En el ilimitado Desierto Divino había vastas cadenas de montañas y valles interminables. En lo profundo, había un gran altar construido con una gran cantidad de huesos. Esos huesos sobresalían, emitiendo un aura antigua y primitiva.
El altar existía desde hacía muchos años. No muy lejos de él, en un palacio, había una mujer vestida de rojo que había pasado allí sus días.
La joven tenía un delicado contorno corporal, y entre sus cejas había tres puntos bermellón. Sus rasgos faciales parecían haber sido tallados en jade, y su piel era blanca como la nieve. Su belleza era incomparable.
Estaba sentada frente a la ventana de un oscuro salón del palacio abrazando a un pequeño zorro rojo y peludo. El zorro se mostraba alegre y cómodo.
En ese momento, se escucharon pasos dentro de esa oscura habitación. Un hombre vestido de azul se acercó a la joven y apoyó una rodilla en el piso.
Ella lo miró, y le preguntó en voz baja: —¿Ya es hora de embarcar?