Claro, ya lo suponía. No había otro sentido del por qué me encontraba en este lugar. Todo guiaba a una sola y obvia respuesta. Yo trabajaba aquí. Pero el hecho de saber que era nutrióloga y examinadora no aclaraba nada en mi cabeza y cada minuto que pasaba en este laboratorio aumentaban las preguntas.
Examinadora y nutrióloga, ¿qué relación tenían una cosa con la otra? Además, ¿de quién era examinadora? Obviamente de esta sala, porque estaba enumerada como la 3. ¿De qué experimento? ¿Desde cuándo? Por Dios, ni siquiera conseguía recordar nada. Mi mente estaba en blanco, vacía, esto era frustrante.
Desesperante.
Respiré hondo para calmar mis pensamientos. Lo último que debía sucederme en esa situación, era enloquecer. Levanté la mirada de mi fotografía y la clavé únicamente en él, en esos orbes carmín que estudiaban el gafete en mis manos con una clase de profundo interés.
Él... ¿Cómo antes no se me había pasado por la cabeza preguntar si me conocía? Aunque claro. Jamás pensé que las 57 veces que salió de su incubadora, se convirtieron en semanas o meses fuera de ella. Él dijo que duraba bastantes semanas fuera de su incubadora hasta terminar lo que sea que estas personas les ordenaban hacer. Y dijo que los experimentos tenían un examinador que se encargaba de ellos.
Él tenía una examinadora y no era ninguna coincidencia que justo en esa habitación, moviendo ese bulto de objetos y materia, encontrará un gafete con mi nombre. Entonces, ¿sería posible que yo fuera su examinadora? ¿Podía tener eso relación con que no quisiera matarme? Pero la manera en la que él miraba mi gafete era diferente... incluso me confundió. Su semblante se transformó a uno serio, y con el entrecejo contraído, podía atisbar ese recelo en él.
— Rojo— lo llamé. Apartó sus ojos de mi gafete y los depositó con el mismo recelo en mí—. ¿Yo soy tú examinadora?— pregunté, sintiendo una extraña tensión desatarse a nuestro alrededor, y crecer más cuando retiró la mirada y apretó sus puños.
—Esta es la sala 3, yo soy de la sala 7—espetó. Me confundió mucho su actitud que pestañeé desconcertada. No pude quitarle la mirada mientras se apartaba de mi lado para rozar mi hombro. Cuando giré para seguirle con la mirada, él paró junto al umbral, alzando su brazo y señalando un pedazo de madera en el que se hallaba escrito unas palabras.
—Y eras examinadora de él— volvió a espetar en un tono más bajo... más marcado.
Leí enseguida la numeración que colgaba junto a la entrada y una pizarra blanca en la que se escribía un listado que no tardé en leer para tener más dudas:
ExVe 13.
Experimento Verde número 13.
Clasificación titular: enfermero auditivo y de vibración, bajo nivel y rendimiento físico.
Masculino.
Periodo infantil: 10 años de edad con apariencia de 6 años.
Etapa de maduración completada: Etapa 1 infantil.
Etapa de maduración en proceso: Etapa 2 fallida.
Trituración asegurada, y en espera de su mejoría genética.
— ¿Entonces no me conocías de antes? — pregunté apresuradamente cuando lo vi salir de la pequeña habitación, dejándome atrás. Sin embargo, me ignoró. Mis palabras parecieron no gustarle cuando sus puños se apretaron aún más, y siguió apartándose de mí, yendo en dirección a la salida de la sala. Ignorándome.
¿Y ahora que le sucedía? ¿Por qué se miraba tan molesto? Confundida y atemorizada, apresuré mis pasos para darle alcance. Para incluso, colocarme frente a él como si eso fuera a detenerlo.
Su endemoniada e hipotónica mirada se conectó con la mía, y sentí como me atravesaba con ella, enviando escalofríos por todo mi cuerpo.
— ¿Me conocías mucho antes de que todo esto sucediera? —repetí la pregunta. Observando la forma penetrante en la que reparaba mi rostro, mostrando su imponencia.
