La noche siguiente, después de la cena, Darcy se acercó a la puerta de la biblioteca de Longbourn. Un rayo de luz salía por la rendija, pero no se oía nada. Golpeó suavemente y al oír desde dentro un suave «¿Sí?», abrió la puerta.
—Con su permiso, señor. ¿Puedo hablar un momento con usted?
—¡Señor Darcy! —El señor Bennet enarcó las cejas con asombro al verlo en el umbral. Después de recuperarse, se levantó del escritorio que tenía cubierto de papeles y libros, lo invitó a entrar y le señaló una silla frente a él—. ¿Quiere usted beber algo? ¿No? —Volvió a dejar sobre la mesa la botella que había levantado—. Muy bien. —Se sentó de nuevo—. Bueno, ¿en qué puedo servirle? Creo que mi esposa ya le ha ofrecido todas las aves de mis tierras. No la voy a desautorizar, si eso es lo que le preocupa.
—No, señor. Es muy generoso por su parte, pero he venido a hablar de un asunto muy distinto. —Hizo una pausa. Tenía que plantear el asunto sin más preámbulos.
—Es un honor informarle, señor, de que le he pedido a su hija Elizabeth que se case conmigo. Si usted lo aprueba, ella ha accedido a hacerme el más feliz de los hombres.
—¿Elizabeth? —El señor Bennet se enderezó en la silla, se puso pálido y, al poner la copa de vino sobre la mesa, le tembló la mano—. Usted debe de estar… —Luego cerró la boca y se reservó lo que iba a decir. Después de un momento, continuó con otro tono—: Elizabeth… Elizabeth es una muchacha muy vivaz y alegre. Espero que no se ofenda, pero ¿está usted seguro de que no está equivocado? Es posible que ella haya dicho algo en broma.
—No, señor, no estoy equivocado —contestó Darcy, sorprendido por esa respuesta—. Conozco bien su temperamento y le aseguro que me ha dado su consentimiento.
A juzgar por su expresión, era obvio que el señor Bennet no estaba convencido.
—Señor Darcy, ¡me deja usted atónito! —Se recostó contra el respaldo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo ha sucedido esto? Nunca he apreciado evidencia de afecto entre ustedes dos, ni he oído nada al respecto.
—No dudo de que esto le resulte inesperado. —Darcy se enderezó—. Puedo entender su desaliento ante el hecho de que mi propuesta la haya llegado de manera tan súbita. Parece intempestiva, lo sé, pero tiene mucho fundamento. Mi admiración por Elizabeth ha ido creciendo a lo largo de los meses desde que la conozco. En realidad, señor, comenzó cuando la vi por primera vez el año pasado.
El señor Bennet frunció el ceño.
—Puede ser; si usted lo dice. Pero me preocupa mi hija. Usted quiere mi bendición. —Miró a Darcy desde el otro lado del escritorio—. Pero ¿está usted seguro de que existe entre ustedes un afecto verdadero y duradero?
—Mi interés por su hija no siempre fue recíproco, eso lo admito, y reconozco mis múltiples defectos. —Darcy se puso en pie—. Pero ¡he conquistado el corazón de Elizabeth a pesar de todo! Yo la amo, señor, y le juro que su felicidad y su bienestar son, y siempre serán, mi primera preocupación. —Guardó silencio un momento y luego continuó, en voz más baja pero no menos directa—: Señor Bennet, solicito su consentimiento.
El señor Bennet dejó escapar un suspiro y pareció encogerse en su silla. Pasaron unos momentos. Luego el hombre levantó ligeramente la barbilla y rompió su silencio.
—No es ningún secreto que Lizzy es mi hija favorita, señor Darcy. Le tengo un cariño especial desde que nació. Y creo que siempre será así. Su felicidad me preocupa mucho porque sé que ella, más que sus hermanas, sufrirá terriblemente si se casa con un hombre que no aprecie su carácter y sea inferior a su inteligencia. Usted parece ser un hombre sincero y honorable. Si usted se ha ganado el corazón de Elizabeth, no le negaré mi consentimiento.
—Gracias…
El señor Bennet levantó una mano para contener las palabras de gratitud de Darcy.
—Usted aspira a llevarse un tesoro poco común, señor Darcy —dijo el señor Bennet—, pero se lo advierto, señor, sólo será suyo si es usted más sabio que la mayor parte de los hombres.
—Así es, señor. —Darcy se inclinó ante la sagacidad de la advertencia del padre de Elizabeth—. Amo a Elizabeth por encima de todas las cosas. No le decepcionaré.
—Entonces usted será el más afortunado de los hombres, señor Darcy. —Miró al caballero con ojos cansados—. Tiene usted mi consentimiento.
—Gracias, señor. —Darcy volvió a inclinarse. Pero en lugar de tenderle la mano para estrechar la de Darcy o hablar sobre la dote de Elizabeth, su futuro suegro se dirigió hasta la puerta de la biblioteca y la abrió.
