Cati acomodaba los cojines del salón, limpiaba los floreros y se deshacía de las flores secas, cambiaba el agua y arreglaba las nuevas flores que trajo del jardín, cuando la espina de una rosa se clavó en su dedo.
—¿Cuántas veces debo decirte que evites las rosas? —dijo Dorothy.
—Se ven hermosas, mira —justificó Cati.
Observó el arreglo floral y luego centró su atención en su dedo, que tenía una pequeña gota de sangre en el lugar donde se enterró la espina.
—No son rosas normales. La espina es más afilada que el vidrio, por lo que cortan profundamente si no tienes cuidado.
Cati observaba las rosas azules en los jarrones.
—Ninguna de las mucamas las cortan. Escuché que el Señor Alejandro fue quien las sembró.
—Le temen al Señor —murmuró Cati.
—Claro que eso también cuenta —dijo Dorothy—. ¿Sabías que una noche encontraron a una chica rompiendo las ramas y arrancando las rosas?
—¿Qué sucedió después?
—No lo sé. Nadie sabe qué sucedió ni a dónde se fue después de eso —respondió Dorothy restando importancia al asunto y centrando su atención en las flores secas.
—¿Qué pensaba? Yo también me enojaría si alguien lastimara algo que cultivé con tanto amor —dijo Cati limpiando los residuos de la mesa.
Con una mano acarició suavemente la rosa.
—Creo que estas merecen ser vistas y amadas. Sólo por ser más salvajes y diferentes de las otras, no significa que merezcan estar en la oscuridad.
—Parece que tu mano no ha sanado —dijo Dorothy señalando su muñeca magullada —. ¿Te duele?
—Dolió la noche del ataque, pero ya no —respondió Cati saliendo de la habitación.
Escucharon un suave maullido y Cati encontró al gato del Señor.
—El Señor siente algo por ti, ¿cierto? Incluso su gato te saluda.
—No es así—negó Cati con una sonrisa —. Imaginas cosas. Es amable, pues soy parte invitada y parte mucama.
Dorothy se rio.
—Como quieras. ¿Sabes que Kit cree haber visto en el calabozo al vampiro que te atacó? Pero no está seguro. Confiar en Kit es como caminar en carbón ardiente. Su vista es terrible, así que puedes considerarlo un rumor. Hay…
¿El hombre estaba en el calabozo por ella? Se preguntaba si había roto alguna ley atacándola en público. El calabozo era un lugar en el que se ejecutaban castigos sin piedad. No había detalles al respecto y los empleados no tenían información, a excepción de los operadores. Ir allá estaba prohibido.
Antes del almuerzo, Sylvia llamó a Cati a la habitación de arte.
—Entra, Cati. Toma asiento —dijo Sylvia.
En la equina sonaba una música que salía del gramófono. Al sentarse, Cati entrelazó sus dedos mirando a la señora frente a ella. Sylvia parecía la hija de un hombre de clase alta al girar su cucharita en la taza antes de entregarla a Cati. Su cabello, con una división al costado, estaba sujetado en un moño, y una amable sonrisa adornaba su rostro.
—La Señora Leticia te invitó a su casa de verano —dijo ofreciendo una tarjeta—. Ten.
Cati miró la tarjeta y notó que la fecha correspondía al día siguiente.
—¿Estarás ahí?
—¿No quieres que vaya? —preguntó Sylvia.
Cati, negando con la cabeza, explicó: —Perdón, eso no fue lo que quise decir. No me sentiría cómoda yendo sola.
—Lo sabemos —respondió Sylvia—. Nos iremos a las siete de la mañana. Ya hablé con Martín acerca de tu ausencia, así que no necesitas hacerlo.
—Gracias —dijo Cati aliviada.
No quería preguntarle a Martín frente a otros empleados, pero era difícil encontrarlo sólo, pues siempre estaba discutiendo con alguien. Siempre había rumores acerca de las mucamas y ella no quería ser parte de ellos. Después de todo, no estaría en Valeria para siempre. En algún momento se iría.
—¿Puedo hacer una pregunta?
Sylvia respondió asintiendo.
—¿Dónde encontró el Señor Alejandro el arbusto de rosas que crece tras la mansión? Nunca antes los había visto.
La inesperada pregunta sorprendió a Sylvia, que explicó: —Lo recibió de su madre… Así que has sido tú quien decora los floreros. Hacía años que no veía esas rosas en la mansión. Si recuerdo, le dijeron a las mucamas que no debían tocarlas después de un evento.
—No lo sabía —dijo Cati.
Cuando Martín le asignó la labor de las flores, Cati se sintió feliz, pues era el trabajo más fácil. Cintia le mostró las flores que solían usar e incluyó la rosa salvaje.
—Trátalas con cuidado. El Señor se molestaría si algo les sucede —advirtió Sylvia.
Cati asintió y se marchó a continuar sus labores.
Al próximo día, en la casa de verano de los Boland, Cati permanecía sentada en silencio, tan derecha como le era posible, mientras los otros conversaban. Hacía una hora que estaban ahí, pero no lograba relajarse.
Alejandro y Elliot, que las habían acompañado, hablaban en una esquina, mientras Sylvia había ido a ver la siembra de manzanas, dejando a Cati sola.
Los Boland pertenecían a una familia elitista de antiguo linaje, por lo que se esperaba que sus invitados pertenecieran a la misma clase. Las damas, con sus enormes vestidos y abanicos, conversaban plácidamente. La mayoría se comportaba de forma recatada con sus excelentes modales.
Algunos hombres le dirigían sonrisas, pero Cati se sentía demasiado incómoda para hablar. No estaba acostumbrada a recibir tanta atención.
—Hola —dijo un hombre, interrumpiendo sus pensamientos—. No creo que nos conozcamos. Soy Lancelot Milford —se presentó con una brillante sonrisa.
—Catalina Welcher —respondió.
El hombre besó sus nudillos y Cati llevó su mano de vuelta a su regazo.
Lancelot era un hombre de estatura promedio, con cabello rubio peinado hacia un lado, y un hoyuelo que aparecía cuando sonreía.
—Si me permite —dijo señalando el asiento a su lado —. ¿Cómo es que no nos hemos visto antes? Seguramente no se me escaparía.
—Es primera vez que vengo a una fiesta de té—explicó Cati.
—Veo que tus padres protegen a su hermoso tesoro. ¿Están aquí? —preguntó tomando un bizcocho de la bandeja.
—No —respondió Cati mirando a Elliot, que conversaba con un pequeño niño.
Al conversar, Cati sintió que Lancelot era indiscreto. Evadía sus preguntas sutilmente, pero sonreía a sus chistes, pues parecía un hombre decente. Notó en una ocasión que observaba su escote, pero lo ignoró, pensando que podía ser un error.