso color rojo en mis labios, y el pendiente de rubíes con perlas que me había regalado un cliente en mi cumpleaños veintidós. A Melina le encantaba que utilizara muchos brillo, decía que así atraía a más clientes de la alta cuna sin que tuviesen que recurrir a la Casa Olioris.
Todos los jueves a la tarde tenía a uno de la alta cuna, un bebé de dieciséis años que se creía el dueño y señor de mi como para llamarme por mi nombre y no por el sobre nombre. Él siempre me hablaba de cómo era amigo del hermano menor del príncipe; en una ocasión me contó que si el príncipe no fuera tan exigente, fácilmente podría ser mi cliente.
Odiaba a ese niño, pero gracias a él tenía más lujos que la mayoría de los demit en la Casa.
Hoy era miércoles, así que no debía preocuparme por aguantar toda una hora su olor a almizcle con fresas. Debía destacar que lo que más odiaba eran las fresas, además, tenía una terrible alergia a ellas. Polion, el niño que atendía, siempre presumía sus fresas baratas, más un pequeño arete de fresas que el mismísimo príncipe le había regalado en un cumpleaños.
El príncipe Gelio era todo un chupa miembros, tan avergonzado de sus gustos que no era capaz de decirlo al mundo, él no se daba cuenta que todos en su corte babiaban por tener un lugar seguro en su cama. Todo el mundo lo hacía, todos menos yo.
Si pudiera contar todas las cosas que odio en el mundo no me alcanzarían para llegar al grado en el que tenía al príncipe, y tenía mis razones personales para hacerlo.
—¡Lilybell! —Escuchar el mismo grito todos los días era como ver una misma obra de teatro, siempre sucederá lo mismo. —Mi pequeña demit, hoy tu agenda está muy llena, —sonrió Lugo, con aquellos dientes afilados y amarillentos que tanto asustaban a cualquiera.
Lugo era el encargado de esa Casa Rosas y, por supuesto, conocía al dueño de la Casa Olioris, un hombre de la Corte del príncipe tan bien parecido que nadie pensaría que es el dueño del la mejor Casa de acompañantes en el reino. Kalion, ese era su nombre.
Toda la vida quise conocerlo, demostrarle que valía la pena, que ese lugar en el que estaba era lo mínimo que me merecía. Pero cada vez que Lugo me veía acercar, se llevaba al hombre a una sala aparte. Mi sangre hervía durante siete días completos, pero luego llegaba el día de mis sesiones con Polio y volvía a mi natural estado de ánimo.
Mis labios hicieron una mueca y casi vomito lo que desayuné cuando su asquerosa mano tomó uno de mis cabellos.
—Beberías dejar de pintarlo, me gusta más al natural.
«Qué bien, eso no pasará», pensé.
Durante el resto del día estuve atendiendo a clientes, tantos que perdí la cuenta después del décimo. Estaba exhausta cuando las campanas del templo dieron la media noche; llegué a la cocina para buscar pan y miel caliente, hasta ese momento no había ingerido nada y mi estómago ya me estaba reclamando por alimentarlo.
Apenas le di el primer mordisco al pan, entró Melina con su cabellera ondulada calléndole de su elaborado peinado circular; los colores en su vestido se veían más opacos, tal vez porque llevaba con él mucho tiempo y la tela de este ya exigía un descanso. Sabía que venía del palacio, ella era una dama de la Corte y siempre iba todos los días al palacio a jugar con el príncipe y sus amiguitos.
La miré como un animal curioso rebuscar en las gavetas hasta encontrar un tajo de uvas verdes. Se sentó frente a mí de forma ruidosa y comenzó a comer de las uvas tan elegante como desde el primer momento en el que la conocí.
Melina era mi única amiga en todo este lugar, quizá, la única en todo el Reino. Ella era la dueña de este lugar, por eso siempre debía estar aquí vigilando que Lugo no se aprovechara de los demit como hacia antes. Melina era como la protectora de todos nosotros y la única con el puesto suficiente para gritarle a ese saco de pulgas.
—Necesitamos más comida aquí, —Ella fue la primera en hablar.
Volví a examinar su ropa, ella podía ser una persona con todos los mejores modales en el universo, pero su torpeza siempre la degradada dos puestos. Había pastel y migas de galletas en sus faldas, y una pequeña película de glaseado en su collar de diamantes. Tal como se veía parecía un postre más con algunos defectos.
—Ni me lo digas, —señalé mi cena y ella río entre dientes. Le di una sonrisa dulce, un poco cansada para que llegara a mis ojos.
—Fue un día largo.
—Ni me lo digas, —suspiré con cansancio, dándole otra mordida a mi pan y un sorbo a la miel.