— ¿Cuál sería la diferencia si te respondiera que si ni siquiera recuerdas nada?
Una emoción floreció en mi estómago. Definitivamente era un sí. Me conocía.
—Que me conoces, que me has visto antes. Esa es la diferencia— solté tan rápido él dejó de hablar—. ¿Por qué no me dijiste que me...? — hice una pausa sabiendo que la pregunta sería una tontería hacerla porque en un principio no se me ocurrió preguntar—. ¿Cómo me conociste?
Su mandíbula se había apretado tanto que terminó torciéndose. El enojo que resplandecía en su mirada se ablandó, y lanzó un largo suspiro entrecortado que me hizo pestañas. Era como si quisiera decirme algo que le molestaba, pero que al final se había arrepentido. Su actitud, su cambio de gesto eran extraños. No solo me conocía, él con todo ese comportamiento estaba diciendo algo más.
Nunca esperé lo que a continuación ocurrió. Tomarme de la cintura y hacerme retroceder hasta pegarme a la pared, era algo que no imaginé. Al menos no estando en un lugar abierto en donde cualquier cosa aterradora pudiera venir.
—Dímelo— pedí mientras le sostenía la mirada—. No recuerdo nada, no quiero seguir en blanco.
Si Rojo me conocía, quería decir que Roman y las chicas de esa área también, ¿no? Quería regresar a esa área y preguntárselo. Pero no, no lo haría, teníamos que salir de aquí. Eso era lo más importante, y lo que haríamos una vez que él me contestara. Que por la forma en que me tenía, la manera en que me miraba o la forma en cómo antes se comportó, me hacían preguntar sobre la relación que teníamos. Solo eso, solo eso me bastaría para entender algo... de nosotros.
De él.
—No eras mi examinadora real. Pero como deseé que lo fueras desde el principio que comencé mi etapa adulta. Así te miraría más veces de las que pude mirarte— replicó. Una de sus manos se deslizó por mi mejilla, levemente hasta acomodarse y que su pulgar acariciará mi pómulo cuidadosamente—. Estuviste meses conmigo cuando mi examinadora faltaba, pero no fue suficiente para mí— respondió con esa notable decepción en su mirar y ese tono espeso en su voz—. Una vez día te pedí ese gafete.
— ¿P-por qué mi gafete?
—Para recordarte, porque pensé que no volvería a verte—respondió, dejándome en blanco. En un largo suspenso.
Sentía que la respiración empezaba a hacerme falta.
—Me dijiste que no me darías tu gafete porque lo perdiste— hizo una pausa para inclinar su cabeza y juntarla con mi frente—. Hemos hallado su ubicación.
Exhaló, su aliento acaricio mi nariz, y me estremecí. Cuanto daría por recordarlo todo, o por recordar al menos la mitad de todo lo que perdí.
Poco de lo que dijo decía mucho, o eso entendí. Entendí por qué me mantenía a salvo, por qué se me acercaba de esa forma, porque me había besado y tocado así. Pero era más confuso solo pensar en una relación entre él y yo. ¿La tuvimos, o él... solo se había interesado?
—Rojo... —La voz me quiso traicionar a causa de los nuevos nervios. No debería ponerme nerviosa, pero allí estaba, godo mi interior temblando por él—. ¿Pasó algo entre nosotros? ¿Tuvimos una relación? ¿Nos besamos antes?
Apartó su rostro del mío, al igual que apartó su mano de mi mejilla y la otra de mi cintura, dejando una ausencia de calor que no me gustó. Me miró, profunda y seriamente, endureciendo sus labios en una línea recta llena de disgustos.
De un momento a otro, cuando estaba segura que me respondería, me tomó de los hombros y torció su rostro para ver detrás de su hombro. Que hiciera ese rotundo movimiento en el que se le marcaban las venas, me asustó.
Apreté mis labios para no inmutar sonido alguno, e incliné mi cuerpo, revisando el mismo lugar que Rojo. Preguntándome si estaba viendo o no alguna temperatura. Rojo se volvió, pero en vez de decir algo, solo movió su cabeza en señal a la salida. Una clara señal de que era otro experimento.
