Alice
Hades estaba más furioso que nunca. Ni siquiera yo había conseguido hacerlo enfadar de aquella manera. Además, su aspecto había cambiado. De repente, había crecido cuatro metros y de él emanaba una fuerza oscura de inimaginable poder.
Estaba segura de que el dios Ares estaba a punto de arrepentirse de todas sus acciones en los últimos miles de años.
El dios de la guerra podía ser astuto y tener una mente prodigiosa, pero una vez sus maquinaciones habían visto la luz, no tenía nada que hacer contra uno de los tres grandes dioses.
Sin embargo, como todos los dioses, no podía dejar ver su miedo en aquel momento ni tampoco lamentarse.
Ares esquivó el primer gran ataque de Hades por los pelos, pero aquello le supuso ya un gran gasto de energía vital. A pesar de ello, no dudó en arremeter contra quien había sido su aparente socio.
Ambos dioses se metieron en una lucha que seguramente no acabaría bien. No dudaba en que no tardarían en aparecer más dioses en aquel coliseo.
Pero tenía mejores cosas que hacer que quedarme de brazos cruzados observando el panorama que se había creado en cuestión de segundos. Rápidamente, me dirigí a la otra punta de la escena, donde Skay se lamentaba de dolor en una burbuja de fuerza que había creado a su alrededor.
Abracé al chico con ansias, feliz de que todavía estuviera conmigo. Seguidamente, usé mi nuevo poder para recomponer los huesos que tenía rotos y curar cada una de sus heridas.
El muchacho estaba fascinado, seguramente no comprendía cómo había pasado de no poder controlar mis poderes a hacer todo lo que ahora era capaz de hacer. No solo eso, sino que mi imagen también había cambiado desde nuestro último encuentro: mi cabello era tan rojo como el mismísimo fuego.
- Juraría que eres la misma Alice que conozco, pero a la vez muchas cosas han cambiado en muy poco tiempo. – murmuró una vez pudo incorporarse y levantarse sin un ápice del dolor que había sentido hacía segundos.
¿Cómo explicarle a mi amado que había pasado veinte años en una ilusión luchando por regresar a la vida y evitar una catástrofe en el universo entero? ¿Cómo explicarle que recordaba nuestra vida pasada juntos?
Nos encontrábamos muy cerca, haciendo caso omiso de la lucha entre dioses que estaba ocurriendo a unos pocos metros de nosotros. Sus cálidos ojos me observaban detenidamente, sin querer perderse un solo detalle de esta nueva Alice. Después, se pararon en mi boca y una necesidad imperiosa urgió en nuestras almas para acercarnos todavía más.
Nuestras bocas se unieron por unos instantes y coloqué una mano en su cabello, acariciándolo, mientras sus brazos se unían por detrás de mi espalda.
Algo no había cambiado nada: seguía siendo una enana a su lado, tanto que necesité ponerme de puntillas para poder besarlo. Una sonrisa se instauró en nuestros rostros. Parecía que el mundo se hubiera parado en esos breves minutos.
Sin embargo, Skay pareció recordar algo de suma importancia porque su sonrisa desapareció de repente. A continuación, exclamó:
- ¡Diana y Akihiko! Están en las mazmorras. Tenemos que ir a ayudarlos, antes de que sea demasiado tarde.
Y fue entonces cuando sentí la presencia de los jóvenes en una de las celdas cercanas al coliseo. El corazón de Akihiko latiendo a un ritmo peligrosamente lento.
No hizo falta decir nada más. Cogidos de la mano, corrimos con todas nuestras fuerzas dirección a las mazmorras.
El suelo retumbaba y el techo parecía que no fuera a aguantar mucho sin caerse del todo. El público estaba completamente en silencio, expectante de lo que estaba a punto de ocurrir.
Divisé al rey Ageon y a mis supuestos hermanos en la grada, completamente temblorosos. Aquello no se parecía nada al tipo de entretenimiento que habían estado buscando. Tenían miedo de que su existencia y la de los suyos estuviera a punto de llegar a su fin.
En nada, llegamos ante una puerta cerrada de hierro. Skay refunfuñó por un momento al creer que no podríamos pasarla, pero tan solo con un chasquido de dedos, eché la puerta abajo.
El muchacho me miró patidifuso, pero no dijo nada.
Corrimos por los pasadizos oscuros en los que cientos de cálidos estaban presos. Completamente debilitados, dando su calidez a un reino que no tenía ninguna. Todos estaban magullados, seguramente debido a las luchas contra monstruos o contra compañeros guerreros a las que habían sido obligados.
También había jaulas con animales del inframundo atrapados.
Skay estaba casi sin aliento y su corazón le iba a mil cuando conseguimos llegar ante la celda de Diana y Akihiko, donde también había estado él mismo.
Diana lloraba sobre su amigo mientras gritaba desesperada:
- ¿¡Qué hago!? No mueras, por favor...
Tiré abajo los barrotes y el estrepitoso ruido hizo reaccionar a la chica, girándose de repente, completamente asustada. Sus ojos se abrieron como platos al vernos y su boca se abrió al pararse su mirada sobre mí.
- ¿Alice? – preguntó dudosa, sin entender mi cambio de imagen.
- Sí y yo también estoy aquí. – espetó molesto Skay.
