La abuela Li siempre decía que no hay mayor maldición que un golpe de suerte desmedido.
Al principio, cuando era una niña pequeña, Li YuRu no lo entendía. Pero tampoco entendía la diferencia entre que se acabará su helado favorito en la heladería de los domingos y que la paga de su abuela no diera para comprar carne esa semana. Para ella ambas eran desgracias desgarradoras.
¿Cómo iba a haber un domingo sin helado? Se había pasado toda la semana comportandose como la nieta perfecta a la espera de esa bola de nata fría que compartía con su abuela. El que no hubiera helado ese día era sin la menor duda una maldición, pues no había posibilidad de ir a otra heladería; no había posibilidad de ir otro día. Eran los domingos. Era La heladería.
Los hados se habían confabulado en su contra para hacerle la niña más desgraciada esa semana. Igual de desgraciada que cuando no había pescado en su sopa de pescado o carne en su olla caliente.
A los once años comprendió por primera vez de qué tipo de suerte desmedida hablaba su abuela cuando el profesor de matemáticas de su escuela la destacó frente al resto de compañeros como la alumna más brillante que jamás había tenido. El rostro de YuRu brilló de alegría durante semanas. Había recibido un halago desmedido por su profesor favorito en la asignatura que más disfrutaba. El hombre le miraba siempre con aprobación en los pasillos, le hacía a ella las preguntas más difíciles en la clase, orgulloso cuando escuchaba la respuesta correcta, y en cuanto tenía una ocasión para intercambiar palabras, le insistía en que tenía que ir a la universidad y tomar una carrera técnica.
"Si no estudias algo de ciencias, te arrepentirás el resto de tu vida", le decía. "Serás como una de esas madres amargadas que atormentan a sus hijos recordándoles todo lo que no hicieron sólo para poder criarlos correctamente. Este es tu futuro, YuRu. No permitas que nadie lo oscurezca."
Fue ese profesor quien la animó a poner en palabras unos pensamientos que jamás se había atrevido a expresar delante de su abuela. A pesar de saber que la mujer deseaba que terminara los estudios obligatorios y le ayudara en la venta hasta que tuviera edad para casarse, ese no era su sueño. Nunca lo había sido.
La relación con su abuela siempre había sido buena, pero al final, en los años que realmente importa, los que permanecen en el recuerdo de aquellos que se quedan, el odio entre ellas era casi palpable. YuRu, con los conflictos propios de los adolescentes, la sensación de ser inferior al resto de sus compañeras por no tener ni padres ni dinero, y la frustración de ver su único sueño negado por la mujer a la que había amado como a una madre, volvió todo su desprecio hacia la anciana.
Después de que optara por una academia para prepararse para la universidad, ella y su abuela apenas coincidían en la pequeña casa, de sólo dos habitaciones. YuRu pasó de dormir con su abuela a echarse en el suelo frente a la televisión, levantarse antes del amanecer y regresar cuando la mujer ya había cenado. Todas las conversaciones iban en torno al dinero. YuRu le recordaba que debía hacer los pagos de su matrícula y la anciana gruñía que sólo a una nieta desagradecida se le ocurría optar por una academia tan cara.
YuRu nunca pensó que su abuela tuviera razón. Pensó que era una vieja gruñona, infeliz y que quería hacer infeliz a todos los que le rodeaban. Quería convertirla en una vieja pobre como ella, malviviendo en una casa con humedades y sin agua caliente. En vez de alegrarse porque su nieta fuera una genio de las matemáticas, intentaba destruir todas sus posibilidades de crecer en la vida.
Vieja gruñona.
Quizás la relación con su abuela pudo haberse solucionado antes, cuando estaba en el último curso de la secundaria media y sus ideas descabellada de convertirse en una profesional de la tecnología aún no había terminado de asentarse en su pecho. En ese entonces todavía tenía otras preocupaciones más graves -en su opinión de adolescente que no ha pagado una factura aún- que su futuro. Y la mayor de la desgracia era que desde que el profesor de matemáticas la había cogido bajo su ala, los chicos la trataban con una frialdad incómoda.