Por lo general siempre pretendía comer poco porque mientras tu cuerpo esté más delgado, los clientes te escogerán sobre los otro bollos de grasa que se hacen llamar mis amigos en este lugar. A ellos no les importaba perder su figura, más bien, preferían perderla y que así los soltaran más rápido de sus labores que tener un cuerpo saludable para seguir trabajando. Yo no amaba mi trabajo, eso estaba más que claro, pero me gustaba estar delgada así mi rendimiento en millones de cosas sería mejor.
—¿Mañana me quieres acompañar a ir al mercado? Porque está más que claro que Lugo preferiría mil veces que mueran de hambre que ir él a comprar comida, —habló Melina, tan dulce como siempre. Le sonreí y asentí con mi cabeza emocionada, muy pocas eran las veces que salía de este lugar. —Bien, —ella sonrió y se levantó de la silla de madera con su tajo de uvas y se fue a lo que creí era su habitación.
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Era sábado, sábado en la tarde. Los días como hoy las personas preferían quedarse en su casa con su familia que salir a la calle, solo los menores salían a la calle a divertirse y en ocasiones los turistas. Estaba en el muelle, con un dibujo de pequeña luna en mi muñeca izquierda para que nadie me molestara; desde aquí veía a tres personas en la orilla al otro lado del muelle, estaban sentados en la arena tomando el sol dos chicas y un chico.
Me sentía patética imaginando una vida así, una vida en la que nací con la marca y no sin ella. Mi corazón siempre se partía en dos cuando recordaba que aquí no era nadie importante, que mi lugar en este Reino era nulo. Muchas veces soñé con irme, a esos reinos en donde no tienen todos sus pobladores una marca o una condición especial al nacer, como Palag o Pagna.
Una vez me hice amiga de una sacerdotisa de Pagna, Eeris, ese era su nombre. Ella era mágica, poseía un poder tan grande que en ocasiones quebrada un hueso de su cuerpo. Ella me enseñó que todo humano tiene magia dentro, y que solo es cuestión de aprender a usarla. Eeris me enseñó a hacer mariposas de luz, fue lo único que aprendí a hacer, nada más.
Moví mi mano de un lado a otro, cerré mis ojos e imaginé una pequeña mariposa, luego, cerré mi mano en un puño hasta que sentí que comenzaba a picar. Abrí mi mano y encontré la pequeña mariposa. Sonreí con nostalgia.
—¿Por qué cada vez que te sientes triste haces ese truco? —salté en mi lugar al escuchar la voz de Melina.
¿Cómo antes no la escuché? Las botas de tacón de ella se escuchan desde kilómetros; miré sus pies, descalzos, hinchados y pálidos. Melina rara vez andaba descalza a diferencia de mí.
—Me hace recordar viejos tiempos, —respondí, sonriendo de nuevo.
Ella arqueó una ceja, luego miró la mariposa que se estaba convirtiendo en pequeñas gotas de rocío. —Nunca me enseñaste a hacerlo, —apuntó.
—Soy mala enseñando cosas, —Ambas reímos ante eso, ya ambas teníamos las pruebas suficientes para corroborar eso.
Durante unos segundos nos quedamos calladas viendo el mar deslizándose libremente por todo el lugar hasta llegar suavemente a la orilla. El atardecer se estaba acercando y el frío de la noche con él.
—¿Me quieres acompañar al castillo? —ella preguntó de la nada, tomándome desprevenida.
«No, no quiero», pensé.
Nunca antes me había invitado al castillo, ella siempre iba sola o con su hermana Falla. No podía desperdiciar esa oportunidad, en el proceso podría conocer al dueño de Casa Olioris y rogarle a Melina que hablé bien de mí con él para poder avanzar de posición. Pero estaba aterrada, todos ahí tenían la marca de nacimiento, y eran de alta cuna, me aborrecerán con la lengua y ojos; seré la puta de la que todos se aprovecharan y ahí Melina no me podrá ayudar.
Además, lo más probable es que me consiga con Gelio y si no consumía algo que me drogara hasta la médula, podría asesinarlo con el alfiler de mi cabello.
—¿Qué dices? ¡Vamos, será divertido! —ella insistió.
En esos momentos quería gritar fuertemente por no poder decidirme.
Cerré fuertemente mis ojos y conté hasta mil antes de tener la mejor respuesta en mi lengua. Los abrí, asentí. Melina chilló de la alegría y me hizo levantar a tropiezos de la vieja y crujiente madera del muelle. —Te prometo que lo pasarás genial. Vamos, te prestaré uno de los vestidos y te arreglaré ese cabello tuyo.
—¿Mi cabello? —tomé un mechón de él, evaluándolo. —¿Qué tiene de malo?