—Por favor, dígale a Elizabeth que venga —le dijo el señor Bennet a Darcy.
* * *
—¿Fantaseando, señor Darcy? —Darcy se giró al oír la adorada voz de Elizabeth. Aquélla era la tercera vez en los tres días que habían transcurrido desde su compromiso que estaba esperándola afuera, mientras ella iba a buscar su sombrero para acompañarla en lo que se había convertido en su paseo diario, y había caído en una especie de ensoñación, en la cual el tema principal era lo poco que se merecía su buena fortuna. Pero allí estaba ya ella, con la cara sonriente y los ojos brillantes de alegría bajo el inoportuno sombrero.
—¡Vamos! —ordenó él con una sonrisa, señalando con la barbilla hacia el sendero. Cuando ya no podían verlos, Darcy estiró la mano y descubrió que Elizabeth estaba pensando lo mismo. Se tomaron de la mano y comenzaron a caminar rápidamente. Al principio, apresuraron el paso en medio de risas nerviosas, por su ansiedad por escapar a la mirada de los demás, pero una vez que lograron su objetivo, disminuyeron el ritmo; y la realidad de su complicidad invadió su espíritu con una cálida sensación de intimidad. Darcy sentía una alegría hasta entonces desconocida y buscaba una manera de comunicársela a Elizabeth, más allá de las palabras sencillas que acudían a su mente. Ella se merecía un soneto, pero él no era poeta. Acababa de decidir que las frases sencillas con que podía expresar sus sentimientos eran mejores que el silencio, cuando Elizabeth hizo que lo olvidara todo con una pregunta.
—¿Cuándo comenzaste a enamorarte de mí? —preguntó, enarcando la ceja de manera provocativa. Darcy la miró a la cara y sonrió—. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante —continuó diciendo Elizabeth con entusiasmo—, pero ¿cuál fue el primer momento en que te gusté?
—No puedo concretar la hora, ni el sitio… —contestó Darcy y luego se rió, al ver la expresión de impaciencia de Elizabeth a causa de su indecisión. Se detuvo y se inclinó para mirarla a los ojos—. Ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Ha pasado mucho tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti, antes de saber que te quería.
—Pero ¿cuándo te diste cuenta de que estabas medio enamorado? —Elizabeth frunció los labios y lo miró.
—No estoy completamente seguro, señora. —Se quedó callado y la miró con suspicacia—. Pero probablemente fue el día en que me convertí en ladrón.
—¡Ladrón! —Elizabeth se rió—. ¡Un hombre que lo tiene todo! ¿Por qué querría usted convertirse en ladrón, señor?
—Yo era un hombre que creía que lo tenía todo —la corrigió Darcy—. Pero me faltaba una cosa: el amor de una mujer excepcional.
Elizabeth se sonrojó al oír el cumplido, pero no permitió que eso la detuviera.
—¿Y qué hay de ese robo?
—¿No pensarás mal de mí si lo confieso? —Darcy fingió que estaba nervioso, encantado con su juego.
—Aún mejor, ¡actuaré como tu confesora! —A Elizabeth le encantó la idea—. ¡Confiesa, que yo te absolveré!
Darcy se volvió a reír.
—¿Recuerdas qué libro estabas leyendo en la biblioteca de Netherfield cuando tu hermana se puso enferma?
Ella negó con la cabeza.
—Con tal cantidad de libros, ¿quién podría recordarlo? Sólo estuve allí unos minutos.
—¡Estuviste el tiempo suficiente para hacerme perder la concentración por completo! ¡Creo que tuve que repetir tres veces cada página para entender lo que leía! No, estuviste un buen rato y dejaste algo para marcar la página en la que ibas.
De pronto el recuerdo pareció iluminar la cara de Elizabeth.
—Unos hilos… en un volumen de Milton. ¡Ya recuerdo! —Elizabeth arrugó la frente—. ¡Volví a buscar el libro, pero no pude encontrar la página!
—Eso fue a causa de mi robo. Yo me los llevé… y los guardé durante meses… aquí. —Darcy se dio una palmadita en el bolsillo del chaleco—. Me los enrollaba en el dedo y los guardaba en mi bolsillo, cuando no los estaba usando como marcapáginas.
—¿Y dónde están ahora? —Elizabeth levantó la vista para mirarlo, con una sonrisa dulce.
—Espero que formen parte del nido de algún pajarillo. Cuando sentí que ya no podía seguir atormentándome con ellos, los arrojé al viento, durante la primavera pasada, cuando iba rumbo a Kent. —Darcy se rió con pesar—. Finalmente había decidido olvidarte. Deshacerme de esos hilos iba a ser el principio. ¡Pero no me sirvió de mucho! —Se llevó la mano de Elizabeth a los labios y la besó con fervor—. Porque allí estabas tú, mi adorada Elizabeth, la realidad tras esos hilos, y yo quedé completa e irremediablemente perdido.