Al principio se limitaban a hacer bromas pesadas sobre el que una chica fuera mejor en matemáticas que ellos. Algunos, osados, se atrevían a decir que había coqueteado con el profesor. Pero sólo fueron dos o tres comentarios hasta que las palabras de verdad hirientes se hicieron oír. Porque cualquiera podía notar que el profesor de matemáticas, un señor mayor y con el rostro grueso de un esposo sobrealimentado, no miraba a YuRu ni a ninguna de sus alumnas de esa forma, y YuRu ni vestía coqueta, ni era coqueta, ni parecía coqueta.
YuRu no se ponía adornos en el pelo o joyas en el cuerpo, porque no tenía dinero para comprar esas tonterías. YuRu no se maquillaba los ojos o le daba rubor a sus mejillas, porque no tenía dinero para comprar esas tonterías. YuRu no se ponía perfume ni compraba muñequitos para colgar de su mochila, porque no tenía dinero para comprar esas tonterías.
Pero lo que los chicos vieron fue que YuRu no se comportaba como una chica. YuRu incluso era mejor en deporte que la mayoría de los muchachos. En vez de sentarse en las gradas en cuanto el profesor dejaba de mirarla, hacía las actividades con esfuerzo y dedicación. Nunca fingía una caída para esconder su incapacidad con una llantina infantil, y si tropezaba no hacía pucheros y esperaba a que uno de los chicos viniera a salvarla.
YuRu era
definitivamente
lesbiana.
De un día para otro en su taquilla comenzaron a aparecer palabras desagradables. Alguien dejó una revista con fotos de mujeres desnudas en su pupitre. Sus amigas le pedían que no se molestará en acompañarlas al baño, porque los chicos estallaban en carcajadas cuando desaparecían tras la puerta del servicio.
YuRu era la mejor alumna de su curso, en la mayoría de las asignaturas, pero no por ello la más admirada. No era la chica más guapa, ni la más rica. No tenía unos padres influyentes, una bicicleta reluciente para regresar a casa o siquiera tiempo para salir con sus amigas y demostrarle que, al menos como persona, merecía ser apreciada.
YuRu pasaba las tardes ayudando a su abuela en la venta y las noches haciendo las tareas bajo la luz de un flexo.
En cualquier otra circunstancia probablemente con el paso de las semanas cualquier otra persona habría considerado más importante su salud social. Habría decidido que de nada importaba ser la más lista si no tenía a nadie que le sonriera con orgullo cada vez que respondía correctamente. Un amigo siempre sería más valioso que un sobresaliente.
Sin embargo su profesor le había dicho eso. Su profesor le había asegurado que tendría un futuro brillante. Es más, los ojos de su profesor brillaban de admiración cada vez que ella separaba los labios y, con tranquilidad, revelaba la respuesta correcta.
Sólo por esos ojos merecía la pena todo ese sufrimiento. Algún día toda la sociedad alzaria la mirada para observarla con esos mismos ojos.
Mientras tanto estaba dispuesta a ser despreciada por sus compañeros y aislada por sus amigas. Incluso estaba dispuesta a que su abuela no comprendiera sus problemas de adolescente. Aceptaba que la mujer no viera dónde estaba la desgracia de que todos los chicos de su escuela pensaran que era lesbiana.
"Eso es bueno", fue todo lo que dijo. "Así ninguno intentará tentarte. Tienes que casarte pura. No hay tesoro más importante para una mujer que su virtud."
¿Cómo le iba a explicar a su abuela que los hombres no trataban bien a las mujeres que no podían seducir? ¿Cómo repetirle esas frases que escuchaba todas las mañanas, susurrándole que lo único que necesitaba para volverse una señorita era un hombre de verdad y un callejón oscuro? ¿Cómo describirle el terror cuando regresaba tarde a casa y escuchaba a los chicos en su bicicletas, golpeando las verjas y lanzando gritos de júbilo mientras la "lesbiana" corría con los ojos desorbitados del pánico?
