—Le aseguro que estaré perfectamente bien. —Darcy miró más allá de la cara larga de su ayuda de cámara, para hacerle un gesto de asentimiento al criado que había aparecido en la puerta de la posada para indicarle que su caballo estaba preparado—. Sólo me adelantaré unas horas, un día a lo sumo.
—Sí, señor —respondió Fletcher, dejando escapar un suspiro casi inaudible. El calor de agosto no había ayudado a que el viaje desde Londres fuera más soportable, pero el hecho de que el nuevo ayuda de cámara del señor Hurst viajara también en la diligencia de la servidumbre había alterado a todos los criados de Darcy, en especial a Fletcher.
—¡Un caradura y un hipócrita! —había llamado Fletcher al ayuda de cámara de Hurst, mientras atendía a Darcy en su primera noche después de dejar la ciudad, y sus informes se fueron volviendo peores a medida que transcurría el viaje. El caballero no dejaba de experimentar un sentimiento de solidaridad con las quejas de su ayuda de cámara, porque la compañía de la señorita Bingley también se hacía cada vez más tediosa, con el paso de las horas interminables confinados en el carruaje. La conversación de Charles ofrecía un poco de alivio, al igual que los intentos de Georgiana por interesarla en un libro o en el paisaje, pero Darcy realmente vio el cielo abierto cuando, al llegar a la última posada antes de Derbyshire, se encontró con una nota urgente de Sherrill, su administrador, en la cual solicitaba su presencia inmediata en Pemberley. La llamada del deber no podría haber sido más dulce y su canto de sirena también llegó a los oídos de Fletcher, pero era imposible que su ayuda de cámara lo acompañara. Y él tampoco deseaba compañía. Darcy deseaba recorrer solo estas últimas millas hasta su casa, acompañado únicamente por sus pensamientos, antes de entrar en la corriente incesante de exigencias que debía atender el dueño y anfitrión de su inmensa propiedad.
Un golpe en la puerta hizo que Darcy diera media vuelta y se encontrara a su hermana parada en el umbral, con una cierta mirada de angustia en el rostro.
—¡Preciosa! —exclamó Darcy suspirando, mientras se dirigía hacia ella—. ¡Siento mucho dejarte de esta forma!
—No creo que lo sientas tanto. —Georgiana le ofreció una sonrisa de reproche pero comprensiva—. Quisiera estar lo suficientemente cerca para poder ir a caballo yo también.
Darcy se inclinó para darle un beso en la frente.
—Cuando llegues a Pemberley…
—Todo irá mejor, ya lo sé —terminó de decir Georgiana—. No estaremos todo el tiempo juntos, en especial cuando lleguen los tíos Matlock y D'Arcy con su nueva prometida y su familia. Espero… —Se detuvo, mordiéndose el labio inferior.
—¿Qué, querida? —Darcy miró con ternura los ojos melancólicos de su hermana.
—Que pueda encontrar una amiga entre la nueva familia que llevará D'Arcy. —Georgiana recostó la cabeza contra el hombro de su hermano—. Mi propia amiga.
—Yo también espero que así sea. —Darcy la abrazó y luego, separándola suavemente, le acarició la barbilla—. Debo irme ahora, pero te prometo que trabajaremos en eso. Tal vez tía Matlock tenga algunas sugerencias.
Darcy se puso los guantes, agarró el sombrero, las alforjas y la fusta, se despidió de su hermana y avanzó hacia la puerta. Al oír que detrás de él se abría una puerta, de la que salían unas voces femeninas, apresuró el paso y bajó las escaleras casi corriendo. Cuando llegó al primer piso, atravesó rápidamente los salones públicos y salió a la luz de lo que prometía ser un caluroso día en Derbyshire.
—¡Darcy! —El grito de Bingley a su espalda lo hizo detenerse. Dio media vuelta y, sonriendo al ver la figura de su amigo, esperó hasta que éste lo alcanzara. Los últimos tres meses no sólo le habían traído un poco de paz después de la terrible experiencia que había vivido en Rosings, sino que habían producido cambios significativos en su amistad con Bingley, y estaba convencido que también en la propia personalidad de su amigo. El hombre que ahora avanzaba decididamente hacia él no era el mismo de hacía un año y ni siquiera de tres meses atrás. Había más confianza en su porte y más seguridad en su manera de actuar.
—¡Bingley! —Darcy sonrió al ver la mirada de reproche que su amigo le lanzó abiertamente—. Te ruego que me perdones por salir sin despedirme, pero realmente tengo que marcharme para no llegar a Pemberley muy tarde.
—No tienes que darme explicaciones. —Bingley estrechó su mano y lo acompañó hasta donde lo estaba esperando el caballo—. Ha sido tan inesperado… sólo desearía poder acompañarte. —Se volvió a mirar el camino y, frunciendo el ceño, miró de nuevo a Darcy y le preguntó—: ¿Será prudente que vayas solo?
—Espero alcanzar dentro de una hora los vehículos que llevan el equipaje y ahí sacaré a Trafalgar. Los dos podremos atravesar los montes de Derbyshire pasando relativamente inadvertidos. —Darcy le dio una palmadita a la pistola que llevaba en la alforja—. Y en caso de que quieran asaltarnos, no estamos desprotegidos.
—Bueno, en ese caso, no te detendré más, excepto para desearte buen viaje y prometerte llevar a la señorita Darcy y a todos mis familiares hasta tu puerta mañana. —Bingley sonrió y volvió a estrechar la mano del caballero con solemnidad—. Cuídate, Darcy.
—Y tú, amigo mío —respondió Darcy, montando en el caballo—. ¡Hasta mañana!
El animal no era Nelson sino un caballo menos impetuoso, que había sido enviado diligentemente desde Pemberley por el administrador de Darcy. No obstante, el corcel tenía carácter, y la distancia entre la posada y los carruajes que llevaban el equipaje fue cubierta en menos tiempo del que Darcy había calculado. Aun así, oyó el desafiante ladrido de Trafalgar, que alternaba con un aullido de súplica, incluso antes de haber avistado los vehículos. Tras ser liberado y dejado al lado de su amo, el sabueso primero se estremeció desde el hocico hasta la cola con una evidente sensación de alegría, y luego, con igual entusiasmo, se revolcó en el polvo del camino, corrió en círculos alrededor del caballo de Darcy, trató de saltar y arañó frenéticamente la bota de su amo.
—¡Abajo, monstruo! —rugió Darcy, tras hacer una mueca al ver la profunda marca que había dejado el animal en su bota derecha. A Fletcher no le iba a gustar nada aquello. El sabueso se sentó obedientemente, pero su cola, que no dejaba de moverse, arruinó el tremendo esfuerzo que había hecho por obedecer. Después de hacerle una señal al encargado de Trafalgar; Darcy arreó su caballo, al tiempo que gritaba «¡Vamos!». Trafalgar salió corriendo, dio una vuelta, repitió la maniobra y finalmente adoptó un trotecito a la retaguardia, con una felicidad tan plena que Darcy no pudo evitar reírse y maravillarse de lo bueno que era estar exactamente donde estaba.