Llevé mi mano al asa de la mochila colegial y asentí antes de sentirle empujarme levemente para salir por el enorme umbral sin puertas. Quedé un tanto aturdida en cuanto salimos. No había pasillos a nuestro alrededor, pero delante de nosotros había uno muy corto que llevaba a un área ancha y sombría. Miré con estupefacción el suelo y luego a Rojo quien esperaba a que caminara.
La verdad era que deseaba desaparecer. No quería dar una segunda mirada el suelo, solo para saber que lo que miré al principio era real y probablemente no era mucho más aterrador que el lugar al que llevaba ese pasillo, pero que igual te dejaba horrorizada.
Pedazos de carne cubrían el suelo ensangrentado delante de nosotros, órganos que colgaban de las paredes como si fueran retratos que recordar.
Dios mío.
Y esa cabeza humana que colgaba al final del umbral del pasillo...
Cuando quise trotar para llegar al otro lado y terminar con el atroz recorrido, Rojo me detuvo. Y aun conservando su silencio, negó. Eso solo quería decir que aquella bestia se guiaba también por el sonido, o tal vez Rojo no lo sabía, pero era mejor no hacer ruido. Volví a asentir con los huesos temblando debajo de mi piel. A pasos grandes cruzando el pasillo, sin poder evitar tocar con las suelas de mis zapatos los trozos de piel que, al pisarlo, un sonido desagradable emanaba de ellos.
El pulso empezó a detenerse conforme avanzábamos, y mis ojos a abrirse conforme ese umbral nos daba mucho más que ver del otro lado.
Parecía una enorme plaza, y a su alrededor, más de diez pasillos cortos que llevaban un título igual al resto con la única diferencia de que cambiaba el número final.
Sin contar la sala de la que salimos, esta plaza extensa con varios asientos de madera, máquinas de comida y bebida repartidas en un lugar específico y botes metálicos de basura, llevaba a 13 salas de entrenamiento y un largo pasillo sin título.
Lo peor no era ver colgadas una cabeza humana en cada pasillo, o que por toda la plaza se expandieran huellas catastróficamente grandes de sangré, o pedazos de carne y huesos. No. Lo peor era saber que había más de una sala para experimentos en este laboratorio.
Si cada sala tenía 10 habitaciones para 10 experimentos, entonces, ¿cuantos experimentos había en este lugar? Lo peor era llegar a pensar que todos esos experimentos estaban contaminados.
Rojo me empujó, haciéndome reaccionar. Invitándome a bajar la corta escalera que se extendía frente a nosotros con cinco peldaños de porcelana. Miré una vez más al rededor, la poca iluminación de las farolas que apenas servían o apenas seguían de pie a los lados de los asientos de madera.
Rojo me tomó del brazo y tiró inesperadamente de mi cuerpo. Había estado a punto de pisar un maldito hueso que si no fuera por él, ya habría hecho ruido. Salí de mis pensamientos, y puse mucha más atención al camino por el que andábamos, sabiendo que Rojo nos llevaba en dirección al pasillo sin título. El único pasillo a oscuras en el que colgaba una cabeza femenina a la que le hacía falta la nariz y la boca, y a la que todavía... se le escurría la sangré por el agujero del poco cuello que le quedaba.
Mi cuerpo y mi mente no estaban soportando ver todas estas atrocidades. Sentía que desfallecería en cualquier momento porque sabía muy bien que la monstruosidad que había hecho todo este adorno ensangrentado con partes humanas, seguía vivo y por supuesto, en este lugar. En cualquier parte de este gran lugar.
Antes de adentrarme a toda esa oscuridad, miré por última vez a Rojo, encontrándolo con los párpados cerrados revisando cada sala con cuidado. Entré, apartándome de su cuerpo y teniendo como guía solo un pequeño flash de luz que provenía al final del pasillo.
No sabía que tan largo era, pero si sabía que mis pies estaban pisando algo asquerosamente suave conforme llegaba al final. El flash de luz aclaraba una parte del siguiente pasillo, suficiente como para saber que no había nada ni nadie.