¿Cómo iba a contarle todo eso?
Así que YuRu dejó de hablar con su abuela, dejó de hablar con sus amigas, dejó de fantasear con ser una chica normal que se maquilla, se compra trajes y disfruta de un amor primaveral con un joven sobreprotector, y se encerro en su propio mundo de estudios.
Cuando la abuela enfermó, YuRu se pasó horas junto a la cama del hospital, con las cuentas de la mujer en una mano, las facturas del hospital en la otra, y la mente nublada por los recuerdos del instituto, y entonces entendió cómo la buena fortuna podía ser la peor de las maldiciones.
"Qué vida más amarga me ha tocado vivir", le había susurrado la anciana con ojitos húmedos y amables. "Lo único que le rogué a tu madre cuando murió, fue que te permitiera ser la mitad de inteligente que ella. No le pedí demasiado. No pedí una nieta tonta. Sólo la mira de inteligente."
"Abuela..."
La mujer no le dejó hablar. Apretó su mano suavemente, pidiéndole silencio, y le dedicó una sonrisa cansada.
"Tenía una mente tan despierta que los muchachos de otras escuelas se pasaban por nuestro jardín para estudiar con ella. Tu abuelo estaba tan orgulloso..."
YuRu conocía esas historias. Historias de cuando su abuelo estaba vivo, su madre se trenzada el cabello y la abuela tenía una huertita junto al estudio de su marido. La abuela no tuvo que trabajar hasta que perdió a su hija y ganó a su nieta en aquel fatídico accidente de tráfico.
"Yo era tan orgullosa...", le confesó por primera vez la anciana. "A pesar de saber que estaba mal, no pude detenerme. Mi hija era la más bonita del barrio, y la más lista. Mi hija tenía tantos admiradores... Había tantos jóvenes amos que me solicitaban permiso para poder descalzarse y estudiar frente a mi jardín..."
La abuela había cerrado los ojos y YuRu creyó que no iba a seguir hablando. Hasta ahí llegaría su confesión de mujer impía: se había enorgullecido de la hija que había dado a luz. Pero se equivocaba. La abuela continuó.
"El abuelo murió odiándome. Se negó a que me acercara a su cama incluso en sus últimas horas. Pero yo creí que merecía la pena. Pensé que ese dolor de mi pecho, ese remordimiento que me estaba comiendo viva, desaparecería cuando mi YuEr regresara a casa contigo en brazos y los tres, mi nieta, mi nuero y mi hija, saludaran a su retrato. Él entendería todo lo que había hecho y al fin podría descansar en paz. Al fin podría perdonarme, sabiendo que nuestra YuEr tenía una vida feliz."
YuRu había bajado la cabeza. No quería que si abuela se fuera así, con esa sensación de derrota.
"Lo hiciste bien, abuelita. El abuelo está orgulloso de ti. Me cuidaste bien. Has hecho una buena persona de mi. Mi madre tiene que estar agradecida de todos los sacrificios que has hecho por mí. Yo... pasarán mil años antes de que pueda estar en paz con todo lo que te debo."
"No me debes nada." La boca de la mujer de arrugó con dificultad. Cerró los ojos y giró el cuerpo para quedar totalmente recostada. Un suspiro lento se escapó entre sus labios. "Si yo no hubiera estado tan cegada por la codicia, tu madre seguiría viva y tú habías sido criada por ella. Mi vanidad te arrebató a tu madre. Pensé que sólo quería lo que mi hija merecía por derecho propio."
Miró a YuRu a los ojos. Las lágrimas se amontonaban entre sus párpados antes de cruzar el puente de su nariz y caer sobre la almohada.