Me acerqué primero a Akihiko y le retiré los grilletes mágicos ante la sorprendida mirada de Diana que no acababa de creer lo que veían sus ojos. A continuación, coloqué una mano sobre su corazón y conseguí acelerarlo hasta un ritmo normal, a la vez que le cedía la energía que había perdido. No tardé en comprender tampoco, el motivo por el cual la chica no estaba muerta o en la misma situación que Akihiko.
- Le debes la vida a este chico. – murmuré.
- ¿Cómo? – preguntó confusa.
- Él te ha cedido la poca energía que le quedaba hace unos minutos. Te ha visto a punto de morir y ha querido evitarlo. – expliqué internándome en la mente del muchacho.
Diana se quedó sin habla. No preguntó cómo sabía aquella información si no había estado presente con ellos. Al contrario, se dirigió a abrazar a su amigo, y cuando este abrió los ojos, completamente recuperado, encontró a quien era su amor secreto sollozando entre sus brazos.
De mientras, cedí energía también a la chica y empecé a curar sus heridas, sobre todo aquella fea F que habría quedado marcada de por vida en su bonita espalda.
- Estoy vivo... ¿cómo es posible? – susurró Akihiko, aunque todavía más sorprendido por tener a Diana en sus brazos.
- Chicos, no tenemos tiempo que perder. Tenemos que salir de aquí. – espetó Skay, cuando el techo encima de nuestras cabezas empezó a agrietarse.
Diana y Akihiko se levantaron al unísono, compartiendo la incomprensión de la situación. No entendían cómo su supuesta reina había conseguido curar sus heridas y darles la energía que necesitaban para salir de allí corriendo, sin debilitarse ni un poco. Tenían muchas preguntas, igual que Skay. Y todas serían respondidas en su debido tiempo.
- ¿Cómo conseguiremos salir de aquí con un dios queriendo asesinarnos? – preguntó Skay mirándome en busca de una solución.
El pobre muchacho se había enterado más bien de nada de lo que había ocurrido en el coliseo. No sabía que Hades había pasado de concentrar todas sus fuerzas en matarme a mí y a él, a concentrarlas en otro dios. Tal vez lo mejor fuera que pensara eso y no que dos dioses estaban a punto de provocar el apocalipsis si aquello no frenaba.
Estuve a punto de reír por no llorar en aquel momento.
- Os llevaré al palacio de los cálidos. No tenéis que preocuparos. – intenté tranquilizarlos.
Y tenía que hacerlo rápido, antes de que el reino de los fríos fuera destruido y consumido por las llamas del infierno en el que se encontraba.
Diana se acercó a mí y me abrazó y dijo entre lágrimas:
- Siento haber dudado de ti, Alice. Siento haberte odiado.
En ese momento, la imagen de Diana besando a Skay hacía unos meses, apareció en mi mente. Como si me hubiera picado algo, aparté a la chica de mí rápidamente, intentando evadir esa imagen de mi cabeza. Sentí celos inevitablemente.
Ser una diosa y saberlo todo, debía tener sus consecuencias negativas también.
Diana se quedó aún más confundida al ser apartada, pero conseguí articular una pequeña sonrisa para dejarla tranquila.
Ignoré las miradas sorprendidas de los tres, para dirigirme hacia los demás presos. Algunos ya se encontraban muertos, pero otros conseguí curarlos y darles la energía que habían perdido.
Conseguí reunirlos a todos en una fila, unos cincuenta presos sin contarnos a nosotros.
Les dije que se dieran de la mano y no la soltaran bajo ninguna circunstancia. Todos se encontraban expectantes e incrédulos, incapaces de creer que fuera a teletransportarlos a kilómetros y kilómetros de distancia.
Sin embargo, cuando vieron cómo mi piel empezaba a brillar y mis pies se levantaban del suelo, se agarraron fuertemente de la mano del de al lado y cerraron los ojos con esperanza.
Sentí la cálida mano de Skay sobre la mía, sus ojos color ámbar también cerrados.
Era increíble el poder que me había cedido Mnemosina, apenas podía creerlo yo misma. Solo tuve que pensar en el palacio de los cálidos y en cuestión de segundos, irrumpimos en el salón real, justo delante del trono donde el padre de Skay estaba sentado.
Al pobre hombre casi le dio un infarto cuando vio aparecer delante de él a tantas personas de repente, pero el alivio que sintió al ver a su hijo entre la multitud venció a cualquier otra cosa.
Todos lanzaron vítores triunfantes, se abrazaron unos a otros felices, incapaces de creer lo que veían sus ojos. Sin embargo, deseaban tanto que aquello no fuera un sueño, que no quisieron ni preguntar cómo era posible.
El rey se encontraba junto a dos súbditos en el trono, pero cuando pasó el asombro se levantó a gran velocidad y se acercó a su hijo para darle un profundo abrazo.
- Sabía que volveríais victoriosos. – dijo con una sonrisa y entre lágrimas de felicidad.
Pensé que "victoriosos" no podíamos decir que fuéramos todavía, pero bajo ninguna duda aquella era una gran pequeña victoria para todos los presentes.
El rey de los cálidos me miró detenidamente. No hizo preguntas sobre mi cabello ni tampoco sobre cómo había conseguido traer de vuelta a toda esa gente sanos y salvos.
De repente, se hizo el silencio absoluto en la sala. Todos se quedaron observándonos detenidamente, expectantes.
Segundos después, el rey se arrodilló ante mí, se retiró la corona dejándola a mis pies y gritó:
- ¡Larga vida a la reina Alice!