Cuando Darcy salió de la rectoría y se encaminó hacia Rosings, tenía la mirada nublada y los campos le parecieron sólo una imagen borrosa. Al llegar al camino que atravesaba el bosque, se maravilló de ver que sus piernas continuaban llevándolo hacia delante, sin ser dirigidas por su mente, y que aparentemente su cuerpo seguía entero y lleno de vida. Pero ¿no acababa de aprender de manera muy amarga que nunca se podía fiar uno de las apariencias? Siguió avanzando a ciegas, con los hombros encogidos para soportar el terrible dolor que sentía en el pecho, mientras su cabeza daba vueltas como una peonza, incapaz de aferrarse a una idea distinta de la dolorosa certeza de haber perdido a Elizabeth. No sólo la había perdido sino que ella nunca había sido suya. Desde el principio le había parecido detestable, antes de que Wickham lo hubiese difamado, incluso antes de que él hubiese intervenido para separar a Bingley de su hermana. El último hombre en la tierra con el que podría casarme. Las palabras de Elizabeth resonaban una y otra vez en su cabeza, anunciando con su tañido fúnebre la muerte de todas las esperanzas de felicidad que había albergado. ¿Podría borrar alguna vez de su memoria la última imagen de Elizabeth, su adorada Elizabeth, rechazándolo de forma tan vehemente?
—¡Oh, Dios! —El dolor era profundo y extinguía todos sus pensamientos, dejando al descubierto todas sus emociones, oprimiendo tanto el pecho que apenas podía respirar. Elizabeth… aulló con todo su ser.
Las piedrecillas del sendero de gravilla que llevaba a la mansión saltaban hacia los lados a su paso, pero sólo se dio cuenta de dónde se encontraba cuando estuvo frente a la escalinata de Rosings. Disminuyó el paso hasta detenerse totalmente, confundido al ver que había llegado tan rápido. Al mirar la fría realidad de los escalones de mármol de la imponente fachada de la mansión, por fin volvió en sí. El instinto de supervivencia se impuso, advirtiéndole que si quería llegar hasta su habitación sin tropiezos tenía que reponerse a esa angustia y mantener el control. Sintió una punzada en el estómago al pensar que tal vez no lo lograra. Subió rápidamente la escalinata y atravesó el umbral, tan obsesionado con la idea de evitar cualquier retraso o que alguien lo viera, que olvidó saludar al viejo criado que había en la puerta, como era su costumbre. En unos segundos atravesó el vestíbulo y se dirigió escaleras arriba, pero al llegar al primer rellano y doblar, oyó que lo llamaban:
—¡Darcy! —La llamada de Richard era demasiado clara para fingir que no había oído. Se detuvo y se volvió con la mirada perdida hacia su primo, cuya inoportuna aparición sólo podía significar que lo había estado esperando—. ¿Fitz? —Fitzwilliam lo miró con preocupación y una nota de incertidumbre en la voz—. ¿Va todo bien?
—¿Bien? —repitió Darcy, sin poder establecer al principio ninguna relación entre esa palabra y su estado; pero luego le entraron ganas de reír por la ironía. Por Dios, ¿podría volver a ir todo bien verdaderamente alguna vez?—. Supongo que sí, pero tienes que disculparme. —Dio media vuelta y siguió escaleras arriba, antes de que su primo dijera nada más. La humillación de recibir la compasión de Richard sería lo mismo que añadir otro carbón ardiente a la boca de su estómago; ¡preferiría pegarse un tiro!
El corredor que conducía a su habitación estaba vacío y, en unos segundos, Darcy estuvo ante su puerta y entró de inmediato para sentirse a salvo. Cerró los ojos y se recostó contra la sólida puerta de caoba, mientras sus piernas amenazaban con ceder al fin a la angustia que lo consumía. Usted no habría podido ofrecerme su mano de ningún modo. Se mordió el labio para acallar el gemido que brotó de su pecho. ¡Nadie, nadie debía verlo en ese estado! Aguzó el oído para saber si habría alguien en el vestidor, pero todo estaba en silencio, sólo se oía el tictac del reloj colocado sobre la repisa de la chimenea.
Se alejó de la puerta y se dirigió hacia el bonito reloj. ¿Sería posible? Miró las manecillas con incredulidad. ¿Sólo había pasado poco más de una hora desde que había abandonado aquella misma habitación lleno de esperanzas? Arrojó el bastón y el abrigo sobre un sillón y el sombrero y los guantes cayeron poco después. ¡Una hora! Darcy resopló con amargura. Tiempo más que suficiente para acabar con los sueños de un hombre.
De pronto le dio la espalda al reloj y entró en la alcoba, tratando de de desabrocharse la chaqueta y deshacerse el nudo de la corbata. Tiró de ella de forma brusca, desenrollándola totalmente, y la puso sobre una mesa, al tiempo que disminuía el paso hasta quedarse inmóvil en el centro de la habitación. ¿Qué iba a hacer?, se preguntó. Miró a su alrededor, hacia ese orden frío y remoto que era su vida, como si la respuesta estuviera allí, esperando ser descubierta. Sintió una oleada de repulsión. ¡Qué sensación de inutilidad! Había alimentado asiduamente sus pretensiones incluso mientras presenciaba la vergonzosa extinción de una decisión que alguna vez había sido honorable, y lo que único que deseaba en aquel momento era deshacerse de ella. Avanzó hacia la campanilla con intención de llamar a Fletcher para que comenzara a hacer el equipaje, cuando se dio cuenta de que eso sería absurdo. Estaba anocheciendo; el sol ya había desaparecido en el horizonte. Y hacer una demostración tan evidente de sus deseos de huir iría totalmente en contra de la intención de mantener ante el mundo una fachada de indiferencia, a toda costa.
¿Indiferencia? Un estremecimiento recorrió su cuerpo, haciéndole caer sentado en el borde de la cama, mientras hundía la cabeza entre las manos. ¿Podía ser indiferente ante semejante pérdida? ¿Indiferente al vacío que sentía en su corazón? ¿Cómo podría continuar, pretender que Elizabeth sencillamente no existía para él, cuando ella había llegado a definir todas sus esperanzas hacia el futuro? Se derrumbó sobre la cama, rozando su mejilla con el áspero brocado de la colcha, y se quedó mirando el dosel que se extendía sobre su cabeza. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podría ofrecerle ahora la vida?
¡Su arrogancia! Darcy frunció el ceño, cuando la acusación de Elizabeth fustigó su memoria como un látigo. ¡Su vanidad! Sacudió la cabeza. ¿Cómo era posible? Él siempre había aborrecido semejantes demostraciones; sin embargo, ésa era la opinión que Elizabeth tenía de él. ¡Ella lo había despreciado, había criticado todo lo que se refería a él desde el comienzo! Injusto… ruin —la letanía no se detenía—. El hombre que ha sido el culpable de arruinar la felicidad de una hermana muy querida.
—¡No! ¡No es cierto! —estalló Darcy. La fuerza de su indignación lo hizo incorporarse, mientras su conciencia se alzaba ante la injusticia de la acusación de Elizabeth. Como si fuera habitual que se burlara de la dignidad y las esperanzas de los demás, y en especial de aquellos que estaban por debajo de él socialmente. Darcy debía haberle respondido, debía haberle planteado el asunto de su hermana tal como él lo había observado de manera rigurosa. Él había tenido buenas y suficientes razones para disuadir a Bingley de su peligrosa decisión, razones que se apoyaban en una convicción imparcial, no en un capricho o un interés particular. ¿Por qué no se había hecho oír por encima de los miserables balbuceos de su orgullo herido?