En las calles de la ciudad imperial, los vendedores ambulantes vendían sus artículos, a los transeúntes que pasaban.
Un joven monje calvo vestido con una túnica negra de lino llevaba consigo una porción de bollos al vapor, los cuales se iba comiendo mientras caminaba.
La carne blanca de los bollos emitía un vapor caliente, aunque esto no le importaba mucho al joven monje. Tomó uno de los bollos con la mano y le dio una buena mordida, haciendo que la salsa se esparciera por toda su boca y que el aroma de estos bollos se esparciera por todo el aire.
No mucho después de eso, los bollos ya habían sido devorados mientras el monje caminaba.
Sin importarle mucho tiró el envase en el camino y limpio la grasa de su boca con su túnica de lino. Luego, el joven monje tiró de una botella con forma de calabaza que colgaba su cintura para verter un poco de vino en su boca. Su rostro mostraba una mirada satisfecha.