Y con esa leve luz, apenas pude leer lo que lo titulaba como bloque de habitaciones T.
Estaba a punto de adentrarme en él, cuando...
Una húmeda mano se enredó en mi cabello y haló tan fuerte que por lo inesperado que fue no pude detenerla. Parte de mi costado golpeó contra un bulto baboso y escandalosamente frío.
—Co...mida...
Me paralicé al escucharla. Al escuchar esa suplicante voz femenina tan cerca de mi odio.
Traté de apartarme, y en cuanto logré záfame del agarre, el flash de luz iluminó un segundo aquel rostro sombreado femenino cuyos ojos marrones estaban pidiendo auxilio.
Era otra sobreviviente.
O eso pensé.
—Por favor...—volvió a rogarme—. Por favor ayúdame, tengo mucha hambre...
—Ro-Rojo— lo llamé cuando en otra iluminación pude ver el resto de su cuerpo cubierto por una extraña baba verdosa, y un perturbador gusano retorciéndose fuera del ombligo de su deformado estómago.
Oh no. Eso era un tentáculo o lo mismo que le salía a Rojo de los brazos.
La mano de Rojo tirando de mí enseguida, me aparta de ella.
—No te acerques— espetó, alejándome de los quejidos y suplicas de la mujer que comenzaban a desesperarme—. Está contaminada.
Abrí la boca para hablar y rogar porque al menos la sacáramos de ahí, cuando la mujer lanzó un largo grito de dolor que me hizo saltar, y todavía saltar otra vez cuando ese crujir desde el interior de su cuerpo se escuchó. Mis ojos se abrieron con escándalo y horror cuando vieron como aquel tentáculo se estiraba con fuerza, rasgando la piel de su estómago conforme salía.
Me aparté aterrorizada antes de sentir la mano de Rojo tomarme del brazo y obligarme a correr. Tropecé torpemente cuando hice los primeros movimientos, completamente escamada por ese agonizante aullido. No supe hacia donde corríamos, todo lo que estaba en mi mente ahora mismo era ella, su estómago estirarse y esos gritos insufribles, aterradores.
Mi cabeza dolió, sentía que el cráneo me explotaría con tanta atrocidad. Traté concentrarme en correr únicamente, y soporté todo hasta que estuviéramos en un lugar seguro.
No sabía cuántos pasillos habíamos dejado atrás para que llegáramos a uno donde la luz alumbraba por completo nuestro entorno, pero no nos detuvimos. Rojo parecía no tener intención de detenerse y eso solo me decía que había experimentos o, que algo nos estaba persiguiendo.
Suplicaba porque eso último.
Mis palabras fueron cruelmente ignoradas por Dios cuando, ese gruñido bestial de adelante, nos detuvo de golpe a mitad de la entrada a otro pasillo de habitaciones. Rojo torció con rapidez la cabeza a los lados en busca de, seguramente una salida.
—Estamos rodeados—gruñó por lo bajo.
Esas sin dada eran palabras que no quería escuchar jamás.
—Voy a tener que matar, Pym—soltó con los colmillos apretados.
Miré a todas partes, buscando rastros de temperaturas. Pero la verdad, era que aún no había nada en los pasillos. Posiblemente, seguían lejos de nosotros. Fuera la distancia que fuera, teníamos tiempo de hacer algo para salvarnos.
—Me rehusó—escupí. Regresé al pasillo de atrás abriendo la puerta más cercana—. Todavía podemos escondernos.
Rojo corrió hacia donde estaba, y nos adentramos. Colocando el seguro en la puerta y apartándonos sin quitar la mirada de ella.
—Te van a oler— le escuche decir detrás de mí, y, cuando giré salí disparada a detener lo que estaba a punto de hacer. Morderse el brazo.
La última vez se puso muy débil. No iba a permitirlo sabiendo que podían encontrarnos. Sabiendo que podía haber otra salida, quizá otro modo de cubrir mí aroma.
—No lo hagas— pedí. Su mirada reptil me observó con preocupación. Lo solté para reparar en la habitación en la que nos hallábamos. Mas una recamara, parecía una pequeña casa.