—Es muy aburrido ese peinado que llevas.
Oh, claro, no es del estilo usual de la Corte.
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Sentía que me había perdido completamente en este atuendo que Melina me escogió porque, tenía tanto maquillaje en mi rostro que ni me reconocía; tenía aretes en forma de triángulos encontrados todos en el centro formado una extraña estrella; mi cabello subía en círculos hasta el cielo grandes y mortales alfileres decorándolo; mis labios estaban azules y combinaban perfectamente con la sombra en mis ojos y el color del vestido, el cual, venía sin mangas y dejaba al descubierto mis hombros, estaba arrugado en el área del escote hasta el tórax y las faldas simulaban las ondulaciones de mar adentro. Yo representaba una tormenta, y no me había dado cuenta por el gran barco pesquero en mi cabello; me di cuenta apenas vi el vestido.
Mis zapatos eran otra historia, ellos simulaban la espuma del mar; tenían un tacón de unos diez centímetros que seguramente me llevaría a comer tierra más de una vez y, tenía una pequeña piedra preciosa en la punta.
Me sentía ridícula, y ver a Melina, la cual parecía una puerta oxidada, me daba vergüenza ajena. Quería reírme a carcajadas, eso era lo que quería.
El viaje hasta el castillo consistió en dar tantos botes en el asiento como lo hace un barco en plena tormenta, sentía como si en cualquier momento el barco sobre mi cabello terminaría dando una divertida excursión al señor suelo, destruyéndose completamente. Me aferraba cual gato a todo lo que fuese posible, mientras que Melina me miraba divertida mientras comía galletas de avena con una cubierta de fresa.
Hice una mueca. Malditas fresas.
Cuando llegamos al palacio sentí como si toda la comida que había ingerido en el día –la cual fue muy poca- se quisiera salir de mí solo porque sí. Mi estómago se retorcida a cada paso del cabello y yo simplemente no podía ver por la ventana porque sabía que terminaría más pálida que un espanto, más de lo que ya estaba, para ser sinceros.
—Lady Melina y... —, comenzó a presentarnos un señor apenas bajamos del carruaje, pero al verme, se quedó mudo. No sabía quién era.
—Es una amiga Dan, —dijo Melina, dándole dos suaves golpecitos en su hombro cuando pasó a su lado.
Intenté sonreírle para que dejara de verme con el ceño fruncido, pero si lo hacia muy probablemente terminaría vomitando sobre sus botas azules bien pulidas.
Tragué fuerte y pasé a su lado, agachando mi cabeza como nos enseñaron a todos los de mi clase cuando éramos pequeños.
—Si ves a los ojos a los de la realeza siendo un demit, probablemente se ofendan y te mandan a la horca, —me dijo una vez mi instructora, cuando llegué a Casa Rosas.
Temblé ante la idea de ser ahorcada, o peor, que me quitaran la cabeza o que me quemaran con fuego mágico, que primero carbonizaba tus órganos y luego tu piel y ojos.
Seguí a Melina por una serie de grandes pasillos llenos de diamantes, oro y cuadros. Las flores Rojas también predominaban en todos los pasillos, como el repugnante olor de las fresas. Me sentía como una embaraza en su primer período, con olores específicos afectándome, aunque no estaba embaraza, yo tomaba siempre un brebaje especial para mi trabajo.
Escuché como se abría una pesada puerta y luego una opaca luz llegó a mis pies. Levanté la cabeza y me encontré con una enorme comedor con millones de personas riendo y chocando sus cubiertos con la fina vajilla de porcelana. Sus trajes eran igual de extravagantes que el mío, algunos hasta llevaban en sus cabellos a animales vivos o aparatos que giraban; sus ropas finas y variadas, pasando de simple algodón hasta la más elaborada tela con plumas incrustadas y pequeñas lentejuelas que seguramente provenían de alguna piedra preciosa.
Muy pocas personas se interesaron en voltear a vernos, porque sus conversaciones estaban más interesantes que otras dos simples personas en la mesa. Miré sobre el hombro de una muy alegre Melina y pude divisar a la Reina en el centro de la mesa, instintivamente me escondí de nuevo, encogiéndome en mi lugar ante tal presencia.
También reconocí a Gelio y mi sangre hirvió en mis venas. Quería ir a su lugar y romperle el cuello, de la misma forma en que él lo hizo con mi antigua mejor amiga. Quería sacar todos los alfileres de mi cabello y enterrarlos profundamente en sus asquerosos ojos violeta.
