Recordando las dificultades del camino, y cómo lo habían logrado de manera segura, Aya sintió como si estuviera en un sueño.
—¡Todo esto es debido al Maestro Kukulkan! —ante este pensamiento, no pudo evitar agarrar la cresta sagrada en sus manos, y comenzó a orar en silencio.
—Mm, la capital imperial del Imperio de Sakartes. Si la pudiera derribar y ofrecerla al maestro... —una idea surgió en la mente de Bárbara, que llenó sus pensamientos. Ella no estaba siendo codiciosa, simplemente todo estaba ocurriendo muy bien.
Aunque había traído menos de diez mil soldados del Bastión de la Esperanza, muchos nativos que padecían enfermedades habían solicitado ingresar. Incluso los del ejército imperial cambiaron de bando. Además de esto, después de haber obtenido las noticias sobre la batalla divina a través de algunos canales secretos, hasta los nobles del Imperio de Sakartes comenzaron a vacilar.