Una amplia cama matrimonial extendía delante de nosotros con dos mesillas de noche a cada lado y un par de lámparas. A nuestra derecha había un armario, y una guitarra en contra esquina, y del otro lado un cuarto con la puerta abierta que llevaba al baño. Por otro lado, detrás de nosotros había una pequeña cocina con su alacena de tres puertas colgada en lo más alto, casi llegando al techo. Y por último, ese sofá de dos personas y el televisor colgado en la pared.
Alterada, no por mirar una habitación tan pulcra y rotundamente moderna sino por ese nuevo gruñido lejano en el pasadizo, me acerqué rápidamente a la alacena.
Si el olor de nuestra carne los atraía también, otro aroma fuerte podía apartarlos. La kétchup, tres envases de jugo de pepinillos y uno de jalapeños, fue lo único que se me ocurrió que podían cubrir mi aroma. Tenían un olor fuerte así que, a diferencia de otros embutidos o latas, estos eran más fuertes, ¿no?
Maldición. Haría una locura con tal de sobrevivir, pero, ¿qué importaba? Con tal de que Rojo no me bañara en su sangre otra vez. Me deshice de la sudadera lo más rápido posible abriendo el envase de los pepinillos y, levantarlos por encima de mi cabeza.
Miré a Rojo por última vez y como su rostro se movía en cierta dirección fuera de la habitación, respiré hondo y no esperé más cuando el jugo empezó a bañarme desde la coronilla, y cubrir gran parte de mi rostro y estómago. Abrí la segunda lata de jugo y mojé el resto de mi cuerpo.
Aunque no estuve por completo empapada, me detuve, dejando el bote de kétchup y el envase de jugo de pepinillos en la barra junto a la cocina. Me acerqué a Rojo, quien pronto me dirijo esa mirada severa y endurecida, quien me tomó de los hombros e inclinó su cabeza para acomodarla en mi cuello y olfatear, o eso creí.
—Son muchas temperaturas— informó, su tono muy bajo y serió.
Temblé de pavor al percatarme del sonido reptil que provenía desde el pasillo. Y esa vibración que me hizo aferrarme a la polo de Rojo. Las vibraciones siguieron, crecieron cada vez más hasta tensar mucho mi cuerpo y hacerme retener el aliento. Apreté más su polo y horrorizada contemplé la puerta pensando en una sola cosa.
Si podían olerme, entonces, ¿podían oler a Rojo también? ¿Qué pasaría si lo olfateaban y descubrían que estaba aquí, oculto? Los experimentos también se devoraban a los experimentos.
No. No. No. No.
Tomé el siguiente frasco al que le arranqué la tapadera y empecé sin siquiera avisarle, a untar su pecho y espalda de jugo, con una preocupación en la que el líquido no llegara a caer al suelo y hacer el más mínimo ruido. Me arrebató el frasco, y él solo dejó caer el resto del líquido sobre su cabeza, dejando que sus mechones se embarraran un poco sobre su rostro.
Empuñó el envase vacío en sus manos y vigiló la puerta al igual que yo. Me sentí apretada, amenazada y torturada a causa de esa vibración que hacia cada paso que daba el experimento fuera del pasillo. Hasta que se detuvo... justo frente a la puerta.
Frente a nuestra habitación.
Un golpe rotundo en la puerta y el crujir de la madera convirtió mis piernas en gelatina. Retrocedí y me aferré al brazo de Rojo cuando vi la manera sombría en que miraba la puerta. Hubo un silencio que me dejó helada, y aún peor cuando otro golpe y dos más dibujaron una enorme grieta en la puerta, amenazando con trozarse por la mitad. Rojo me empujó detrás de él, solo entonces, cuando crispó sus dedos listos para reventar, los golpes cesaron.
Cesaron por completo.
Nuevamente ese espeluznante silencio aterrador que nos hundió y que, a pesar de que sus pasos volvieron a escucharse en el pasillo y disminuyeron las vibraciones, no desapareció. Ni siquiera había sentido la mano de Rojo deslizarse dulcemente en mi muñeca por la forma en que el terror manejaba mi cuerpo en ese momento.