Respiré profundo antes de cometer alguna estupidez, apreté a mis lados mis manos que ya estaban en puños y sentí como la rabia me teñía las mejillas de un intenso rojo. En ese momento, la mirada de Gelio dejó de estar viendo a un chico hermoso de cabello azul pálido a mirarme con curiosidad, luego paseó su mirada por todo mi cuerpo y me sentí asqueada de mí y de ser lo que soy.
Agaché mi mirada porque, aunque en esos momentos quería quitar cada órgano de mi cuerpo, no quería que una magia extraña entrara a mi cuerpo y lo hiciera de forma lenta y dolorosa.
—¡Melina! —chilló una chica, la cual reconocí como su hermana menor.
Ella vestía como si fuese un castillo de arena, con partículas de ésta pegada en varios lugares en la tela, más conchas de mar de diferentes colores; su cabello estaba suelto, pero una pequeña trenza lo dividía a la mitad. Muchas personas nos comenzaron a ver en ese momento y lo supe por todo el peso que sentí sobre mis hombros, pero al levantar la mirada no pensé conseguirme con la de la mismísima Reina.
Me quería ahogar. Ella me estaba mirando, y yo tambien, y eso solo significaba una cosa.
—Su majestad, —Melina se agachó hasta que la tela de su vestido quedó completamente tocando el suelo, así que la copié, solo que de forma más brusca. —Hoy he traído a una acompañante, espero no se ofenda.
«Acompañante» ella dejó en claro desde un principio qué era yo.
La Reina hizo un movimiento con su mano, sus pulseras de oro azul tintineando, indicando que no importaba y así todo el mundo siguió con su fiesta sin prestarme atención, menos él. Él seguía observándome, al igual que la Reina y en ese momento no podía decidir si suicidarme o matar a alguien. Lo segundo seguramente me llevaría a lo primero, así que no había diferencia.
Durante toda la velada sentí la mirada de la Reina sobre mí. No pude disfrutar nada y mucho menos cuando Polion, entre todas las personas del mundo, me reconoció e intentó que yo le hiciera uno de mis trabajos, aún cuando Melina le gritó un par de veces que dejara de molestarme. A decir verdad estaba ya cansada de todo eso y justo cuando todos se retiraron a la sala de juegos, me levanté de la mesa y me dirigí a la salida.
Tenía agarradas bien mis faldas y faldones, los accesorios sonaban con cada paso, más que los zapatos de alto tacón, los cuales, me quité al igual el maldito barco. En mis manos también estaban los alfileres con los que soñé toda la noche con enterrarlos en los ojos del príncipe. Mi cabello ahora caía sobre mis casi pálidos hombros mientras un puchero se instalaba en mis labios. Me odiaba a mí y a mí condición.
—¿Por qué te vas tan rápido? ¿La fiesta no fue lo suficientemente emocionante para ti?
Me helé en mi lugar. Cada vello de todo mi cuerpo, hasta los de mi rostro, se erizaron y mi cuello, orejas y mejillas ardían de vergüenza. Esa voz, la voz de la Reina. Ella estaba detrás de mí, con su vestido blanco y dorado tan impecable como siempre. Miré de nuevo el piso, sintiendo arder hasta mí frente.
—¿Te comió la lengua el ratón? —Volvió a hablar y en ese momento deseé no haber venido. —¿Por qué miras el suelo? ¿Eres una persona penosa?
«Me lleva».
—Yo... —Las palabras se enredaron en mí lengua y tosí como una enferma.
—¿Tú...? —Ella me invitó a hablar.
—A mí me en-enseñaron de-desde pequeña que-e no podía-a ver a los de la rea-aleza a los o-ojos por mí-í condi-dición, —dije torpemente, sin dejar de ver sus zapatos.
—¿Quién te dijo esa estupidez? —Su forma de hablar me tomó desprevenida.
Levanté la cabeza sin querer, encontrando que la Reina estaba sonriendo con diversión. Ardí completamente en vergüenza.
—Mí instructora, —Ella arqueó una ceja, completamente interesada en el tema.
—Eso ya no sucede desde hace más de quinientos años, —Me informó casual.
Ella comenzó a hablarme como si yo fuera su igual, como si yo fuera otra reina del mundo que entendía por lo mismo que ella pasaba. Pasamos por salas y salas de juegos, hasta llegar al jardín cubierto de gotas de lluvia, de la cual nunca me di cuenta. Hablamos por horas hasta que Melina apareció para llevarme de nuevo a la Casa.
Lo que no sabía en ese momento es que, yo le había encantado a la Reina a tal punto, que me había comprado a Melina por una suma de dinero exorbitante, todo para que yo fuera su nueva amante. Me encontraba en shock, y hoy día sigo estándolo.
Ahora, veo a Gelio y a toda su ridícula Corte todos los días de la semana.
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