—Esto es... —Roland dijo mirando a García.
—Es un ascensor —respondió con orgullo —. Espera un momento, pronto podrás ver.
No mucho después de que ella terminó de hablar, la luz de la ventana cambió de rojo a verde y luego las cortinas se levantaron automáticamente, revelando la vista desde afuera.
Roland comprendió de inmediato la razón de su orgullo. El autobús estaba estacionado en una enorme placa de hierro, rodeada de señales de advertencia amarillas y negras pintadas en paredes de concreto con cinco o seis órbitas de metal incrustadas, que emitían continuamente un sonido de engranaje.
Viajaban por un túnel con cada nivel descendente marcado por deslumbrantes focos y signos de números enormes. En pocos minutos, habían descendido más de 100 metros, pero los números seguían aumentando.