Despacio jaló de mi mano, logrando con suerte que las piernas me respondieran apenas. Y es que habíamos estado a unos golpes más de ser encontrados, de ser devorados. Fácil sería para Rojo matarlo, pero ese no era el único monstruo fuera. En esos pasillos había más y si nos escuchaban y nos encontraban todos juntos, no tendríamos posibilidad.
Retrocedí con las piernas hechas añicos para seguir a Rojo, sabiendo que él quería apartarnos más de la puerta tal como sucedió en el almacén. Esta vez, nos llevó hasta el interior del baño, donde había una tina de cerámica en la que me invitó con su movimiento de mano, a entrar. No inmuté palabra, y me acerqué justo cuando él me soltó y entró para sentarse sobre la porcelana. No había lugar para mí, la tina solo era para un cuerpo pero me adentré, despacio hasta arrodillarme y, de algún modo, acomodarme entre sus piernas con la espalda casi pegada a su pecho.
Fue ahí cuando un crujido del exterior me hizo respingar. Inesperadamente, Rojo me rodeó por detrás y atrajo mi cuerpo al suyo, a ese calor protector que me hizo soltar entrecortadamente todo ese dióxido que había estado reteniendo en mí. Apretó levemente mi estómago y dejó acercar su rostro a mi mejilla y depositar suaves besos repartidos que calmaron un poco mi temblor.
Besos que me hicieron saber que mantenía la mirada clavada en el techo del baño. Besos que me hicieron saber que mis dedos se clavaban en mis muslos, o mi mente se mantenía atascada en la mujer que dejamos atrás y que un par de lágrimas se habían escapado de mí. Dejando fluir todo lo que había retenido, todo ese terror.
Perecía que cada vez más estábamos en peligro. Era como si estuviéramos adentrándonos más a un agujero negro sin retorno, sin salida. O mejor dicho, que cada vez más era imposible para mí sobrevivir.
Y no entendía la decisión de Rojo.
Cuando él fácilmente podía dejarme a la deriva, o ser fácilmente una carnada para que él pudiera escapar y sobrevivir, se quedaba conmigo, y todavía, se aferraba a mí. Me protegía. Me mantenía a salvo hasta donde podía. ¿Por qué? ¿Qué éramos? ¿O qué fuimos antes? Rojo podía fácilmente matarlos, alimentarse sin preocuparse de mi o de cómo lo viera, sobrevivir por su propia cuenta. Pero entonces, ¿por qué se quedaba a mi lado?
Incliné mi cabeza un poco hacia atrás y tomé una profunda respiración. Escuchando nada más que mi corazón agujerando mi tórax.
Aún tenía miedo, y era algo que no dejaría de sentir, así como luchar por sobrevivir, por salir con Rojo de este maldito infierno. Saldríamos los dos, vivos. Y él seguiría siendo Rojo, no sería como esos monstruos. No lo permitiría.
Torcí mi rostro, en busca de sus orbes carmín, aquellos que se mantenían cubiertos por sus párpados, atentos a los lados. Estiré mi brazo para alcanzar su mejilla suave, y llamar su atención con el simple toque de nuestras pieles. Le acaricié un poco en tanto abría sus ojos, esos que me estremecían y me brindaban un poco de calma. Los posó en mí. La forma en que mantenía su entrecejo contraído, decía que las cosas pronto se podían peores. Y no lo dudaba. Pero no dejaría pasar esta forma de agradecerle cuando aún tenía la oportunidad de hacerlo. Así que atraje su rostro hasta tenerlo tan cerca de mí que pudiera sentir su aliento acariciarme los labios.
—Gracias—musité antes de acariciar sus labios con los míos. Ese par de carnosos labios varoniles que temblaron y se abrieron listos para recibirme.
Tragué antes de actuar, antes de ladear mi rostro, cerrar mis ojos y buscar sus labios en un beso profundo y lento que él correspondió al instante. Un beso convertido en besos en los que se encontró la manera de mantener todo este terror lejos de nosotros por al menos ese instante.