"Ella tenía la belleza y la inteligencia. Podía haber elegido a cualquiera entre miles, pero prefirió a ese chico regordete y tímido." Cerró los ojos con una expresión de profundo dolor y volvió a mirarla. "Un chico de buena familia. Un chico de demasiado dinero. Todo el mundo hablaba de las malas intenciones de tu madre, pero yo endurecí el corazón y fingí tener la piel gruesa. Fingí que no era consciente de lo absurdo que era que la hija de un profesor de instituto se casará con el hijo de un magnate de los negocios. A todos les decía: 'Mi hija tiene una buena educación. Estudiaron con los mismos libros y fueron a la misma universidad. Ella nunca hará nada de lo que él se avergüence."
La anciana sonrió a YuRu con tanto amor que su nieta ya no pudo contener las lágrimas. No pudo porque sabía lo que venía a continuación, y qué era lo que más atormentaba a su abuela.
"Pero mi Yu'er te tuvo a ti."
Sí. Su preciada e inocente Yu'er tuvo un accidente de tráfico mientras viajaba con su novio. Su preciada Yu'er murió en la ambulancia, gritando el nombre del hombre al que había visto morir delante de sus ojos. Yu'er la bella, Yu'er la inteligente, Yu'er la pura, sobrevivió lo justo para dar a luz a una niña sietemesina.
Yu'er, la soltera, había dado a luz.
"Abuela..." YuRu había intentado tranquilizarla tomando su brazo entre sus dos manos con gentileza. "No es culpable de las elecciones de mi madre. Ella sabía lo que era correcto y lo que no, porque usted se lo enseñó. Pero aún cuando sabemos que hay cosas que no hay que hacer, a veces nos equivocamos y creemos que hay un motivo por el que podemos hacerlo."
Su abuela había asentido. Intentaba contener las lágrimas, pero era un esfuerzo sin sentido. YuRu apartó la vista pero escuchó sus palabras.
"Y el motivo fui yo." Apretó tan fuerte los labios para contener un sollozo que YuRu creyó que se esta mordiendo. "¿Qué hombre no se casaría con la madre de su hijo? ¿Qué suegro se negaría a aceptar a la madre de su nieto? ¿Que familia honrada no se resposabilizaría de las acciones de su heredero?"
La abuela no murió en ese momento, sin embargo su enfermedad no tenía cura. La edad y la tristeza la habían acorralado y el simple hecho de alzarse de la cama le suponía un esfuerzo que no siquiera le apetecía realizar.
Durante su primer año de universidad, YuRu volvió a tener una vida normal con la abuela. Se levantaba temprano para hacer un desayuno fácil de digerir. Se sentaba junto a la anciana y le animaba a tomar un poco de sopa.
Por las tardes, después de su última clase, llegaba apurada con la intención de levantar a su abuela y obligarle a salir a la calle, esperando a que pudiera sentir los últimos rayos del sol calentándole el alma. Pero no siempre llegaba antes de que oscureciera y pocas veces la anciana estaba dispuesta a ceder. La mayor parte del tiempo se tumbaba boca arriba y le pedía con un hilo de voz que le dejara dormir más.
Cuando al fin murió, YuRu se sentía tan aliviada como apenada. La tristeza era egoísta. Se sentía triste porque de pronto era consciente de lo sola y desamparada que de había quedado en el mundo, sin un sólo familiar a quien poder recurrir en caso de necesidad. El alivio era por su abuela, quien ya no podría seguir sufriendo y al fin encontraría la paz.
Nieta y abuela habían hecho las paces de una forma tan sincera y profunda que cuando YuRu veía el retrato de la mujer, enfurruñada detrás de la figura de su nieta recién graduada de la secundaria, sentía una sensación de calidez y felicidad difícil de explicar.
"Esa fue la mujer que me crío" pensaba. "La mujer que me enseñó que hay que estar preparados para pagar por todo lo bueno que recibimos."
Cuan más vistosa es la flor, más doloroso el aguijón de la abeja que vendrá a por ella.